3 de diciembre de 2012

Entrevista a Carlos Germán Belli




Entrevista a Carlos Germán Belli*

Con esta entrevista celebramos los cincuenta años de la publicación del primer libro de Carlos Germán Belli, una de las voces más importantes de la poesía peruana. Este martes 29 en la Feria Internacional del Libro de Lima, presentará la antología bilingüe Poemas escogidos / Selected Poems, 1956-2006, preparada por Rose Shapiro para el Fondo Editorial de la Universidad Ricardo Palma.

Usted ha confesado que de niño sintió rechazo por los libros. Sufrió una decepción, a los 10 años de edad, al recibir como regalo dos novelas de Jules Verne. Luego, a los 15 años, le interesó el poeta nicaragüense Rubén Darío, a quien menciona en el poema «A la noche». ¿Cómo llegó a ser un entusiasta lector?
—Fue una cosa repentina. Este gusto por la lectura surge con mis deseos de escribir. Fue una cosa simultánea, y eso me ha ido acompañando a lo largo de la vida.
Estudió en el Colegio Italiano, hoy colegio Antonio Raimondi (1935-1945). Además, su abuelo paterno era italiano. Asimismo, ha expresado interés por la poesía renacentista, con el poema «A Petrarca en el séptimo centenario de su nacimiento», y ha publicado una antología de la poesía italiana del siglo XX. ¿Qué peso ha tenido Italia en su poesía?
—Leo en italiano desde el colegio. Antes y durante la Segunda Guerra Mundial, toda la enseñanza que recibí fue en italiano. Leí a Gabriele D’Annunzio, Silvio Pellico, Edmundo de Amicis. Ahí están las raíces de mi afición por la literatura italiana. A Petrarca lo conocí a través de los poetas españoles del siglo XVI y me ha estimulado en el cultivo de la forma poética. Me he acercado al Cancionero (1470), de Petrarca, para entresacar de ahí algunas composiciones, cuya forma me ha servido para escribir a la manera antigua.
La Generación del 50 tiene representantes destacados en Hispanoamérica, algo reconocido por todos. ¿Qué factores fueron determinantes para tan alta calidad estética?
—Nuestros antecedentes directos, como Vallejo, Moro, Adán y Westphalen, fueron nuestros hermanos mayores que prepararon el camino para el florecimiento de nuestra generación. Curiosamente, esto coincide en el plano hispanoamericano: Álvaro Mutis en Colombia, Enrique Lihn y Pedro Lastra en Chile, Juan Gelman en Argentina. Solo por citar autores de Sudamérica.
En su Antología de la poesía peruana (1973), Alberto Escobar lo califica a usted como «el más parco y retraído de los escritores de su promoción». En cierta ocasión, Julio Ramón Ribeyro dijo que, de todos los miembros de su generación, a usted no le gustaba mucho el licor. ¿Tuvo que ver la preocupación familiar para este rechazo a la bohemia, propia de la juventud?
—Evidentemente, ha sido mi preocupación por la familia. Luego de terminar el colegio, entré a trabajar en la administración pública. He tenido dos carreras: primero, como empleado estatal, y luego, como periodista cultural. Todo ello me ha librado de ser un bohemio. Me he inclinado, más bien, por la disciplina existencial.
Su hermano Alfonso, paralítico de nacimiento, está presente en varios poemas suyos. En «En Bética no bella»: «Anfriso tullido, hermano mío»; en «A mi hermano Alfonso», «no mueves hueso alguno / ni agitas ya la lengua»; en «¡Salve, Spes!», «está en un mismo sitio resignado / como un árbol que no camina nunca». ¿Cómo describe este amor fraterno?
—He tenido el infortunio de tener un hermano inválido de nacimiento. He sido testigo ocular del drama que él vivió resignadamente. Creo que desde muy temprano me golpeó esta realidad familiar. Mi primer estímulo para escribir ha sido el enamoramiento, pero paralelamente la presencia de mi hermano me sensibilizó mucho.
Después de Vallejo, es usted el poeta peruano más «antologado». Sin embargo, algunos consideran su poesía de gran complejidad. En el prefacio de una antología preparada por John Garganigo, en 1988, Mario Vargas Llosa afirma refiriéndose a la obra de usted: «Su poesía es difícil, melodramática, de un narcisismo negro, impregnada de extraño humor, cáustica y cultísima». ¿Cómo toma estos calificativos?
—Es muy halagador. Me siento muy complacido de que Vargas Llosa haya escrito sobre mi obra. Es un antiguo amigo. Me acuerdo que me buscó por el tema de César Moro, sobre quien yo había escrito cuando falleció. Desde ahí se estableció una amistad que ha durado todo el tiempo.
