Uno
Casa
de malecón Sousa 108, departamento 602, Barranco, julio de 1992. Con Jorge
Coaguila. Foto: Miguel Carrillo.
¿Por qué se
muestra reacio con los periodistas, señor Ribeyro?
—En
realidad, por dos motivos: el primero es que la mayoría de periodistas que
vienen a entrevistarme no saben nada de literatura. El segundo, porque creo que
ya lo dije todo, porque siempre vienen con las mismas preguntas. Estoy cansado
de responder a lo mismo: ¿y cómo escribe usted?, ¿por qué escribe usted?...
Pero son
muchos los jóvenes que no tienen la oportunidad de leer las entrevistas que le
hicieron hace muchos años.
—Es cierto. Lo
mejor sería que se publicaran en un libro; porque tengo tantas entrevistas,
algunas en revistas o publicaciones que ya desaparecieron. Una vez una sobrina
me enseñó pilas de recortes...
¿Este libro
que menciona por qué no lo publica con un solo periodista que le pregunte de
todo?
—Pero para
qué, si hay entrevistas, si lo dicho está ahí.
Pero, a
veces, usted cambia de ideas.
—Ah, bueno,
eso es un riesgo.
Por
ejemplo, usted un tiempo quería escribir una novela innovadora. Confesaba que
pretendía «escribir una novela de vanguardia, con carácter experimental,
destinada a fraguarme un nuevo lenguaje y una nueva forma de expresión». Tenía
ese deseo.
—Ah, claro,
esa es una entrevista que me hicieron en 1960 para La Gaceta de Lima.
Vea usted la cantidad de años que han pasado, 1960, estamos en 1991, treinta y
un años.
Deben ser
miles las entrevistas que ha concedido.
—No, miles ni
hablar. Serán cien —digamos— o, quizá, un poco más.
Entonces
miles las rechazadas.
—Sí. (Risas).
Además de
ello, usted evade la publicidad.
—Porque no me
gusta promocionar un libro por todo el mundo luego de publicarlo. En ese
sentido, no me siento tan presionado por mis editores como lo están Alfredo
Bryce y Mario Vargas Llosa.
¿Se
considera usted un solitario, un lobo estepario, entonces?
—No, si no, no
tendría esposa ni hijo. Aunque, claro, no tengo tantos amigos como Alfredo
Bryce, por ejemplo. No se imagina la cantidad de amigos que tiene por todas
partes, amigos que lo adoran.
¿No le
resulta paradójico que usted, el menos publicitado, tenga la mayor preferencia
del público lector?
—Pues no sé.
Tal vez se deba a que las personas que me leen encuentran muy suya esa
atmósfera de frustración, de desadaptación, de marginalidad que caracteriza a
mis relatos. Acaso porque los lectores sufran los mismos chascos y
humillaciones, acaso porque en mis cuentos no haya vencedores.
Sin
embargo, en sus narraciones últimas usted ha cambiado de temas. ¿No cree que
esto haya causado el decaimiento de sus últimos cuentos?
—No creo. La
temática ha cambiado, claro, porque los otros temas los había tratado. Los
argumentos que trabajo actualmente ya no son esos asuntos candentes, de enorme
gravedad, sino más reflexivos. Por otra parte, no creo que estos últimos
cuentos estén mal escritos, por el contrario.
Con respecto
a su técnica, ¿no cree que le faltó Faulkner para tener mayores perspectivas?
—La verdad, no
he leído a William Faulkner o, más bien, lo poco que he leído de él me resultó
sumamente pesado. Y no me avergüenzo de decir esto. Lo peor, en este caso,
sería mentir y decir que lo he leído.
Faulkner,
en su momento, fue un autor que debían leer los jóvenes escritores. ¿Cuál o
cuáles cree que deben leerse ahora?
—No sé. No leo
los libros de moda.
Hace algún
momento se refirió a la frustración. ¿No se considera usted una persona
frustrada?
—No, porque he
realizado lo que he querido. Yo he querido viajar a Europa, publicar libros,
casarme con la mujer que quiero, tener un hijo,
tener una casa en Barranco y otra en Europa, y lo he conseguido. No, no me
siento frustrado. Aunque no puse en estas cosas el empeño que otros ponen.
¿Cuál es su
mayor orgullo, entonces?
—(Breve
silencio). Ser reconocido por algunas personas cuando camino, por una
parejita de enamorados y que diga: «Mira, ese es Ribeyro». Por el mozo del hotel
Bolívar, por un chofer de taxis. (Nueva pausa). Siento cierta
satisfacción.
Aunque, lo
leí por ahí, usted desearía pasar desapercibido. ¿No hay algo contradictorio en
lo que dice?
—Bueno, me
gusta pasar desapercibido, pero me halaga ser reconocido. ¿Cómo se puede
entender esto? Yo preferiría, en todo caso, pasar desapercibido.
¿A usted,
cuando era joven, no le agradaba o trataba de conocer a los escritores que
tenía a su alcance, como Ciro Alegría, José María Arguedas...?
—No, nunca.
Sin
embargo, más tarde, conoció a Borges.
—¿Cómo sabe?
Lo leí en
una revista de los años sesenta. Había allí una entrevista a Borges, que había
ido a Alemania, adonde fue usted también.
—Sí, fue en el
año 1964. Fui invitado, como muchos otros escritores, al Congreso por la
Libertad de la Cultura. Ahí también se encontraban Miguel Ángel Asturias, João
Guimarães Rosa, Eduardo Mallea, Günter Grass, Ciro Alegría y Roa Bastos. (Toca
su rostro con la palma derecha). Recuerdo que había dos bandos: uno con
Borges y el otro con Asturias. Mientras Asturias se ponía a hablar de
literatura comprometida, Borges, en cambio, hablaba de la estética, y no le
hacía caso. Asturias era un demagogo. Todo esto es muy gracioso, ¿no?
¿Y usted a
qué bando iba?
—Un rato
estaba en una mesa y otro rato en la otra. Recuerdo también que por esa fecha
llegó un cable que decía que la novela de Vargas Llosa La ciudad y los
perros había sido quemada en el patio del Colegio Militar. Enterados, Roa
Bastos y yo redactamos una protesta por ello y firmamos todos los escritores
presentes. Es el único documento en que aparecen juntas las firmas de Borges y
Asturias. Pero este documento no se hizo público porque Mario dijo que no había
necesidad.
Usted
también ha firmado otros documentos, incluso políticos. Leí uno en que aparece
su firma con las de Sartre, Simone de Beauvoir, Vargas Llosa y otros contra el
apresamiento de Hugo Blanco.
—Puede ser; he
firmado tantas cosas que ni sé lo que he firmado. A veces, cuando todo estaba
ya redactado y venían a mí a que firmara, yo no podía hacer nada porque mi
nombre estaba en la lista, entonces aceptaba no más por amistad. (Sonríe).
En todo
caso, a usted siempre se le vincula con la izquierda.
—No soy
izquierdista, aunque he tenido actitudes y acciones izquierdistas. Por ejemplo,
apoyé a la guerrilla del 64, de Javier Heraud, o a la guerrilla del 65, de
Guillermo Lobatón, Paul Escobar y otros. Me acuerdo que en París, Guillermo
Lobatón dijo que había llegado el momento de la decisión: que quiénes iban a la
lucha. Todos levantaron la mano, menos yo. (Sonríe nuevamente). Pero qué
iba a hacer; yo no tengo espíritu de soldado. No obstante, Guillermo Lobatón,
que además fue mi compañero en la universidad, me dijo: «No te critico; podrás
servir aquí». Eran más o menos treinta los que levantaron la mano, pero era por
pura figuración, ya que al final solo fueron cinco; los cinco que murieron. Los
otros levantaron la mano solo para hacerse los machos.
¿Y qué hizo
en Mayo del 68?
—Bueno, en ese
entonces estaba trabajando en la France-Presse, y tenía que ir al trabajo en
medio de una huelga general. No había metro ni autobuses ni taxis, por lo que
tuve que ir a pie hasta la oficina, pese a la huelga. En el camino todo era un
caos, agitaciones y marchas estudiantiles por todas partes, la Policía que me
detenía a cada rato para que le mostrara mis documentos. Fue terrible.
Cierto
sector, también, lo vinculó al aprismo cuando recibió la Orden del Sol.
—Y eso qué,
¿soy aprista?
No, le digo
que las críticas fueron duras.
—Ah, sí,
alguien dijo por ahí que arrojara la medalla.
Dígame,
señor Ribeyro, ¿por qué usted que tenía tantos amigos en la Universidad de San
Marcos, no estudió allí?
—Porque en la
Católica el ambiente era más tranquilo, sin huelgas, con poca política. Si yo
frecuentaba la Casona era para hacer amigos y conversar luego con ellos en los
bares. De ese grupo éramos Wáshington Delgado, Eleodoro Vargas Vicuña, Alberto
Escobar, Carlos Eduardo Zavaleta, Alejandro Romualdo, Pablo Guevara, Francisco
Bendezú, Pablo Macera y Carlos Germán Belli, a quien no le gustaba mucho el
trago. En cambio, la Universidad Católica era muy seria para mí.
¿Estudió en
la Católica pese a que tiene un antepasado suyo como rector de la Universidad
de San Marcos?
—Tengo dos, mi
bisabuelo y mi tatarabuelo. Sí, pese a eso, pero creo que lo poco que he
aprendido ha sido en Europa.
¿Desencantado
con la patria? ¿Por qué continúa viviendo en París?
—Porque allá
viven mi esposa, mi hijo, que es de nacionalidad francesa; porque allá vengo
viviendo desde hace treinta años.
¿Ya
encontró la playa en el Perú para vivir algún tiempo en ella?
—No, todavía
la sigo buscando. (Sonríe).
Por otro
lado, usted plasmó la gente de una generación. Hoy es otra cosa, tal vez la
gente de esta generación requiera su voz.
—Esta Lima me
demandaría mucho tiempo. ¿Sabe?, tendría que vivir aquí nuevamente. A esta Lima
la conozco de manera superficial, de modo que esto no sería posible; además
tengo ahora otros temas.
Como
miembro del jurado del concurso de cuento Juan Rulfo, ¿cuál es el balance de la
actual narrativa hispanoamericana?
—Bueno, le
diré que hay muy buenos cuentos, excelentes cuentos a la altura de cualquier
escritor consagrado. Pero hay un hecho curioso: el 50 por ciento —de los dos
mil o tres mil trabajos que se presentan— es de escritores argentinos, a
quienes les siguen los mexicanos y los colombianos. Aunque en una oportunidad
ganó el peruano Rodolfo Hinostroza, quien precisamente no es narrador sino, más
bien, poeta.
¿Cómo es el
caso del concurso El Cuento de las Mil Palabras?
—Bueno, el año
anterior estuve como miembro del jurado y le puedo decir que el concurso no
tuvo tanto nivel como en los anteriores. Lo mismo aceptaron los demás miembros
del jurado.
Finalmente,
señor Ribeyro, ¿cuándo aparece el tan esperado cuarto volumen de La palabra
del mudo?
—No lo sé.
También Carlos Milla, mi editor, me lo está exigiendo. Lo que pasa es que yo
quiero que se imprima con la misma calidad de papel, formato y carátula con que
se imprimieron los otros tomos, lo que actualmente es difícil. Así es que
estamos en tratos. Espero que salga pronto, porque ya tengo el material casi
listo.
1991
Dos
Tarma, hacia 1933. Con su hermana Mercedes, su prima Isabel Iglesias y su madre. En esa ciudad andina su familia materna tenía una hacienda. En Tarma, asimismo, se ambientan los cuentos «Vaquita echada» y «Silvio en El Rosedal».
Colegio Champagnat, Miraflores, hacia 1944. Julio Ramón se encuentra en medio de los de cuclillas. Jugaba de centro delantero. Era hincha de Universitario de Deportes y de Lolo Fernández («Atiguibas»). Su hermano, Juan Antonio, se encuentra a su izquierda.
Jardín de la casa de Comandante Espinar 201, Miraflores, hacia 1947. Julio Ramón, su madre, Juan Antonio, Mercedes y Josefina. Todos los hermanos Ribeyro Zúñiga juntos. El padre había fallecido en 1945 («Página de un diario»).
Lima, hacia 1950. Juan Antonio (segundo), Alberto Escobar (cuarto) y Julio Ramón (quinto), cuando este era estudiante de la Universidad Católica (1945-1952). En Múnich, Alemania, en 1956, Escobar le dijo que tenía más aptitudes para la crítica que para la creación. Como respuesta, escribió Crónica de San Gabriel (1960). Escobar es el modelo del personaje Manolo, de la novela Los geniecillos dominicales (1965).
Sobre Dichos
de Luder no hay declaraciones suyas. Además que es una obra muy poco
difundida, ¿verdad?