En su primer libro, Poemas (1958), el desamor es una constante. ¿Algún hecho especial lo impulsó a tratar este tema?
—Fue, sin duda, algún infortunio sentimental, algún desengaño que prefiero dejarlo en el recuerdo, en el fondo de la memoria.
El poema «Expansión sonora biliar», de Dentro & fuera (1960), es un experimento fónico con base en palabras sin sentido. ¿Qué le interesó de la escritura automática, del surrealismo?
—Me acuerdo que tuve una etapa experimental, hice textos automáticos, según los preceptos surrealistas. Posteriormente me interesó el letrismo, que es un ismo que surgió en la segunda posguerra encabezado por el poeta rumano Isidoro Isou, de quien leí con interés sus manifiestos. Fue una cosa pasajera. Luego he comprobado, con complacencia, que he coincidido en cierto modo con las jitanjáforas del cubano Mariano Brull; con un verso fónico del libro 5 metros de poemas (1928), de Oquendo de Amat; y con En la masmédula (1953), del argentino Oliverio Girondo. De todos mis poemas de esa época, el único que ha sobrevivido en mis antologías es ese que menciona, como un recuerdo fiel a la vanguardia. En el fondo, me siento siempre un vanguardista. No he abjurado de mi vocación juvenil, aunque posteriormente me ha interesado el Renacimiento.
En «¡Abajo las lonjas!», de ¡Oh, Hada Cibernética! (1961), Premio Nacional de Poesía 1962, su poemario más conocido, dice: «¡Oh, Hada Cibernética!, / cuándo de un soplo asolarás las lonjas, / que cautivo me tienen». ¿Por qué expresa su deseo de que el ser humano se libere del yugo del trabajo? ¿Por qué aspirar al ocio en una sociedad que exige siempre más de uno?
—Creo que ese deseo lo he tenido siempre. Cuando era muchacho trabajaba en dos sitios: en el Senado y, a la vez, en una agencia noticiosa, donde era traductor. Sentí mucha angustia porque lo que quería era escribir y leer. No pretendo la abolición del trabajo material, sino que sea una cosa racional, que le dé tiempo a la persona a cultivarse. Llegué a la idea del Hada Cibernética a través de una noticia en un periódico: en Inglaterra se estaba iniciando la revolución tecnológica y había problemas laborales por la automatización del trabajo. Vi la cibernética como una especie de liberación de la coyunda del trabajo a favor del hombre.
A juzgar por el espíritu que reina en poemas como «Robot sublunar» (1966), el trabajo que tuvo de 1946 a 1968 en la biblioteca de la Cámara de Senadores no fue grato. ¿Fue así?
—Fue grato cuando comencé a trabajar en la biblioteca del Senado, pero luego pasé a otras oficinas. Terminé haciendo copias, trabajo de amanuense. Fue por mi culpa, pues me escapaba a la Biblioteca Nacional para leer la Colección Rivadeneira de la Biblioteca de Autores Españoles. Por ello, lógicamente, en mi carrera administrativa quedé en la zaga.
¿Qué significado tiene el bolo alimenticio, que aparece en varios poemas suyos como «¡Oh alimenticio bolo...!» (1961), «La tortilla» (1966) o «La parca glotona» (2003)?
—Ha sido sin darme cuenta, no de modo consciente. Lo he asumido como un símbolo del mundo físico, de la vida material.
Otra característica es el empleo de estrofas antiguas: la sextina («Sextina de los desiguales», 1970), la villanela («Villanela», 1982), la canción petrarquista («La canción coja», 1982), algo que menciona en su poema «El hablante con baja autoestima» (escrito en 2004). ¿Qué beneficios le trajo este tipo de poesía de elaborada construcción?
—Asumí el cultivo de las composiciones cerradas para regodearme en la forma literaria. Ha sido una necesidad y a la vez un reto. En un comienzo escribía poemas muy breves. No podía alargarlos, amplificarlos. Tenía mucha dificultad. No he sido un escritor de inspiración rápida, espontánea, repentista, como muchos. Eso me causaba fastidio. De ahí empecé a hacer una suerte de adiestramiento estilístico. Descubro la sextina leyendo a Ezra Pound, descubro la villanela leyendo a Theodore Roethke, descubro la balada leyendo a François Villon.
Algunos de sus poemas son de corte erótico. Por ejemplo, «A la noche» (1970): «Abridme vuestras piernas / y pecho y boca y brazos para siempre». También tiene «¿Cuándo, señora mía...?» (escrito en 1982) y «El nudo» (escrito en 1986). ¿Cómo define este filón de su obra? ¿Qué lo motivó a tratar este tema?
—El entusiasmo por la vena amatoria responde a mi propia psiquis, a mi propio espíritu. En este tópico mis maestros han sido Rubén Darío, poeta amatorio y católico, y los poetas surrealistas.