—Bueno, puedo
decirle por qué. Es que la mitad de la edición fue enviada a París como pago
por los derechos de autor. Está allá todavía, la tengo guardada en un ropero. (Sonríe).
Quinientos
ejemplares, ¿no?
—Sí, más o
menos. No sé si fueron quinientos o mil los ejemplares que se editaron. Solo sé
que me enviaron la mitad de los libros publicados.
¿Cree usted
que este libro es una evolución de Prosas apátridas o una disgregación
de este libro?
—No, no tiene
nada que ver con Prosas apátridas.
Pero ambos
tienen el tono pesimista, filosófico.
—Sí, puede
ser. Pero, obviamente, en Prosas apátridas los textos son un poco más
desarrollados, un poco más largos y, además, son mis propias reflexiones,
directamente mías. Los textos de Dichos de Luder, en cambio, son
réplicas, respuestas, afirmaciones, «dichos» por eso. Lo que pasa es que no he
encontrado la fórmula que corresponde a lo que en francés se llama propos
a esto o les propos. Hay una cantidad de libros de este tipo en Europa.
Por ejemplo: Les propos de Valéry, Les propos de Sartre, que son
cosas muy breves que sus autores han dicho.
¿Aforismos?
—No solo
aforismos. Pueden ser también chistes, observaciones originales, ocurrencias o
paradojas. En el caso de Dichos de Luder hay cosas que yo he dicho y
cosas que yo he escuchado a otros escritores, como Julio Cortázar o Pablo
Neruda.
Por otro
lado, con el relato «Silvio en El Rosedal» (1977) ¿no cree usted que inicia
otra etapa narrativa? Es decir, una etapa más reflexiva, más personal tal vez,
en que deja usted los temas candentes de la primera época.
—Bueno, en el
fondo los temas son de menos actualidad, es cierto, y más personales, más
íntimos. No son como de los primeros cuentos. Digamos que los primeros relatos,
en su mayoría, si exceptuamos todos los primeros escritos en primera persona,
son cuentos de temas en que hablo de otros personajes; de mí mismo no hablo...
Esta misma
tonalidad...
—Usted dirá
que «Silvio en El Rosedal» está escrito en tercera persona, pero Silvio es, más
o menos, una representación, un delegado mío. Yo soy una especie de Silvio en
el fondo.
¿Esto mismo
continuará en La palabra del mudo, tomo cuatro?
—No, el tomo
cuatro va a tener, va a constar de varias partes. (Breve silencio). Hay
una serie de relatos, como «Ausente por tiempo indefinido», en que el personaje
es un escritor. Y también hay una serie de relatos sobre el barrio miraflorino
de Santa Cruz, un barrio en el que he vivido en mi infancia y juventud. Estos
últimos cuentos son de varias vertientes, de varios estilos y hasta de varias
épocas. Ya resulta un poco abusivo el título general de mis cuentos, La
palabra del mudo, porque ya son otras cosas. Pero como para mantener este
título en buena cuenta está bien. Porque originalmente —como lo digo en el
prólogo del primer tomo— La palabra del mudo es la palabra de la gente
que no tiene la posibilidad de expresarse. Mientras que ahora es mi voz, es la
mía, se ha convertido en eso. La palabra del mudo, cuarto tomo, soy yo.
El mudo que estaba callado y que, de pronto, habla y aparece con nuevos campos.
Actualmente,
¿se está dedicando a escribir o a corregir?
—Paralelamente,
estoy escribiendo y corrigiendo. En especial, sobre los años cuarenta en el
barrio de Santa Cruz, sobre el Miraflores de esa década.
Con
respecto a tener temas más íntimos, los críticos dicen que esto corresponde a
la crisis del escritor, que ya no tiene otras perspectivas, que ya no tiene
otras posibilidades de hablar.
—Es posible,
yo no lo pongo en duda. Pero yo he creído siempre que el escritor
verdaderamente genial es el que escribe no importa qué, olvidándose de sus
propias experiencias, de su propia vida. Qué le puedo decir: sobre las
Cruzadas, sobre Platón, de algo que pasó en Afganistán o en Japón. Ese es el
escritor verdaderamente épico, que inventa, que saca todo de la nada. Mientras
que el tipo que está sacando cosas del interior, de su propia vida, de su
propia experiencia, es un escritor lírico, menor, ¿no?, de menor peso, de menor
envergadura, pero al...
¿Pero...?
—Pero al mismo
tiempo —como todo tiene su contraparte, como todo argumento tiene su
contraargumento— hay grandes escritores que han tratado íntegramente sobre su
propia vida, que es el caso de Proust. En efecto, Proust no ha hecho sino
escribir sobre él mismo, desde la primera hasta la última línea.
¿A qué
libros se refería cuando decía haberse arrepentido de haberlos leído en su
juventud? ¿A los bodoques de La comedia humana?
—No, a los de La
comedia humana no, nunca. Me he arrepentido de haber leído a...
¿A Thomas
Mann?
—No, a Thomas
Mann no. Creo que hablaba de Goethe, de las Novelas de aprendizaje, que
son realmente aburridísimas.
Refiriéndonos
a su escepticismo, ¿cuándo se inició esto en usted? ¿Cuándo tomó conciencia de
ello?
—La verdad, yo
creo que a fuerza de preguntársemelo y decírsemelo yo he terminado por creerlo.
(Risas). Bueno, escéptica es la persona que duda y que considera que es
muy difícil llegar al conocimiento de la verdad. Si lo consideramos así, tal
vez yo sea un escéptico. Aunque hay personas mucho más rigurosas que —digamos—
no creen en nada. En ese sentido, no soy así, porque yo creo en algunas cosas.
Pero duda
siempre.
—Sí, sí. La
duda siempre...
¿Como don?
—No, como
método. Un poco a la manera de Descartes.
Muy
racionalista, ¿no es cierto?
—Sí.
¿Y quién es
Ribeyro para usted?
—¿Ribeyro?
Vaya qué difícil, qué pregunta. Esta es una buena pregunta. Para esto tendría
yo que acabar un libro, precisamente mi autobiografía, que la vengo escribiendo
desde hace algún tiempo. Tal vez sepa la respuesta al final, cuando termine el
libro.
¿No le
parece que su silencio lo hace famoso?
—No, pero ha
contribuido a ello.
¿No crea
usted un aura mítica?
—Es posible.
Por eso no me conviene, si quiero mantener esa aura mítica, conceder
entrevistas demasiado largas.
En esos
momentos llega la fotógrafa, seguida de dos compañeras del diario. Julio Ramón
dice: «Adelante, pasen», y luego me pregunta: «¿Quiénes son?». Le explico que
una de ellas es fotógrafa y las otras dos, admiradoras suyas. Julio Ramón se
inquieta, sonríe y dice: «Lamentablemente yo tengo que hacer dentro de un
ratito». Lilly Saldaña, la fotógrafa, me pide que abra las cortinas para
algunas tomas de contraluz y, mientras voy tirando del cordón, le digo a Julio
Ramón: «¿En qué estábamos?». Mientras Lilly sigue disparando, Julio Ramón dice:
«Ah, estaba diciéndole que estoy..., que me están privando de mi marginalidad y
que están maltratando mi aura de hombre solitario, de hombre que no concede
entrevistas. Puede ser, ¿ah? Es la última vez...».
—¿Es la única entrevista que ha concedido
en estas semanas?
—La única en
todo el año —siento que la entrevista está a punto de quebrarse.
—¿No se siente un poco privado —le pregunta
mi amigo Luis Bullón, que hasta el momento no había intervenido— de cosas que
quiere hacer, como portarse como un mortal corriente?
—Yo me
comporto como un mortal corriente cuando estoy de incógnito —responde Julio
Ramón sonriendo.
—¿En París —vuelve a intervenir Luis
Bullón— se siente más cómodo?
—Ah, en París,
claro, nadie me conoce —replica Julio Ramón.
—Pese a que Alfredo Bryce —le digo— se fue
de París a Barcelona porque lo molestaban mucho.
—Sí —dice
Julio Ramón—, pero igualmente lo van a molestar allá en Barcelona. Incluso ya
dejó Barcelona; ahora está en Madrid.
—¿La emigración a París —le digo— no le
parece que es un signo del fracaso cultural de América Latina?
—No, no creo
—dice Julio Ramón, mientras gasta unas bromas con la fotógrafa—. Hay muchos
escritores y quizá los mejores escritores peruanos nunca han salido de Lima o
del país. En todo caso, han viajado poco a Europa. Puedo citar el caso de
Martín Adán, quien es, después de Vallejo, el más grande poeta peruano. Creo
que viajó solo una vez a Arequipa y Cuzco, además ya de viejo. Pero casi no se
movió de Barranco o del Larco Herrera. El caso de José María Arguedas es otro. Arguedas
es un escritor que ha hecho su obra en el Perú, a pesar de haber vivido en
España algunos meses gracias a una beca y a pesar de haber realizado
conferencias en Francia, Alemania y otros países. Aunque tuvo influencias bien
marcadas del ambiente cultural de otros países, Arguedas ha hecho toda su obra
en el Perú.
—Por otro lado, ¿le molestaría a usted que
lo consideraran filósofo?
—No —dice
Julio Ramón.
—¿Se cree filósofo?
—Yo creo que
sí. Si me define usted al filósofo como a un hombre que busca la razón de las
cosas y, lógicamente, como amante de la Sabiduría, yo creo que sí, sí me
gustaría...
—¿Un Platón peruano?
—Un Platón
sería un orgullo, una gloria para mí.
—En narrativa peruana, haciendo
comparaciones, tal vez usted sea un Hemingway y Vargas Llosa un Faulkner.
—¿Un
Hemingway?
—Por lo claro y sencillo.
—¿Es un juicio
de valores?
—No. Lo que quiero decir es que usted es el
polo opuesto —digámoslo así— de Vargas Llosa en la técnica narrativa, como lo
fue Hemingway de Faulkner.
—No crea usted.
En Hemingway hay una técnica, una gran técnica que no se nota mucho, que no se
percibe demasiado. Pero yo no conozco mucho a Hemingway, no lo conozco muy
bien. He leído cuentos de él, algunas de sus novelas, no todas; pero quien lo
conoce bien es Alfredo Bryce, que es un fanático de Hemingway. Alfredo dice
que hay una técnica en la obra de Hemingway de la cual ha aprendido muchísimo. (Breve
silencio). Hemingway es un poco un narrador que describe comportamientos,
ya que sus personajes están siempre en acción. Hemingway no se pone a explicar
lo que piensa un personaje, nunca, sino los hace actuar. Hemingway tiene
cuentos geniales, como es el caso de «Los asesinos». Por ejemplo, ahí hay gente
que está hablando, haciendo cosas y no pensando. El lector se entera de los
personajes por medio de sus actos y no por descripciones. Yo no sé si en
Alfredo Bryce se nota esto. Tendría que releer los libros de Alfredo Bryce para
ver si hay una presencia de Hemingway, si relata estados del alma o simplemente
acciones.
—¿Cambiar de temas no cree que le traerá
menor aceptación entre los lectores porque ya no trata generalmente sus
problemas?
—No, no, no. A
mí muchas veces me han dicho, amigos y críticos, que por qué no sigo
escribiendo cuentos como en la primera época, que es lo que le gusta al lector.
A mí no me importa, qué voy a hacer, yo no voy a escribir para darle gusto al
lector.
—¿Y los críticos le interesan?
—Me interesan
poco. ¿Cómo le puedo decir? Leo libros de crítica, pero sobre los autores que
me interesan. He leído una cantidad considerable de libros sobre las obras de
Flaubert, Stendhal o Kafka. Esos libros sí me interesan un poco, pero que
escriban sobre mí, no.
—¿Qué diferencia encuentra entre los
críticos peruanos y los franceses o europeos?
—Yo creo que los
críticos peruanos siguen con cierto retraso las tendencias de la crítica
europea o extranjera. Lo que está de moda, quiero decir. No citaré nombres,
pero hay quienes siguen todavía con el método de Roland Barthes, Georg Luckács,
Lucien Goldmann...
—¿De Sartre?
—De Sartre
también.
—¿Sartre influenció mucho en usted?
—No.
—¿No? ¿Ni en lo social?
—No.
—¿Ni en lo comprometido?
—No.
—¿Anatole France? —intervino mi amigo Luis
Bullón.
—Anatole
France probablemente más que Sartre. Anatole France es un escritor que nadie
lee ahora; está sumamente olvidado. Pero, curiosamente, hay una especie de
renacimiento de Anatole France ahora en Francia. Quiero decir que están
reeditándose sus libros en colecciones de bolsillo, porque en una época ya no
se editaban más. Había que buscarlos en las librerías de viejo. Ahora —como
repito— ya están saliendo hasta en libros de bolsillo. La gente lo lee con
interés porque es un gran escritor, un gran prosista, un hombre como Sartre —si
quiere usted— del siglo XIX: muy comprometido con lo social, como lo hizo con
el caso Dreyfus.
—Como lo fue Proust.
—Pero Proust
estuvo defendiendo a Dreyfus porque era judío como él, es decir, por razón de
consanguinidad.
Lilly Saldaña
sigue disparando y Julio Ramón se pone de pie para algunas tomas.
—Una de las causas del éxito —dice mi amigo
Luis Bullón— que tienen sus cuentos se debe a que usted es muy asequible a todo
tipo de público, no solo a uno elitista sino a un público no muy iniciado en
literatura. Cualquier lector entiende muy bien y se divierte con sus cuentos.
—Ah, ya, eso
sí. Asequibles son mis cuentos, no yo. No, la verdad, yo también lo soy.
—Tiene un sentido del humor —vuelve a
intervenir Bullón—, de la ironía, del absurdo muy especial. Creo que es un don,
no se puede aprender eso. Parece que usted tiene eso.
—Sí, en todo
caso —dice Julio Ramón— hay un aspecto de mis cuentos, de mis libros, que es
muy poco percibido por los críticos y justamente es el humor. Toda la gente me
considera un escritor muy sombrío, muy escéptico, muy trágico; es decir,
pesimista, cuando hay —yo creo— cosas muy divertidas. Yo me divierto mucho
cuando escribo.
Todos sabíamos
que eran los últimos instantes, de manera que le pedimos una última molestia:
que, por favor, nos dedicara, a Luis Bullón y a mí, Prosas apátridas;
cada uno de los dos había traído un ejemplar. Julio Ramón cogió un bolígrafo y:
—Debe parecerle —comentó Luis Bullón— muy
superfluo este tipo de ceremonias. ¿De repente usted lo hizo de joven?
—Ah, sí, sí.
Yo tengo dedicatorias importantísimas.
—¿Como cuáles?
—Tengo libros
dedicados por John Steinbeck, Samuel Beckett, Gabriel García Márquez, Julio
Cortázar.
—¿Y de los peruanos? —dije.
—De los
peruanos, todos.
—¿Fue una broma eso de que el libro
autografiado por Ciro Alegría lo cambió por cigarrillos? —dijo Luis Bullón.
—Ah, sí, eso
lo cuento en «Solo para fumadores» (1987). Fue una exageración mía. (Sonríe).
—Estaba muy gracioso —dijo Bullón—. Le tuvo
que aumentar el teatro de Antón Chéjov. (Julio Ramón está dedicándonos sus
libros). ¿Últimamente tiene interés personal por algún escritor? —agregó
Bullón—. Milan Kundera, de repente; ¿ha leído algo de él?
—Sí.
—¿Qué le parece? —dijo Bullón.
—Es bueno, eh.
Aunque un poquito manierista.
—Sobre la muerte de Graham Greene, ¿qué
puede usted decir? —le pregunté.
—Nada. (Pausa).
La otra vez me preguntó por teléfono, hasta París, un grupo de periodistas:
«Oiga, ¿qué opina usted sobre el Premio Nobel concedido a Octavio Paz?». (Gestos
con las manos). No pienso nada, dije. (Risas). ¿Para qué? ¿Qué
quieren que diga? «¿Ah, qué suerte, es un alto honor para América Latina?».
Tonterías.
—¿Guarda aunque sea —dijo Bullón— una
pequeña esperanza de que a usted lo reconozcan con ese premio?
—No, está muy
difícil.
—¿Alguna vez —volvió a preguntar Bullón— lo
pensó como posibilidad, aunque sea muy remota?
—No, con
recibir el Premio Nacional de Literatura es suficiente.
—¿Y el Asturias? ¿Y el Cervantes? —le dije.
—No, no creo. (Breve
silencio). Bueno, muchachos, creo que eso es todo.
Julio Ramón
Ribeyro había hecho hablar al mudo. Era el momento de despedirnos. Le
agradecimos sus atenciones. Sentí una fuerte emoción, inolvidable, cuando
estreché su mano y cuando lo vimos cerrando amable, cortésmente la puerta de su
departamento. Más tarde, cuando viajábamos en el automóvil del diario, con el
corazón grande y alegre, abrí las Prosas apátridas y leí: «A Jorge
Coaguila, que me atormentó durante horas con preguntas para una publicación en El
Peruano, muy cordialmente, Julio Ramón».
1991
Tres
Puerta del Museo del Prado, Madrid, inicios de la década de 1950. Con el poeta Leopoldo Chariarse, con quien fue a entrevistar al español Vicente Aleixandre en 1953 y para quien escribió el prólogo de
La cena en el jardín (1975).
En un chifa de Lima, 1960. De izquierda a derecha: el poeta Francisco Bendezú (segundo), el cuentista Carlos Eduardo Zavaleta (cuarto), Julio Ramón (quinto) y el novelista Francisco Carrillo (sexto). Aquí aparecen dos geniecillos: Carlos (Zavaleta) y Cucho (Bendezú).
París, 1963. Trabajando como traductor de noticias en la agencia France-Presse (AFP), donde laboró de 1961 a 1971. Algunas de sus Prosas apátridas (1975, 1978, 1986) se ambientan en este lugar. Además, es mencionado en «Las cosas andan mal, Carmelo Rosa» y «Solo para fumadores».
Europa, mediados de la década de 1960. Con Alida Cordero, su futura esposa. A ella le dedicó el cuento «El chaco», escrito en París, en 1961.
«Julio es
del pueblo», gritaba la multitud que no logró ingresar al auditorio de la
Municipalidad de Miraflores cuando se presentaba el cuarto volumen de La
palabra del mudo. ¿Qué imagen de escritor tenía cuando era joven? ¿Alguna
vez esperó este contacto con el público lector?
—Cuando era
joven no pensaba en ser un escritor que tuviera cierta popularidad como parece
que ahora la tengo, a juzgar por esa manifestación que hubo ante la
Municipalidad de Miraflores. Pensaba, si quiere usted, en una especie de fama
pero puramente literaria, como la que tienen los escritores desaparecidos. No
imaginaba ese contacto tan fervoroso con el público lector, como fue la
experiencia que se desarrolló en la Municipalidad de Miraflores con la
presentación de La palabra del mudo, cuarto tomo.
En la
introducción de este cuarto volumen dice usted: «El mudo, además de los
personajes marginales de mis cuentos, soy yo mismo. Y eso quizá porque, desde
otra perspectiva, yo sea también un marginal». ¿Desde qué perspectiva se
considera usted un marginal?
—Bueno, en
cierta forma porque no me considero que estoy muy integrado dentro de la
sociedad, dentro de la realidad en la que vivo. Siempre me ha gustado estar un
poco al lado, un poco más como observador que como participante. He tenido, por
ejemplo, muy poca actividad en el campo de la política. Es decir, no he tomado
nunca ningún partido en forma radical ante las causas que se han venido
desarrollando en mi época. En cierta
forma soy bastante individualista, en el sentido de que no pertenezco, no he
formado parte de ninguna asociación, grupo, hermandad, secta, cofradía,
sindicato. Estoy completamente al margen de todo tipo de organizaciones. En ese
sentido, puedo considerarme como un marginal. Es una marginación que depende de
mí. Yo mismo he escogido esta posición de marginal.
En relación
con Relatos santacrucinos, el primer conjunto de cuentos de este cuarto
tomo,
ahí usted tiene el deseo de proporcionarle un libro orgánico a Miraflores. En
consecuencia, ¿dejó atrás su proyecto de darle a Lima una novela, como escribió
en un artículo de 1953?
—Lo cierto es
que Lima es actualmente una realidad extremadamente vasta, que comprende
cantidades de Limas que están superpuestas unas a otras. Superpuestas
en el tiempo y además contiguas en el espacio. Hay una Lima histórica, una Lima
prehispánica, una Lima republicana, como la Lima del periodo leguiista o como
la Lima que empieza desde la década de 1950 a convertirse en una megalópolis.
En consecuencia, para mí era ya más complicado y definitivamente imposible, dar
en una obra novelesca una visión de la Lima total, desde el punto de vista
temporal y espacial. Entonces, para mí era más fácil circunscribir en mis
relatos urbanos Miraflores, una parte de Lima, porque es un lugar que he
conocido perfectamente y en el cual he vivido durante toda mi infancia y mi
adolescencia, como parte de mi juventud. Era, para mí, por lo tanto, más viable
narrar lo que ocurría en ese espacio reducido, en el Miraflores de entonces, de
esa época.
Tanto Mario
Vargas Llosa como Alfredo Bryce, en sus cuentos y en algunas de sus novelas,
también reflejan este mismo ambiente. ¿Cómo ha percibido usted a Miraflores de
acuerdo con estos escritores?
—Sí, yo he
leído algunos relatos de Mario Vargas Llosa que transcurren en Miraflores, sus
primeros relatos, sus relatos juveniles... De Alfredo Bryce también recuerdo
algunos que pasan en Miraflores, pero Alfredo Bryce no era miraflorino, o sea,
si él ha utilizado a Miraflores es como a un barrio extranjero, si se quiere.
En el caso de Mario Vargas Llosa, él sí vivió durante buena temporada en
Miraflores, en el barrio de la calle Schell, por esa zona. Obviamente, cada
cual pinta el Miraflores de acuerdo con la época en que vivió, con las
relaciones que tuvo con sus familiares y amigos, con distintos periodos de la
evolución de Miraflores. El Miraflores que yo pinto es el Miraflores que
todavía era, si se quiere, un pequeño distrito donde toda la gente se conocía.
Como lo digo en uno de los cuentos: uno sabía
quién era quién en Miraflores. Si alguien veía a una persona por la calle,
sabía que era hermano de tal, que estaba en tal colegio, que tenía tantas
hermanas. De modo que era como una especie de familia, una familia grande, si
se quiere, pero en la cual todo el mundo se conocía y sentía, por ese motivo,
una cierta solidaridad entre ellos. Ahora ya no ocurre esto. Miraflores es una
ciudad grande en la cual la gente de un barrio no se conoce con la del otro, se
ignoran; en la cual no existe ya la vida de barrio realmente como existía antes. Las relaciones
se han vuelto más impersonales y, por otra parte, Miraflores también es teatro
ahora de visitantes masivos de otros barrios que vienen, por ejemplo, al parque
Salazar. Antes no ocurría esto. Los miraflorinos vivían en Miraflores entre
miraflorinos. Muy rara vez se aventuraba por ahí gente que venía del Callao o
gente que venía de los nuevos barrios, como vienen ahora; vienen hasta de los
pueblos jóvenes.
Por
confrontar el Miraflores de los años cuarenta con el actual, algunos pueden
interpretar que usted está en contra de la modernidad, puesto que presenta un
Miraflores en un periodo bastante remoto y agradable.
—Sí, ocurre
que cuando uno relata escenas de su infancia siempre se tiene un cierto tono de
nostalgia, que se puede interpretar como que lo pasado fue mejor. Sin embargo,
esta sería una interpretación errada. Pero, en efecto, como usted habrá notado,
gran parte de esos relatos santacrucinos está hecho desde una perspectiva
contemporánea, y esto simplemente para verificar los cambios y las transformaciones
habidas. Creo que no es para lamentar la existencia de un Miraflores moderno,
pienso que hay que aceptar esa transformación a la modernidad. Las ciudades no
pueden permanecer idénticas a sí mismas; en ese caso no habría ningún progreso.
En Relatos
santacrucinos se remonta usted a su niñez. ¿Cómo se recuerda en ese
periodo y en ese «país de la infancia» que es Santa Cruz? ¿Era tímido tal vez?
—Seguramente
sí. Yo creo que sí era bastante tímido. Pero tenía relaciones fluidas con mi
grupo de amigos y, naturalmente, con los miembros de mi familia. La timidez que
tenía entonces era por una sensibilidad tal vez un poco exacerbada, que me
hacía ser prudente y cauteloso con lo que decía, con lo que hacía, por el temor
de ser malinterpretado o de realizar o decir cosas desconsideradas.
De Relatos
santacrucinos se puede decir, además, que ahí se coloca —esta vez—
del lado de los que también sufrieron la transformación de la urbe limeña:
los invadidos. Es decir, del lado de los auténticos limeños, y ya no, como en
sus primeros cuentos, del lado de los inmigrantes. ¿Le parece esto correcto?