En «¡Salve, Spes!» (2000) hay una actitud más positiva y católica; abandona el tono tanático, «ganado —según el crítico Ricardo González Vigil— por el fracaso y el deterioro». ¿Qué sucedió para cambiar de posición ante estos temas?
—El devenir que he tenido en mi vida, el azar, que me ha llevado a encontrar el amor. Eso me ha estimulado mucho, me ha llevado a escribir, tal vez, este poema. Ahora, ¿cómo descubro la palabra spes? Otra vez Darío, a través de uno de sus poemas. Significa esperanza.
Algunos de sus más recientes poemas, como «Balada de la panacea» (2001) o «¿Alquimia o química?» (2003), están dedicados a la salud, tema motivado por el pintor simbolista Gustav Klimt. ¿Es una manera de aferrarse a la vida? ¿Esto se debe al paso del tiempo?
—Claro, al paso del tiempo. Estos poemas a la farmacopea, a Higia (diosa de la salud)... He nacido en los altos de una farmacia de Chorrillos. Mi madre era farmacéutica, mi padre estaba también ligado a la farmacia. Me he criado en una farmacia posteriormente en el barrio de Santa Beatriz. He estado muy ligado a este mundo y ello, unido a mi carácter de enfermo imaginario... Asumo este mundo farmacéutico como fuente de inspiración.
Usted conoce Egipto, India y países de Europa. En su libro de crónicas El imán (2003) muestra un interés por visitar museos, ruinas, pinacotecas. Se sabe que su padre fue un diplomático que, como aficionado, pintaba los domingos. Además, un poema suyo se titula «Al pintor Giovanni da Montorfano (1440-1510)». ¿Cuáles son sus artistas plásticos predilectos? ¿Por qué?
—Los renacentistas italianos como Andrea Mantegna, Rafael. Entre los modernos, Dalí y Magritte. De Dalí me interesa su acercamiento al Renacimiento y su volcar del inconsciente. Eso es lo que quisiera también yo: cultivar la forma antigua, pero volcando mis experiencias profundas de hombre del siglo XX y ahora del siglo XXI. Del Perú me interesa un pintor furtivo, secreto, oculto que vive en Alemania. Coincido con él, también, porque visita los clásicos antiguos, asume como punto de partida en sus cuadros los clásicos occidentales. Se llama Jorge Valdivia Carrasco, quien ha ilustrado las portadas de algunos de mis libros y de quien he escrito un texto muy breve, de unas diez líneas, hace muchos años y finalmente he saldado una deuda con él. He escrito un poema que me ha salido bien, me parece: «Jorge Valdivia Carrasco tutea a sus pares».
Experimentación y devoción por la tradición. Términos castizos y peruanismos. El crítico Julio Ortega señala que su poesía tiene de pura y social. En fin. Sus poemas más leídos son «Poema (Nuestro amor)», «Los bofes» y «Sextina de los desiguales». ¿Es lo más representativo?
—Hace algunas semanas estuve en la cátedra de la profesora uruguaya Martha Canfield, en la Universidad de Florencia. Sobre una mesa estaban mis poemas, tanto en castellano como traducidos al italiano. Iba a leer una villanela, pero Martha lo apartó y puso el poema «Los bofes», que nunca leo en público. En realidad, me guío por estas situaciones, por algún lector que dice que le ha gustado tal poema. Las lecturas públicas son, para mí, muy difíciles, pues debo escoger poemas. Tengo conciencia de que lo que escribo es muy difícil de entender para un lector, más aun para un oyente. Tengo que tratar de escoger lo más asequible al oyente, poemas de 15 a 20 versos. Antes elegía «La tortilla», pero lo dejé de lado desde que una vez lo tomaron a la chacota, por el humor. Selecciono poemas de amor como «El nudo» y «No salir jamás», también aquellos de tema familiar, que tiene antecedentes entre nosotros en Vallejo y Valdelomar.
Por último, usted confiesa que su poesía es eminentemente autobiográfica. Menciona a sus padres en «Sextina del mea culpa» (1966), a sus hijas en «La cara de mis hijas» (1979), a su abuelo en «Al arqueólogo Carlos Belli» (2001). ¿Por qué a un lector le puede interesar la vida de un poeta? ¿Qué hace trascender una obra?
—La vida de uno no es única, en el planeta todos somos hermanos. En realidad, hay un parentesco entre los seres humanos. La grey universal es, al final de cuentas, una familia. Nos guía el amor, el miedo a la muerte. Tenemos los mismos sentimientos. Si uno logra despertar ese acercamiento en el lector, enhorabuena.




* Publicado como «Medio siglo de poesía», en el suplemento «Semana», del diario La Primera, Lima, 20 de julio de 2008, páginas 4-6.

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