—Es posible. (Breve
silencio). Es posible, sí, que haya sido un desplazamiento de mi
manera de enfocar a los personajes y a las situaciones en mis relatos. Aunque
los personajes de mis primeros cuentos no solamente eran migrantes pobres
—migrantes pobres como se observa en mi libro Los gallinazos sin plumas (1955) o en cuentos como «Al pie del
acantilado» (1964)—, sino también de clase media o de la alta burguesía. Lo que
ocurre es que el problema del inmigrante se exacerbó para mí, al punto que se
convirtió en un fenómeno muy complejo, muy difícil de canalizar, de procesar
literariamente. Por eso preferí circunscribirme a personajes más cercanos a mí,
a personajes que me eran más familiares y que pasaran evidentemente por
situaciones de pequeños dramas personales, cotidianos, que me sean más fáciles
de interpretar literariamente. Pero, en fin, yo creo que esa distinción que
hace usted es un poco académica. Porque lo esencial en mis relatos es que tanto
unos personajes como otros siempre son víctimas de un chasco. Lo esencial en
mis relatos obedece a una estructura en la que el protagonista sufre un chasco,
algo que no le sale bien, algo que frustra sus deseos. Es una especie de
desajuste entre lo que imagina, entre lo que aspira y lo que realiza. Por
ejemplo, en «El marqués y los gavilanes», cuento del tomo tercero de La
palabra del mudo, el protagonista, que es un personaje de la vieja
aristocracia limeña, sufre también un chasco al final: no puede realizar la
obra que él había imaginado, que era atacar y destruir a la familia que lo
había ofendido.
También
usted se ha referido, volviendo a Relatos santacrucinos, en anteriores
cuentos al mismo ambiente de Miraflores de la década de 1940, al mismo ambiente
infantil, como en «Los eucaliptos» o como en «Página de un diario». ¿Tenía ya
ese deseo de escribir sobre esos ambientes antes mencionados?
—Sí, en
efecto. Ocurre que muchos de mis libros son más bien como compendios de cuentos
de diferentes tendencias, de diferentes épocas, de diferentes intenciones, como
esos relatos que cita usted y que pertenecen a Cuentos de circunstancias
(1958). Obviamente, si algún día tuviera que reeditar mis cuentos, los
reagruparía de acuerdo con nuevos criterios. Por ejemplo, incluiría esos
cuentos que ha mencionado usted en Relatos santacrucinos e ir así
pasando cuentos de un libro a otro, para que constituyan series homogéneas.
En este
cuarto tomo, de carácter autobiográfico, se observa que los chascos y las
humillaciones los sufre ahora usted. En «Atiguibas» (1992), por ejemplo, usted
es estafado o en «Solo para fumadores» (1987) es confundido, en cierto pasaje,
con un ladrón. ¿Esa especie de autoironía no le incomoda?
—No, no creo.
Yo pienso que siempre me he juzgado con mucha objetividad y nunca he tenido
temor de pintarme, de ponerme en situaciones un poco grotescas, como ocurren en
muchos de mis cuentos. Es decir, lo que antes les sucedía a mis personajes,
ahora, en estos últimos cuentos, me sucede a mí.
Un aspecto
curioso ocurre, por otro lado, en el cuento «Té literario» (1987), en que usted
se encubre a través de Alberto Fontarabia para autoenjuiciarse. En realidad, en
ese relato se discute sobre su obra, en especial sobre Crónica de San Gabriel
(1960), y se habla también
del humor y de lo trágico que existen en sus narraciones. En el fondo, usted
mismo se está enjuiciando, pero no lo dice de modo directo.
—Sí, me
complace que haga usted esta observación porque son muy pocas las personas —creo
que ninguna de las que yo conozco— que se ha dado cuenta de que la novela que
se comenta, en ese cuento, es Crónica de San Gabriel. Claro,
figura con otro nombre, con el título de Tormenta de verano.
Pero, en efecto, es una crítica que hago a mi propia novela a través del
diálogo de los personajes de ese cuento. Creo que es un pequeño truco el hablar
de sí mismo, pero sin mencionarse. (Sonríe).
Tanto en la
novela como en el cuento no se esclarece de quién estaba embarazada Leticia.
—En realidad,
eso no queda preciso. No olvidemos que se trata de una obra de ficción. En
consecuencia, no tiene mucho que ver con la realidad. Yo mismo, cuando terminé
de escribir el libro, no estaba muy seguro de quién podría haber sido el padre:
si era el tío Felipe, si era Lucho (el protagonista) o si era alguna otra
persona desconocida de la hacienda con la cual Leticia había tenido relaciones.
O sea, preferí dejar cierta duda, cierta aura de ambigüedad.
En el
relato «La casa en la playa», usted deja inconclusa la historia diciendo que
continúa buscando aquella playa peruana y solitaria en la que piensa pasar el
resto de sus días. ¿La encontró finalmente?
—No, la
búsqueda continúa. (Risas y luego breve silencio). Ese cuento, en
realidad, presenta un doble plano. Por un lado, es un homenaje, si se quiere,
al paisaje de la costa peruana, que es un paisaje que a mí siempre me ha
fascinado, como lo digo al comienzo del cuento. Por otro lado, es una especie
de metáfora de la búsqueda incesante de un ideal, de una aspiración que uno
trata perseverantemente —a pesar de todas las dificultades y de todos los
contratiempos— de realizar. Puede interpretarse también como la metáfora del
escritor que está tratando de escribir un libro perfecto o que lo satisfaga
plenamente. En ese sentido, la playa no es sino una especie de símbolo de lo
irrealizable, una especie de utopía o algo así como «el lugar retirado» del que
hablaban los clásicos españoles.
Recientemente,
usted ha declarado que su «deseo de retornar al Perú está ligado también a la necesidad
de comprender al país desde cerca y no a la distancia, y con el objeto de
seguir escribiendo». Pero esta afirmación no se siente en el cuento mencionado,
«La casa de la playa», en que dice que el fenómeno social puede «tener un alto
interés para sociólogos, antropólogos o politólogos», pero para usted no. Por
último, ¿no se contradicen, en cierta forma, estas dos declaraciones?
—Bueno, no
creo, porque esa observación es muy puntual. Cuando yo decía, en el mencionado
cuento, que estaba buscando una playa desierta... Pero obviamente que el
fenómeno es interesante y además me interesa —digamos— no tanto como escritor
sino, más bien, como observador.
Muchos
estudiantes de Sociología, de Antropología que leen sus cuentos con una visión
distinta de la del lector común un poco que, al leer la anterior afirmación, se
sentirán distanciados.
—Bueno, en
fin, yo creo que lo que prima en una obra literaria no es tanto lo que el autor
ha querido decir o ha tenido intención de expresar, sino lo que el lector
encuentra. Eso es lo importante. Y si los lectores de mis cuentos son
estudiantes de Sociología, de Antropología que encuentran un sentido distinto
al que he querido poner, pues, tanto mejor. Eso quiere decir que el cuento es
polivalente y se presta a muchas interpretaciones y que, además, puede tener un
significado que el mismo autor ignora.
1992
Cuatro
Berlín, 1965. En un encuentro de escritores. En la primera fila destacan Ciro Alegría (segundo), Jorge Luis Borges (cuarto), Germán Arciniegas (quinto) y Augusto Roa Bastos (sétimo). En la tercera fila sobresalen João Guimarães Rosa (segundo) y Miguel Ángel Asturias (tercero). En la última fila, al centro, asoma Eduardo Mallea. Ribeyro se encuentra al lado de su traductor al alemán, Wolfgang A. Luchting (tercero y cuarto de la segunda fila). Como crítico, Luchting le dedicó dos libros al cuentista peruano: J. R. Ribeyro y sus dobles (1971) y Estudiando a Ribeyro (1988).
Departamento de la place Falguière, París, 1968. Con su único hijo, Julito, quien inspiró varios textos de Prosas apátridas, uno de los cuales dice: «Para un padre, el calendario más veraz es su propio hijo. En él, más que en espejos o almanaques, tomamos conciencia de nuestro transcurrir y registramos los síntomas de nuestro deterioro. El diente que le sale es el que perdemos; el centímetro que aumenta, el que nos empequeñecemos; las luces que adquiere, las que en nosotros se extinguen; lo que aprende, lo que olvidamos; y el año que suma, el que se nos sustrae».
Aeropuerto Jorge Chávez, Callao, marzo de 1975. Con Josefina, su madre, Juan Antonio y Mercedes.
Cementerio de Montparnasse, París, 1979. Escucha atentamente al poeta Enrique Verástegui ante la tumba de César Vallejo. En Francia fue agregado cultural en la embajada peruana (1970-1972), luego representante alterno y más tarde delegado permanente ante la Unesco.
Primera
pregunta: ¿por qué ese título general de su diario, señor Ribeyro, que bien
puede ir de rótulo para sus cuentos: La tentación del fracaso?
—Bueno (enciende
un cigarrillo, fuma), porque a lo largo de todo el diario —conforme me he
dado cuenta cuando he leído fragmentos de las décadas de 1960, 1970, 1980 e
incluso 1990—
siempre hay una especie como de insatisfacción con lo escrito, con lo
publicado. Por momentos hay una especie de decepción o de obsesión por la
imposibilidad de escribir obras de mayor envergadura, de mayor amplitud. Eso de
sentirse un poco como fascinado y atraído por el fracaso es algo que regresa
constantemente, por eso se llama La tentación del fracaso, solamente la
tentación. Ahora si he fracasado o no, eso ya se sabrá luego. (Sonríe).
Y también lo que decía usted, sobre que es un título que se le puede aplicar a
mis cuentos, eso es cierto, porque entre mis cuentos y diarios hay una enorme
afinidad. Ocurre que la personalidad de un autor tiñe toda su obra a través de
diferentes géneros. Es decir, la tonalidad de frustración, de chasco, está tan
presente en mis cuentos como en mis diarios.
En su
diario se nota que usted era bastante extrovertido...
—¿Extrovertido?
Sí,
bastante conversador, incluso bebía a veces con hampones, frecuentaba
bulines...
—(Risas).
Por
ejemplo, cierto día usted escribe que toda la noche anterior estuvo con Paco
Bendezú bebiendo y visitando bulines. Luego se volvió parco, introvertido. ¿Por
qué? ¿Cómo se produjo este cambio bastante extraño?
—Probablemente
fue un poco por el cambio de país, por mi partida hacia Europa. Mal que bien,
en Lima, en los años cincuenta, llevaba una vida bastante bohemia y tenía un
grupo sólido de amigos, a quienes frecuentaba y con quienes me divertía. Yendo
a Europa, la situación cambió, viviendo en países donde conocía a muy poca
gente, porque me era más difícil integrarme a sociedades que no eran las mías.
En Europa viví de un modo un poco aislado, quizá eso pueda dar la impresión de
que me volví parco, más reservado. Pero eso no es completamente cierto, ¿eh? Lo
que sucede es que yo siempre me he movido, en Europa, en círculos bien
restringidos, con amigos muy cercanos, en realidad con muy pocos amigos. No he
explorado otras amistades, lo cual es explicable porque, cuando uno va
envejeciendo, le es más difícil establecer nuevas relaciones.
De otra
forma podría decirse que usted ha tenido una vida bastante aventurera, ya que
ha sido profesor, vendedor de productos de imprenta, meritorio de abogado,
portero de hotel, recogedor de periódicos viejos, cargador de estación de tren,
traductor en una agencia de noticias. Ha tenido una rica experiencia vivida, y
eso se siente en sus diarios.
—Sí, pero en
realidad esa vida un poco aventurera y un poco errante solamente se dio hasta
determinada época. A partir de los treinta y cinco años más o menos, cuando ya
me radiqué en París y de ahí prácticamente no me moví, cuando ya me casé y
formé una familia, entonces mi vida se volvió más estable y la aventura quedó,
si no descartada, por lo menos, gravemente amenazada. (Risas). Pero, sí,
yo creo que por momentos hay algunos raptos de la antigua tentación por la
aventura. Aunque eso, en general, ha ido disminuyendo. Ahora soy todo lo
contrario de un aventurero, soy un hombre muy hogareño, muy tranquilo. (Risas).
¿Trabajar
como traductor de noticias durante diez años (1961-1971) en la agencia
France-Presse cree usted que le sirvió en buena forma a su literatura?
—Para mí es un
fenómeno muy inexplicable el hecho de que en ese periodo, trabajando como
periodista en la France-Presse durante ocho horas diarias, traduciendo o
reelaborando noticias, haya escrito más literatura. Pues durante esos años he
escrito las novelas Los geniecillos dominicales (1965) y Cambio de guardia (1976), una gran
cantidad de cuentos y casi toda mi obra teatral, además de mi diario, claro
está. En consecuencia, desde el punto de vista de la producción literaria, fue
una época muy fecunda para mí. Luego, cuando dejé el trabajo de la
France-Presse y dispuse de más tiempo y de un poco más de tranquilidad, empecé
a escribir menos. Es un hecho que no tiene para mí una explicación muy clara
todavía. Quizá si escribía mucha literatura cuando trabajaba en la
France-Presse era para compensar el haber utilizado mi inteligencia y mi
capacidad mecánica de escribir en redactar noticias, acto que no me interesaba.
Para desquitarme de eso, para compensar eso, escribía en casa cosas puramente
de ficción y con intención literaria.
En La
caza sutil usted tiene un artículo de 1953
en el que lamenta la carencia de diarios íntimos en el ámbito iberoamericano.
¿En los últimos años ha visto usted un mayor interés por los diarios íntimos?
—Yo creo que
últimamente hay más interés por ese tipo de escritos, no tanto por los diarios,
sino por escritos de corte autobiográfico, como las memorias. Hay ya muchos
escritores latinoamericanos que han publicado sus autobiografías en vida, sin
haber llegado a la madurez. Por lo general, la autobiografía es un libro que se
escribe en la vejez, pero hay muchos escritores jóvenes —como repito— que han
publicado autobiografías hasta determinada época de su vida.
En el
mencionado artículo lamenta que la deficiencia de diarios se debe al aspecto
religioso, al aspecto católico. El 24 de enero de 1954 escribe usted en La tentación del fracaso: «Todo diario
íntimo surge de un agudo sentimiento de culpa» para depositar sus tormentos.
¿Usted, que se ha criado en un ambiente católico, piensa todavía lo mismo?
—Lo que yo
sostenía en ese artículo de La caza sutil, que el diario íntimo
probablemente no se había desarrollado tanto en los países católicos como en
los países protestantes, es una observación hecha en ese momento, hace cuarenta
años. Yo no me responsabilizo por las opiniones que he vertido hace tanto
tiempo. (Risas). Ahora es posible que enfoque ese aspecto del diario
íntimo de otra manera: por ejemplo, en el caso de América Latina ya no sería
una cuestión de orden religioso, sino de tradición. Mientras no existan diarios
íntimos, mientras sus autores no comiencen a publicar sus diarios íntimos, pues
otros no lo harán. Entonces es una cuestión de ir sentando una tradición.
En el caso
peruano está el diario de José María Arguedas, que posiblemente sea el más
interesante, aunque es breve.
—En realidad,
eso sería un fragmento de un diario, porque está muy circunscrito a una época
muy determinada que son los últimos años de su vida, a la época en que escribía
El zorro de arriba y el zorro de abajo. De modo que yo no lo
consideraría como un diario puramente. En el caso del Perú, los diarios más
importantes son: el diario que escribió siendo muy joven Pareja Paz Soldán,
durante un viaje que realizó a Europa a mediados del siglo pasado, y que se
publicó hace tres o cuatro años en Lima en un volumen bastante grueso. Pareja
Paz Soldán es el primer caso de un diarista peruano del cual tengo yo
conocimiento. Después ya no hay sino los diarios de Alberto Jochamowitz y de
José García Calderón, de los que hablo en La caza sutil. El
diario de este último es interesante porque fue escrito cuando su autor estaba
enrolado, como voluntario, en el Ejército francés, durante la Primera Guerra
Mundial. Parte de este diario fue redactado en un globo aerostático en el cual
estaba destacado su autor [José García Calderón] para observar las posiciones
del enemigo.
Usted, como
gran lector de este tipo de escritos, si tuviera que recomendar cinco diarios
íntimos, ¿cuáles serían?
—Cinco sería
poco, sería bastante arbitrario, pero creo que sí le podría llegar a decir
cuáles son. (Breve silencio). Empezaría por el diario de Stendhal, que
está publicado en tres volúmenes y que seduce mucho por la franqueza del tono y
también por el sentido de autocrítica. Luego sería el diario de Kafka, que,
evidentemente, es uno de los más extraordinarios que he leído. Después sería el
diario de Ernst Jünger, el viejo autor alemán que actualmente tiene noventa y
siete años y que es uno de los más grandes escritores vivos. Otro diario sería
el de Jules Renard, escritor francés de fines del siglo pasado y comienzos de
este siglo, quien fue —a pesar de ser un autor de segunda línea como escritor
de relatos y de piezas de teatro breves— un gran diarista. Su diario es,
probablemente, una obra magistral. El último diario que cito, ya un poco al
azar, es el de los hermanos Edmond y Jules Goncourt. Es un diario muy extenso,
tiene varias miles de páginas, y es muy singular porque está escrito por dos
personas, por dos hermanos. Este diario es muy interesante porque es testimonio
de la vida literaria, artística y política de Francia de gran parte del siglo
XIX. En sus páginas figuran todos los grandes escritores de entonces: Flaubert,
Maupassant, Daudet, Turguéniev, Renard, etcétera. Los Goncourt eran amigos de
todos los escritores, y es muy interesante porque, en las reuniones que tenían
en su casa, todos estos grandes escritores hablaban de temas vulgares y
procaces, y casi no hablaban de literatura. Hablaban de comida, de mujeres;
además había una cosa en común: casi todos eran sifilíticos (risas),
tenían una enfermedad como es el sida actualmente. Hablaban de su enfermedad...
Pero este diario no solamente es interesante por esta cuestión anecdótica, sino
por ser documento, testimonio minucioso, muy agudo de toda la sociedad francesa
del siglo XIX. Esos serían, entonces, en buena cuenta, los cinco diarios para
recomendar, pero probablemente estoy siendo injusto con muchos otros.
En su caso,
cuando se reunía con Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce, ¿es verdad que tampoco
conversaban sobre literatura?
—Quizá he
exagerado un poco. Obviamente, cuando nos reuníamos había un momento que
hablábamos sobre literatura, sobre lo que estaba escribiendo cada uno de
nosotros. Pero después pasábamos a otros temas; casi el 90 por ciento de
nuestras conversaciones era bien banal y cotidiana. Por otro lado, aparte de
estos autores amigos, yo he frecuentado muy pocos escritores en París. De modo
que no creo que en mi diario, al menos en los años posteriores del que voy a
publicar ahora, se encuentren muchas referencias a escritores que he
frecuentado, salvo un poco Cortázar, Scorza, Carpentier, entre los más
conocidos. De quienes hay bastantes huellas, en mi diario, son de autores mucho
más jóvenes.
¿Cómo se ha
sentido usted como personaje de algunas novelas de Alfredo Bryce, pues él lo
coloca en algunas de sus obras como personaje suyo? Por ejemplo, en la novela Tantas
veces Pedro (1977), el
protagonista lo reemplaza a usted en una entrevista televisiva, lo cual es un poco
gracioso.
—Yo me he
sentido muy bien, muy gratamente impresionado por esas apariciones fugaces en
la obra de Alfredo Bryce. Sí, en efecto, tanto en Tantas veces Pedro
como en La vida exagerada de Martín Romaña (1981), o como en El
hombre que hablaba de Octavia de Cádiz (1985), aparezco por ahí y se me
menciona de vez en cuando. Es simpático y halagador. Después de todo, si mis
libros no perduran, pues yo lo haré en los libros de Alfredo Bryce. (Sonríe).
Tanto en Prosas
apátridas como en pasajes de su diario hay un aura de tristeza de parte
suya. ¿Usted se consideraría, en todo caso, una persona triste en el fondo?
—No, no creo.
Más bien yo pienso que tengo una gran capacidad para sobreponerme a situaciones
de decaimiento. Simplemente un detalle: yo jamás en mi vida he tomado algún
tipo de producto contra la depresión, ni somníferos ni ningún tipo de
medicamento para combatir la hipocondría, la depresión. Tengo una salud física
bastante frágil, es verdad, pero, desde el punto de vista moral, creo que soy bastante
sólido. (Risas).
Respecto a
su salud física: usted ha vuelto a fumar, lo que puede preocupar a muchos (Ribeyro
enciende otro cigarrillo y fuma, esta vez con mayor entusiasmo). ¿No le ha
vuelto a causar más problemas graves seguir consumiendo cigarrillos?
—En efecto, yo
dejé de fumar durante cinco años, pero descubrí que cuando no fumaba escribía
mucho menos. Como lo he escrito, en el relato «Solo para fumadores», el
cigarrillo está para mí muy intensamente ligado al acto de escribir. Por eso
recomencé a fumar hace algunos meses, meses en que pude terminar los cuentos
que completan el cuarto tomo de La palabra del mudo. Pero creo que es
una costumbre que voy a dejar definitivamente porque, obviamente, el cigarrillo
me produce un terrible mal. O habría que elegir, pues, entre llevar una vida
sana y fumar escribiendo. Es una elección muy difícil que debo resolver.
Última
pregunta: en la presentación del cuarto tomo de La palabra del mudo dijo
usted que tuvo un percance que luego contaría. ¿Cuál era la anécdota aquella?
¿Qué le ocurrió antes de ir a la presentación?
—Por supuesto,
se lo puedo decir ahora. Una hora antes de la presentación del libro me ocurrió
un incidente cómico: se me rompió un diente. Por lo que tuve que buscar
desesperadamente un dentista en todo Miraflores. (Sonríe). Felizmente,
media hora antes de que comenzara la función, encontré uno. De manera que,
momentos antes de la presentación, estaba yo en un dentista de la clínica
Angloamericana tratando de que me reconstruyera el diente que se me había
caído, lo que hizo con una gran habilidad. Gracias a este dentista, por suerte,
pude llegar a tiempo y con la fachada reparada. (Risas). Esa es una
situación ribeyriana, como podrá ver, digna de un personaje mío. (Carcajada
general).
1992
Cinco
Mediados de la década de 1980. Con el poeta Wáshington Delgado, uno de los geniecillos (Franklin) y quien prologó los libros de Ribeyro La palabra del mudo (1973), Los geniecillos dominicales (tercera edición, 1973) y Atusparia (1981).
Palacio de Gobierno, Lima, 6 de abril de 1986. Con Alan García, quien lo condecoró para su sorpresa con la Orden del Sol.
Casa
de malecón Sousa 108, departamento 602, Barranco, abril de 1991. Con Jorge
Coaguila. Foto: Lily Saldaña.
Auditorio de la Municipalidad de Miraflores, 16 de junio de 1992. En medio de la presentación del cuarto volumen de La palabra del mudo, el actor Eduardo Cesti aprovechó la ocasión para estrecharle la mano al cuentista. Observan el alcalde Alberto Andrade y el editor salvadoreño radicado en la capital peruana Carlos Milla Batres, quien publicó casi toda la obra hasta entonces de Ribeyro, tanto en primeras o nuevas ediciones.
En el texto
81 de Dichos de Luder (1989),
usted escribe: «Hay un dios pero precisamente porque es dios no tiene que
hacerse visible ni dar pruebas de su existencia. En eso reside la esencia de su
ser y el secreto de su poder». ¿Es usted creyente? ¿Católico quizá?
—La creencia
en un dios es algo puramente personal. Si uno cree o no cree, si existe o no
existe, eso no lo obliga a ser budista, mahometano, judío o cristiano.
Pero, a lo
que parece, usted se crio en un ambiente muy católico. En la novela Los
geniecillos dominicales (1965), la madre de Ludo Totem (su álter ego) es
muy fervorosa y muy beata.
—Pues no es
tan cierto que haya crecido en un hogar muy católico. Mi madre en verdad era
beata, pero yo me eduqué desde dos vertientes. Por un lado, la religiosidad de
mi madre, que realmente fue una santa. (Algún día haré las gestiones para que
la canonicen). Y, por otro lado, el ateísmo de mi padre. Tan ateo era que
cuando estaba agonizando no quería recibir a ningún cura. Finalmente, mi madre
lo convenció y vino uno que —después lo descubrimos— era un estafador, un
miserable.
Hecho que
faltó decir en su cuento «Página de un diario», en que relata el fallecimiento
de su padre.
—Sí, faltó
decirlo. No lo quise decir ahí, pero el cura que llegó era un austriaco que
tenía una especie de internado de jovenzuelos, y que luego fue expulsado por
pederasta. Claro que mi padre no sabía qué tipo de cura era su confesor.
Por otra
parte, en su obra las mujeres tienen un lado negativo, un poco perverso. Por
ejemplo, en Crónica de San Gabriel (1960), el tío Felipe le dice al
protagonista, Lucho: «No creas en la honestidad de las mujeres. ¿Sabes que no
hay mujer honrada sino mal seducida? Todas, óyelo bien, todas son en el fondo
igualmente corrompidas» (capítulo 1). Otro caso: en el cuento «Al pie del
acantilado», el personaje Samuel le dice al narrador: «Las mujeres, ¿para qué
sirven las mujeres? Ellas nos hacen maldecir y nos meten el odio en los ojos».
—Bueno, no lo sé.
Por
ejemplo, en la citada novela Crónica de San Gabriel, Leticia juega con
los sentimientos de Lucho. En otra novela, en Los geniecillos dominicales,
la prostituta Estrella se aprovecha y traiciona al personaje principal: Ludo
Totem. En el drama Santiago, el pajarero (1960), Rosaluz deja a su novio, por razones económicas, para
comprometerse con el duque de San Carlos. En el cuento «Alienación» (1977),
Queca rechaza por racismo al zambo Roberto López; en el cuento «La solución»
(1987), la esposa es infiel o, en el cuento «La juventud en la otra ribera» (1977),
Solange se burla del doctor Plácido Huamán, el protagonista. Es decir, la mujer
en su obra cumple un rol negativo.
—Negativo,
pero ambiguo. Solange, por ejemplo, tiene cierta compasión por su víctima, pero
no puede evitar entregarlo a sus asesinos. No sé... En todo caso, mi intención
no ha sido ofrecer una imagen negativa de la mujer. Tampoco he tenido la
finalidad de exaltar las virtudes femeninas. Sin embargo, es cierto, las
mujeres han sido un poco como las malas de la película. De todos modos, yo creo
que hay una presencia femenina atractiva. Leticia, por ejemplo, es un personaje
atractivo, como puede serlo la prostituta Estrella. Son personajes femeninos
que están bien trazados psicológicamente.
También
reencontramos a los mismos personajes en algunas narraciones. Estrella y doña
Perla aparecen en el cuento «El primer paso» y en la novela Los geniecillos
dominicales. En la pieza teatral Fin de semana...
—Que en
realidad es el cuento «La piel de un indio no cuesta caro», pero teatralizado.
Es decir, el mismo argumento es abordado de dos modos diferentes, con los
mismos personajes. Primero como cuento y luego como pieza de teatro. Ambos
fueron escritos en París, en 1961.
Es curiosa
también la presencia de Pedro Perucho Buckingham en algunos de sus libros.
Está como Pirulo en Los geniecillos dominicales, como Pedro Bunker en el
cuento «Sobre los modos de ganar la guerra», como Ángel Devoto en el cuento «El
embarcadero de la esquina». ¿Quién fue realmente?
—Un gran amigo mío. Con él he
compartido una amistad entrañable desde el colegio hasta que murió, hace unos
diez años. Escribía también literatura, pero era un bohemio desenfrenado y
loco. En los últimos años de su existencia estaba inutilizado para vivir. De él
escribiré algún día cosas más importantes; era una persona extraordinaria.
En su obra
también se advierte un interés por el género epistolar. No de un modo
predominante, pero sí repetido.
—Sí, porque
hubo una época en que era un gran escritor de cartas. Pensaba que era una forma
literaria de expresarse. He escrito centenares de cartas a amigos y familiares.
Mi hermano, por ejemplo, tiene una colección de quinientas cartas mías. Pero llegó un
momento en que me cansé y ahora ya no me animo a responder las pilas de cartas
que recibo.
¿Las lee?
—Las leo, sí,
pero ya no las contesto. Y si las contesto, mando una postal o acuso recibo.
Pero no me doy el trabajo de escribir una carta larga, bien redactada. Ya eso
desapareció de mis preocupaciones.
¿Ha tenido
buenos corresponsales?
—Uf, los he
tenido magníficos. Por ejemplo, Luis Loayza, que me ha escrito unas cartas
geniales. Otro es Federico Camino, profesor de Filosofía en la Católica, un
gran escritor de cartas. Otro es Alejo Sánchez Aizcorbe, escritor joven con
quien he mantenido correspondencia durante cuatro o cinco años. Todas esas
cartas las tengo bien guardadas.
¿Y su
hermano?
—Mi hermano es
un escritor informativo, pero tiene cartas muy divertidas, con un corte
anecdótico y muy familiar.
¿Tal vez
usted se anime a publicar sus cartas en vida?
—Le he dicho a
mi hermano que me traiga las cartas que le he escrito por más de treinta años
para hacer una selección. Pero hasta ahora no ha cumplido su promesa de
hacerlo. Ignoro si se habrán conservado otras cartas mías, muchos las botan
apenas las leen.
¿Algunas de
sus enamoradas las habrán guardado?
—No sé, porque las mujeres con quienes
he mantenido correspondencia son pocas. Una de ellas, Mimí, murió y no sé dónde
estará su familia. Y la otra, C., a la que veo,
porque está en Lima, me devolvió tres o cuatro cartas cuando se casó en 1960.
Las otras parece que las perdió. Con mi mujer, en cambio, no he mantenido
correspondencia porque casi siempre hemos estado juntos, y las veces en que
ello no ocurría he preferido llamarla por teléfono.
¿Cuál fue
la reacción de C. al leer su diario íntimo? ¿Se sintió tal vez emocionada?
—No, al
contrario, estaba furiosa. Además dice que todo lo que he escrito es mentira,
falso. Vaya, qué frágil es la memoria. Un día, hace un mes, vino a cenar con
unos amigos y, hablando sobre el diario, dijo: «Todo lo que dice ahí de mí
Julio Ramón es mentira, producto de su imaginación».
Por otro
lado, ¿qué autores de cartas le han impresionado?
—Madame de Sévigné, Voltaire, Flaubert, Maupassant. Y
en este siglo, André Gide, que, además de epistolar, era un buen diarista;
Rainer Maria Rilke, uno de los más importantes poetas alemanes; Franz Kafka,
que tiene la célebre carta a su padre y su extensa correspondencia a Felice
Bauer y a Milena Jesenská.
Algo poco
notado en su obra es que cuando se refiere a los pobres, en sus cuentos y
novelas, habla de la gente de Surquillo. Ese lugar, para usted, es como la
comarca de la clase baja.
—Lo que pasa
es que pienso en el Miraflores de las décadas de 1930, 1940 y 1950. En esa
época, Miraflores estaba separado de Surquillo por los rieles del tranvía, por
donde ahora pasa el Zanjón. Esos rieles dividían, además, a Barranco de Surco,
a Santa Beatriz de La Victoria. De los rieles para el mar estaban los
balnearios de clase media o elegantes: San Isidro, Miraflores, Barranco. De los
rieles para el otro lado estaban los barrios populares: La Victoria, Surquillo,
Surco. En esa época la distinción era muy clara. Ahora ya no, porque la ciudad
ha seguido creciendo y se han mezclado un poco las cosas. Pero en ese tiempo
cruzar los rieles era entrar en los barrios populares, las cantinas, los
prostíbulos, los antros de maleantes. Por eso todos mis cuentos donde se
desarrollan situaciones un poco turbias transcurren en Surquillo.
De repente
algún día prepare una colección de cuentos con el título de Relatos
surquillanos.
—Es posible. (Sonríe). ¿Por
qué no?
¿No le
parece, por otra parte, que en sus cuentos y novelas se percibe un cierto
racismo?
—No sé, puede ser. (Breve silencio).
Puede ser que haya un cierto racismo, pero no es un racismo deliberado; es un
racismo tal vez subconsciente que pueda haberse manifestado. Un racismo hasta
físico. Una vez, en una reunión, un tipo me increpó que por qué mis personajes
malos eran calvos y bajitos. Lo más gracioso del caso es que este tipo era,
como esta clase de mis personajes: calvo y bajito. (Risas). Yo le
expliqué que no era mi intención retratar a esas personas de manera negativa.
Le conté, además, que había tenido dos o tres experiencias negativas con
hombres calvos y bajitos. Por ejemplo, un tinterillo, que me enredó e hizo
perder un juicio, era calvo y bajito. Se me ha quedado grabado eso.
Ese racismo
subconsciente proviene, quizá, como dice Miguel Gutiérrez, de su «sensibilidad
refinada, aristocrática»,
quizá porque heredara eso de sus antepasados.
—No creo eso. Porque mis antepasados
han sido hombres que, si bien es cierto han tenido una figuración en la vida
intelectual peruana, no eran, de ningún modo, aristócratas. Yo, de la
misma forma, no tengo nada de aristócrata.
1993
Seis
Departamento de Barranco, 1994. Con el narrador Fernando Ampuero y el poeta Antonio Cisneros, quienes lo entrevistaron en distintas ocasiones. El primero para la televisión, el 27 de abril de 1986, y el segundo para el desaparecido semanario Sí, en 1992. Se aprecia detrás de ellos un cuadro del catalán Joan Miró.
Plaza de Toros de Las Ventas, Madrid, junio de 1994. Con el guitarrista Javier Echecopar, el periodista Fernando Carvallo, Alfredo Bryce Echenique y el crítico literario César Ferreira, quien —con Ismael P. Márquez— le dedicó el libro
Asedios a Julio Ramón Ribeyro (1996).
Flaco, parco,
solitario, Ribeyro pasa una breve temporada en su departamento de Barranco. El
célebre autor de La palabra del mudo, que se describe «envejecido y
enfermo, aburrido y cansado» (texto 163 de Prosas apátridas), prepara
una selección y traducción de cuatro cuentos de Guy de Maupassant. Además de un
prólogo, todo con ocasión al primer centenario de la muerte de este narrador
francés.
Sobre su
escritorio, entre una copa de vino tinto y un cenicero del tamaño de un plato
de sopa, una docena de libros de Maupassant y sobre él descansan luego de la
jornada. Lamento interrumpirlo en su labor, pero generosamente dice que no, que
desearía conversar. Tal vez, como el protagonista de Dichos de Luder, en
estas visitas Ribeyro aproveche «salir de su aislamiento y asomarse, aunque
fuese por momentos, a una realidad que le era cada vez más extraña y, en muchos
aspectos, insoportable».
Hablemos
sobre el estilo, que —como dice Marcel Proust— «no es una cuestión de técnica
sino de visión». Usted escribe en el texto 182 de Prosas apátridas: «El
artista de genio no cambia la realidad, lo que cambia es nuestra mirada». Tal
afirmación me motiva a preguntarle cuál es su aporte al tratar los grandes
temas, como el amor, el éxito, la belleza, la muerte, la historia, la
literatura. ¿Usted podría precisar en qué consiste su estilo?
—Es una
pregunta muy complicada. (Breve silencio). En primer término, creo que
los críticos deben partir de sus propias deducciones, más que de las opiniones
de los autores. En segundo lugar, muchas veces los autores se equivocan frente
a aquello que ellos mismos hacen. En este sentido, mucho más cerca de la verdad
pueden estar los críticos que los autores. Después de todo, cada lector es como
un ejecutante de una partitura. La partitura está escrita, el lector es el que
la interpreta.
Cierto,
pero aquella preocupación por el estilo es frecuente en sus libros. Por
ejemplo, su personaje Luder dice: «El gran arte consiste no en el
perfeccionamiento de un estilo, sino en la irrupción de un nuevo estilo» (texto
46 de Dichos de Luder).
—En efecto,
muchas veces he insistido en eso: en la importancia y originalidad de un
estilo. En el cuento «Té literario», por ejemplo, digo: «Los grandes escritores
tienen solamente un estilo». El estilo es un continuo; es lo que le da unidad a
la obra. Para citar un caso: en la obra de Alfredo Bryce —trátese de sus
cuentos, novelas, ensayos o textos periodísticos— encontramos siempre un mismo
estilo, un estilo inconfundible. Claro que se puede imitar su técnica tan
coloquial, oral, pero lo que no se puede copiar es su visión del mundo, que es
algo muy profundo y que está en la raíz misma de cada escritor.
Por eso
dice en el texto 98 de Dichos de Luder: «No hay que buscar la palabra
más justa, ni la palabra más bella, ni la palabra más rara. Busca solamente tu
propia palabra».
—Efectivamente.
Para poner un caso distinto: Vargas Llosa. Él es un escritor que no tiene un
estilo, es un escritor que tiene muchos estilos. Tanto es así que cuando
escribe sus novelas y textos periodísticos no utiliza el mismo estilo. Y
tampoco es el mismo estilo el de La ciudad y los perros que el de La
guerra del fin del mundo. Él, más o menos, va cambiando estilos de acuerdo
con los temas que va tratando o con el público al que va dirigiéndose. No me
parece un defecto. Al contrario, es una cierta virtud. Sin embargo, eso lo
hace, desde mi punto de vista, menos original que otros escritores.
En el
«Prólogo a la tesis de Marc Vaille-Angles», texto que se encuentra en La
caza sutil, dice usted que ha tenido la tentativa, al escribir los cuentos
de La palabra del mudo, de representar la sociedad peruana. Pero, «como
toda tentativa de esta naturaleza, se trata de un esfuerzo fragmentario,
inconcluso y parcial». ¿Niega que la literatura pueda ofrecer una lectura total
del mundo?
—Así es (enciende
un cigarrillo, fuma), porque creo que esa no es la misión de la literatura,
sino de la filosofía. Los filósofos tienen una forma de ejercer la inteligencia
y el pensamiento con miras a una interpretación total de la realidad y del
mundo. Yo pienso que esa es una función específica del filósofo y que al
escritor le compete otra tarea. Una tarea que puede ir variando de escritor a
escritor. Puede ser más ambicioso o menos ambicioso, pero da cuenta de hechos
concretos que no van más allá de lo que quiere decir o, si van más allá, no es
con la intención de hacer una interpretación global de la realidad. En mi
opinión, las novelas totalizantes están en nuestra época algo dejadas de lado.
Quienes han hecho el esfuerzo de ser totalizantes, como Vargas Llosa, creo que
no lo han conseguido. Salvo Robert
Musil con El hombre sin cualidades. Esa sí me parece una novela que es
una interpretación total de la realidad. Su autor toca allí todos los temas
habidos y por haber. Hay referencias al psicoanálisis, al marxismo, a la
locura, al estilo, al dinero, al poder. Su novela es un conglomerado de hechos
y reflexiones sobre los hechos. Es, ciertamente, uno de los casos límite de la
novela, en que el escritor expresa voluntariamente una visión del mundo que
trata de ser total. El resto son simplemente visiones subjetivas,
fragmentarias, parciales, discutibles.
En el texto
199 de Prosas apátridas usted afirma: «Lo que he escrito ha sido una
tentativa para ordenar la vida y explicármela, tentativa vana que culminó en la
elaboración de un inventario de enigmas». ¿Cree que esa visión escéptica del
mundo pueda ser una de las claves de su obra?
—Sí, es
posible, en la medida en que siempre he pensado que es muy difícil determinar
dónde está la verdad; incluso en las investigaciones más profundas. Eso se nota
sobre todo en algo a lo que presto mucho interés, que son los casos policiales,
sea un crimen o una gran estafa. Allí hay tantos argumentos e indicios a favor
de una posibilidad como de otra, hay una montaña de datos e informaciones que
se contradicen tanto que uno termina con argumentos y contraargumentos, que uno
se queda en la duda siempre. ¿Quién puede, verdaderamente, conocer la entraña
de un asunto?
En el mismo
texto dice también: «Si alguna certeza adquirí fue que no existen certezas. Lo
que es una buena definición del escepticismo». La idea reaparece en el texto 97
de Dichos de Luder: «Es penoso irse del mundo sin haber adquirido una
sola certeza».
—Naturalmente.
(Breve silencio). Es que nunca se puede llegar a conocer la verdad,
porque ni siquiera uno se conoce a sí mismo. Todo el esfuerzo que hacemos en
nuestra vida es querer saber quiénes somos y por qué actuamos de una manera y
no de otra. Por eso pienso que la coronación de la Sabiduría sería saber quién
es uno mismo. Ya lo decía Sócrates: «Conócete a ti mismo». Ese viejo axioma es
verdaderamente inmortal: conocerse será siempre el problema de todos los
hombres.
Sin
embargo, uno trata de aproximarse al conocimiento a través de diversos modos.
Por ejemplo, mediante las conversaciones. En el texto 3 de Dichos de Luder
dice: «Como ignoramos más de lo que sabemos, lo único que hacemos [al
conversar] es canjear fragmentos de nuestra propia tiniebla interior».
—Sí, por supuesto.
Uno se
acerca también a la verdad por los amigos. El 16 de enero de 1957, en su diario
personal, escribe usted: «Los amigos desarrollan en nosotros nuestras virtudes
potenciales. Una persona sin amigos corre el riesgo de no llegar jamás a
conocerse. Cada amigo es un espejo que nos refracta desde un ángulo distinto.
Perder un amigo significa muchas veces neutralizar un sector de nuestra
personalidad».
—Claro,
perdemos parte de nuestro ser con el amigo que desaparece.
La lectura
permite aproximarnos a la verdad, pero también la redacción de un libro:
«Escribir —anota usted en el texto 55 de Prosas apátridas—, más que
transmitir un conocimiento, es acceder a un conocimiento. El acto de escribir
nos permite aprehender una realidad que hasta el momento se nos presentaba en
forma incompleta, velada, fugitiva o caótica. Muchas cosas las conocemos o las
comprendemos solo cuando las escribimos». Del mismo modo, los viajes, las
aventuras permiten acceder, hasta cierto límite, a la verdad. Eso es lo que se
observa en su obra: tratar de conocerse desde diversos ángulos.
—Otra de las
formas de conocerse es a través del amor, a través de la relación con una
mujer. No solamente de conocerse, sino también de conocer. Siempre una relación
amorosa es un libro donde uno aprende una cantidad de cosas sobre sí mismo y
sobre el mundo. Es como una puerta que abre perspectivas que jamás había visto
uno.
Hay algo
muy curioso. En su novela Los geniecillos dominicales usted apunta que
desearía concentrar la existencia en un juego de ajedrez: «Lo atractivo en este
juego consistía en que nos daba una imagen simplificada de la vida, sometida a
reglas estrictas y perfectamente lógicas» (capítulo X). ¿Usted concibe la vida
como un juego sin sentido? ¿Por qué?
—La vida la
concibo como algo completamente irracional, imprevisible, donde no hay lógica
ni dirección u objetivo determinados; al menos, no perceptibles para los
humanos. ¿Para qué existen los seres vivientes? Cada vez que veo un bicho en mi
casa me pregunto para qué diablos existe, qué función cumple este ser viviente
que se mueve, hace desesperados esfuerzos por sobrevivir y, de pronto, alguien
le da un pisotón y ahí terminó su vida.
Eso
pertenece a su «terca costumbre de añadirle a las cosas una significación o
inversamente extraer de ellas un mensaje» (texto 170 de Prosas apátridas).
—Sí,
justamente. Ese es uno de los aspectos de mi espíritu filosófico: tratar de
interrogarme siempre, buscar un sentido a las cosas sin poder nunca
encontrarlo, pero en fin...
Lo anterior
tal vez influya en su sentido pesimista de la historia. Usted dice en el texto
12 de Prosas apátridas: «La Historia es un juego cuyas reglas se han
extraviado. Filósofos, antropólogos, sociólogos y políticos las buscan, cada
cual por su lado, de acuerdo con sus intereses o con su temperamento. Pero solo
encuentran retazos de ellas. Lo terrible sería que después de tantas búsquedas
se llegue a la conclusión de que la Historia es un juego sin reglas o, lo que
es peor, un juego cuyas reglas se inventan a medida que se juega y que al final
son impuestas por el vencedor». Se observa que hay un tono pesimista en todo lo
que dice.
—Pero eso
tiene asidero en lo que ocurre. En la historia no existen reglas, no hay un
progreso que va desde lo más rudimentario hasta lo más desarrollado, no hay una
perfectibilidad en el hombre, en la sociedad. Un caso concreto: en Occidente,
la Comunidad Económica Europea, conformada por varios países, daba a entender,
cuando se formó, que iba a un periodo pacífico, pero de pronto surgió la guerra
intestina y feroz en Yugoslavia. Es un hecho que no estaba previsto. Tantos
filósofos, sociólogos, economistas y politólogos que han escrito libros tan
eruditos y que han dedicado toda su vida para prever lo que pasará se dan con
algo que no habían siquiera supuesto. En ese sentido, la Historia es un juego
donde no hay reglas o, en el mejor de los casos, las reglas están perdidas.
Se observa
que usted tiene una idea de la historia pendular o circular, en aquello del
eterno retorno. En la «Nota del autor» de Cambio de guardia escribe:
«Las sociedades tienden a veces a efectuar movimientos pendulares o circulares
y en estas condiciones lo pasado puede ser lo futuro, lo presente lo olvidado y
lo posible lo real».
—Claro. Por
ejemplo, se pensó en cierto momento que todos los países se iban a orientar al
socialismo y, de pronto, a fines de la década de 1980, todo ese ideal terminó
repentinamente. Es decir, todos los héroes, todos los mitos, todos los emblemas
del socialismo fueron derribados de un momento a otro. Ver las estatuas de
Lenin, que en determinada época eran consideradas sagradas, tiradas al suelo
con cadena nadie lo iba a prever. Anoche, viendo un documental, observaba,
cuando estalló la Revolución rusa, cómo las estatuas del zar eran exactamente
derribadas al piso como las estatuas de Lenin setenta años después. Aquel sueño
del socialismo desapareció y volvemos a un periodo de predominio capitalista,
liberal. Pero eso no me convence mucho, porque Marx puede regresar. De pronto,
las estatuas de Lenin, desde los depósitos donde se encuentran tiradas, pueden
volver a ser erigidas. Puede ser, es posible. Ello llegaría a corroborar lo que
digo: que la historia no es lineal, que hay el eterno retorno.
Como decía
Friedrich Nietzsche.
—Como decía
Friedrich Nietzsche y como decían muchos filósofos antes. Entre los orientales,
incluso entre los pueblos precolombinos, siempre ha habido cierta tendencia,
cierta línea de pensamiento en creer que la historia no es lineal sino
circular.
¿Sigue
considerando, como en el texto 12 de Prosas apátridas, que «la tentativa
más coherente para rescatar los principios de este juego es probablemente el
marxismo»?
—No, ya no,
solo lo pensé en una época.
¿Cuando era
marxista?
—Sí, pero solo
era un marxista superficial, porque nunca he tenido la paciencia ni me he dado
el trabajo de leer todo El capital, que me resultaba sumamente pesado,
insoportable. He leído, en cambio, resúmenes que me han dado más o menos una
idea del marxismo. Me parecía, entonces, que el marxismo era coherente, lógico,
aceptable, y a lo mejor lo es. Puede ser que algún día retorne a la misma
creencia.
Usted
también piensa que, en esencia, ocurren las mismas cosas: «Los nombres cambian,
pero las instituciones se perpetúan» (texto 17 de Prosas apátridas).
—Claro, creo
que estamos regresando, por ejemplo, después de ser abolida, a la época de la
esclavitud. Hay un retorno a los sistemas esclavistas desde una forma
diferente. Un caso: todas esas personas que salen, emigran de sus países porque
no tienen cómo vivir ahí y se van, clandestinamente, a Argentina, a Estados
Unidos llegan a convertirse, de algún modo, en esclavos al ser contratados y
colocados a trabajar en fábricas que les pagan el mínimo por jornadas de quince
horas diarias. Hay una especie de retorno, en nuestra época, de ciertos
estigmas que se creían superados. No pueden retornar en la misma forma, pero
son equivalentes.
En el texto
26 de Prosas apátridas dice: «Toda revolución no soluciona los problemas
sociales sino que los transfiere de un grupo a otro».
—La Revolución
francesa, para citar un ejemplo, liberó, si quiere usted, los grandes problemas
sociales que tenían en esa época los campesinos, quienes eran los que más
sufrían, pero luego estos pasaron a ser obreros y a continuar padeciendo los
mismos males.
A Luder,
uno de sus personajes, se le podría reprochar que es un escritor reaccionario
porque desdeña el aspecto social y el aspecto político. Él mismo dice: «Cuando
la nueva clase imponga su ley me colgará. No sé si mi retrato en la galería de
Hombres Ilustres o si vivo y pataleando en el primer poste público. Dos formas
ignominiosas de matarme» (texto 90 de Dichos de Luder).
—No, no es
reaccionario. Digamos que es un poco cínico. Si repasamos las tres grandes
escuelas filosóficas de la antigüedad griega, encontramos a los cínicos, a los
escépticos y a los hedonistas. Yo siempre he creído ser un escéptico, pero con
el tiempo he descubierto que soy también un poco cínico y bastante hedonista.
Soy bastante hedonista, en el sentido de que le doy en mi vida cada vez más
parte al placer: al placer de beber (señala su copa de vino tinto que bebe
con intervalos), al placer de comer, al placer de amar, al placer de fumar (señala
su cigarrillo), etcétera. Me parece que es un componente muy importante y
que no hay que desdeñarlo y que, por el contrario, hay que buscarlo. Hay que
explotar aquellas posibilidades que tenemos para disfrutar de los placeres.
Aparte de esto, y aparte de ser escéptico, soy un poco cínico, en el sentido de
que el cínico es la persona que no toma muy en serio las cosas. No es como el
escéptico, que considera que es muy difícil llegar al conocimiento de la
verdad, que todo es relativo en buena cuenta. El cínico es un escéptico, en
cierta forma, pero que adquiere ya un tono un poco burlón, que no toma en serio
las cosas, que las grandes ideas le importan un pito. (Sonríe).
¿No le
parece que el escepticismo es una manera cómoda de librarse de los problemas?
—No, no creo.
Es la forma más honrada. ¿Por qué demonios uno va a defender una causa si no
está, como escéptico, seguro de si es justa? Pero, obviamente, hay situaciones
en que se toma partido. Por ejemplo, yo hace muchos años, desde que era joven,
que no firmaba manifiestos ni intervenía en ningún tipo de actividad política
militante. Pero cuando asesinaron a María Elena Moyano, fui yo quien
redactó el documento y que motivó la firma de cien intelectuales que iban desde
Miguel Gutiérrez hasta Mario Vargas Llosa. Ese crimen me pareció algo que me
ofendió e indignó como ser humano, a extremo tal que creí necesario, en ese
momento, decir algo. Naturalmente que después me di cuenta de que este
documento no tuvo ninguna importancia, que fue publicado en dos o tres
periódicos
y ahí quedó la cosa; pero, en fin, en ese momento me resultó imperioso hacerlo.
En relación
con el escepticismo, usted en el texto 2 de Prosas apátridas escribe:
«La duda, que es el signo de mi inteligencia, es también la tara más ominosa de
mi carácter. Ella me ha hecho ver y no ver, actuar y no actuar, ha impedido en
mí la formación de convicciones duraderas, ha matado hasta la pasión y me ha
dado finalmente del mundo la imagen de un remolino donde se ahogan los
fantasmas de los días, sin dejar otra cosa que briznas de sucesos locos y
gesticulaciones sin causa ni finalidad». ¿A usted no le parece que la duda, el
escepticismo, puede inutilizar los actos? Tanto se duda que no se hace.
—Claro, por
supuesto.
¿Y eso no
le parece un defecto?
—Claro que es
un defecto. Entre duda y acción siempre hay incompatibilidad: las personas que
dudan se abstienen. Había un filósofo griego que tenía como divisa: «Abstente».
Pero no es por comodidad sino por inseguridad. Por ejemplo, es el caso de los
diez desaparecidos de La Cantuta, que es una cosa indignante, pero sobre el
cual no hay pruebas fidedignas, solamente indicios. Por desgracia, desde el
punto de vista jurídico, los indicios no constituyen prueba. Yo no puedo
condenar al general Hermoza Ríos, a Vladimiro Montesinos, al gobierno de
Fujimori si no estoy convencido, si no tengo la prueba plena de que ellos son
los culpables. ¿Cómo saber lo ocurrido? Nos basamos en presunciones creíbles,
puesto que hay diez desaparecidos y que no se
sabe dónde están. Algo ha ocurrido ahí. Pero ¿cómo podemos culpar a las
personas mencionadas? Es muy posible que hayan desaparecido por un comando del
Ejército, pero caben otras presunciones. Pueden haber sido, por soltar una
hipótesis, conducidos a otros planetas para ser estudiados por extraterrestres.
(Sonríe).
Para
terminar, en el texto 6 de Prosas apátridas anota usted que los genios
son aquellos locos que encuentran «la solución de un problema saltando por
encima de las dificultades intermediarias». ¿Quiere decir acaso que los genios
no razonan mucho?
—Esa es la
idea. (Breve silencio). Albert Einstein, por ejemplo, justamente por no
entrar en un análisis más profundo, encontró la solución de pronto, sin
razonamientos intermediarios. Lo mismo ocurre cuando uno escribe. Cuando uno
escribe, por lo general, tiene una determinada cantidad de dudas y empieza a tachar
cada frase, precisamente porque no es un genio. El genio encuentra la solución
sin romperse la cabeza. Esto mismo ocurre en la pintura y en toda actividad del
espíritu humano. «El genio no busca sino encuentra», decía Pablo Picasso. Un
genio, claro.
Pese a
interrumpirlo tanto tiempo, le pedí, por último y como es natural, que me
dedicara uno de sus libros: el primer volumen de La tentación del fracaso,
su diario personal. No obstante, además, de que Ribeyro escribió en el cuento
«La señorita Fabiola»: «Nada me incomoda más que poner dedicatorias». Aceptó
gentilmente y, mientras anotaba algo, pasé a la terraza y contemplé el
balneario con decenas de lucecillas. Nos despedimos finalmente y, luego de
abandonar su departamento, leí: «Para Jorge, asombrado por el conocimiento que
tiene de mi obra y compadeciéndolo por haber perdido tanto tiempo en ella. Muy
afectuosamente, Julio Ramón».
1993
En la novela
El
hombre que hablaba de Octavia de Cádiz (1984) hay una apuesta entre los
personajes Ribeyro y Bryce Echenique, ambos sentados en el bulevar
Saint-Germain, de París. Intentan averiguar quién tiene más amigas bonitas,
simpáticas e inteligentes.
Fruto de su
matrimonio con Alida Cordero tuvo su único hijo: Julio, de gran presencia en
Prosas
apátridas (1975, 1978, 1986).
En una
entrevista de 1993, Ribeyro recuerda que conoció personalmente a Arguedas: «Lo
conocí en Lima en la casa del poeta Javier Sologuren. Cuando publicó
Los
ríos profundos, a los pocos días lo comenté elogiosamente. Arguedas lo
apreció y me envió una carta muy calurosa y agradecida. Era muy formal en ese
sentido».
Error mío:
Ribeyro jamás firmó documento a favor de la libertad de Hugo Blanco.
Fue Miguel
Gutiérrez, quien en su libro de ensayos
La Generación del 50: un mundo
dividido (1988) dice: «No pasaron tres meses desde que Ribeyro fuera
condecorado cuando se produjo el espantoso genocidio del 18 y 19 de junio [de
1986] cometido contra los presos políticos y luchadores sociales de las
cárceles de Lurigancho, El Frontón y Santa Bárbara. Más allá del horror que
conmocionó la conciencia de todos los hombres de bien del Perú y el mundo, fue
como si la Historia le brindase la oportunidad para que Julio Ramón Ribeyro se
reivindicara del baldón que degradaba su trayectoria devolviendo la
condecoración —y la Historia reciente del Perú ofrece un precedente—, pero
Ribeyro no solo no se atrevió a cometer tamaña descortesía, sino que optó por
el silencio: ni una declaración, ni un artículo de protesta, ni siquiera unas
rayas rojas sobre una pizarra o un muro, acaso porque como escéptico dude que
tal genocidio de verdad haya ocurrido y que fuera ordenado directamente por el
mismo hombre que le impusiera la insignia [Alan García], que pertenece desde ya
—como diría el viejo Engels— al basural de la Historia». Vargas Llosa, en
cambio, publicó «Una montaña de cadáveres», carta abierta a Alan García, en el
diario
El Comercio, Lima, 23 de junio de 1986, en la cual dice: «La
manera como se ha reprimido estos motines sugiere más un arreglo de cuentas con
el enemigo que una operación cuyo objetivo era restablecer el orden». Se
calcula que fueron trescientos los muertos.
Esta
experiencia lo inspiró a escribir la novela
Los geniecillos dominicales
(1965).
En el cuento
«La casa en la playa», el protagonista intenta huir de la urbe, de la
civilización, pero no encuentra el lugar ideal.
Fue en 1987,
con el cuento «El benefactor».
Lo que recuerda
la famosa frase de su maestro Flaubert «
Madame Bovary soy yo».
La dejó
inconclusa. Solo se conocen tres partes: «Introducción» (revista
Quehacer, número 90, Lima, julio-agosto
de 1994), «Ancestros» (
Antología personal,
México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1994) y «Juegos de la infancia» (suplemento
«Lundero», del diario
La Industria,
Chiclayo-Trujillo, 1 de enero de 1995).
Bryce
Echenique obtuvo el grado de bachiller en Letras por la Universidad Nacional
Mayor de San Marcos con la tesis
Función
del diálogo en la narrativa de Ernest Hemingway, en 1963.
Ribeyro firmó
tres manifiestos: 1) «Toma de posición», del 22 de julio de 1965, para apoyar
la lucha armada iniciada por el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR),
2) «Protesta de los intelectuales», del 10 de febrero de 1975, para respaldar
al gobierno del dictador Juan Velasco Alvarado y para rechazar las acciones de
universitarios apristas, y 3) «¡Basta ya!», del 10 de febrero de 1992, para condenar
el asesinato de María Elena Moyano, perpetrado por Sendero Luminoso.
Una parodia
acerca de ello es su cuento «La insignia».
A partir de la
edición de
Cuentos completos (Alfaguara, 1994), se invirtió el orden:
aparece
Solo para fumadores antes que
Relatos santacrucinos.
Según el censo
de 1940, Lima contaba con 562.885 habitantes. En el año 2000 su población era
de 6.723.130. En consecuencia, dejó de ser la Ciudad Jardín.
En el texto «Autocrítica»
(revista
Caretas, número 564, Lima, 6
de agosto de 1979), refiriéndose a sus libros
Los jefes (1959) y
Los cachorros (1967),
Vargas Llosa —quien pasó también su adolescencia en Miraflores— señala que el
barrio, entonces, era «prolongación del hogar, reino de la amistad».
Solo se ha
publicado el diario comprendido de 1950 a 1978.
Se trata de
«En torno a los diarios íntimos».
Véase «Dos
diaristas peruanos», en el cual no incluye a Pareja Paz Soldán. También se
puede revisar el discurso que ofreció Ribeyro en la presentación del primer
volumen de su diario íntimo,
La tentación del fracaso: «La tentación de
la memoria», revista
Debate, número
70, Lima, setiembre-octubre de 1992, páginas 56-59.
Ribeyro
declaró: «Los tres teníamos una especie de ritual, que consistía en almorzar
juntos. Lo que yo recuerdo de esos encuentros, sin embargo, es que no
hablábamos de literatura» (véase «Las letras nuestras de cada día. Conversación
entre Bryce y Ribeyro», revista
Debate, número 38, Lima, mayo de 1986).
Ribeyro no
volvió a dejar el cigarrillo. Falleció dos años después, el 4 de diciembre de
1994.
Luego de
recuperarse de las operaciones de cáncer en 1973, Ribeyro conservó una
estampita de San Martín de Porres. En una carta a su hermano Juan Antonio, el 30
de marzo de 1975, dice: «Con este seguro [médico] y el apoyo de San Martín de
Porres, ante el cual por mí intercedes, pienso salir adelante y aplastar al pernicioso
‘cangrejo’». El narrador llamaba «cangrejo» al cáncer.
Una selección
de ellas, unas doscientas cartas, se publicó póstumamente en el diario
El
Sol, del 7 de abril de 1996 al 22 de setiembre de 1999, en cuya gestión
estuve involucrado. La primera es del 3 de marzo de 1953 (escrita en Madrid) y
la más reciente es del 14 de setiembre de 1981 (escrita en París). Sin embargo,
quedan muchas más por editar. Posteriormente, me encargué del cuidado de la
edición en forma de libro:
Cartas a Juan Antonio, cuyo primer volumen
(1953-1958) apareció en 1996 y cuyo segundo tomo (1958-1970) se editó en 1998.
Su nombre real
es Cathy Herrera, identidad revelada en las cartas de Julio Ramón Ribeyro
remitidas a su hermano mayor, Juan Antonio.
En el citado
ensayo
La Generación del 50: un mundo dividido (1988), Miguel Gutiérrez
dice: «Ribeyro posee —su prosa, todos sus escritos lo demuestran— una
sensibilidad refinada, aristocrática, pero su lucidez, su decoro, más algo de
resentimiento (¿pero quién en este país, aparte de las clases que detentan el
poder, no tiene una conciencia agraviada?), lo llevaron a una suerte de
apertura humana y democrática (por lo menos en su primer periodo) por las
clases más explotadas de nuestra patria, y en especial por los grupos marginales».
Acerca de sus
antepasados, véase «Ancestros», el primer capítulo de su autobiografía.
Se trata de
Paseo
campestre y otros cuentos (1993), que recoge «Paseo campestre», «Dos
amigos», «La dote» y «Las sepulcrales».
Hay que tener
en cuenta que Mario Vargas Llosa acababa de publicar sus memorias,
El pez en el agua (1993), donde en un
pasaje critica a Ribeyro por haber servido con «docilidad, imparcialidad y
discreción» a todos los gobiernos de turno, dictaduras o democracias, desde el
régimen del general Juan Velasco Alvarado (1968-1975) para mantener su cargo de
diplomático.
Lideresa
popular de Villa El Salvador que se opuso enérgicamente a Sendero Luminoso. El
crimen se perpetró el 15 de febrero de 1992.
En los diarios
El Comercio y
La República.
El 18 de julio
de 1992, dos días después de la explosión de un coche bomba en la calle Tarata,
de Miraflores, un profesor y nueve estudiantes de la Universidad Nacional
Enrique Guzmán y Valle (conocida como La Cantuta) fueron desaparecidos por el
Grupo Colina, un escuadrón paramilitar. El 12 de julio de 1993 la revista
Sí,
dirigida por Ricardo Uceda, publicó un croquis en el cual se indicaba el lugar donde
había sido enterrada parte de los restos humanos pertenecientes a los
secuestrados de La Cantuta.