2 de diciembre de 2015

Crítica: El nombre de la rosa (1980) | Umberto Eco

Misteriosos crímenes en la abadía
Edición italiana.

Estamos en la Edad Media. Unos extraños asesinatos ocurren en una abadía benedictina. Quienes se han propuesto descubrir al autor de estos crímenes son un fraile franciscano y su discípulo. De esto y mucho más trata El nombre de la rosa (Il nome della rosa, 1980), novela del italiano Umberto Eco.
En un juego de cajas chinas, un autor anónimo (¿Umberto Eco?) nos asegura en la introducción que lo que sigue es un manuscrito reencontrado, redactado en latín a fines del siglo XIV por el monje alemán Adso de Melk. Este texto había sido publicado en 1721 por Joannis Mabillon y, casi de manera clandestina, fue traducido al francés por un tal abate Vallet en 1842.

Ediciones en francés, alemán, inglés y castellano.

El relato se divide según las horas del día, como lo hizo James Joyce en su influyente novela Ulises (Ulysses, 1922). Pero, a diferencia del libro del irlandés, los hechos que se narran aquí no ocurren en un solo día, sino en una semana de fines de noviembre de 1327. Semana que pasó Adso de Melk con su sagaz maestro Guillermo de Baskerville en una hermosa abadía ubicada en los montes Apeninos.
Desde su querido monasterio de Melk, el monje alemán narra a los 80 años algo que vio a los 18. Sucesos asombrosos y terribles en los que trata de ser fiel a lo acontecido, sin aventurar ninguna interpretación y comprometiéndose a decir toda la verdad. También con el deseo de ser instructivo y entretenido.
Con algo de misterio, en cierto pasaje, Adso apunta: «Que Dios, la Beata Virgen y todos los santos del Paraíso me asistan ahora en el relato de lo que entonces sucedió». En otras páginas, cuando distribuye el tiempo, escribe: «Vayamos con orden», «de eso ya hablaré más adelante» o «no anticipemos los acontecimientos». Al divagar, él mismo se corrige: «De nuevo me voy por las ramas y no cuento lo que debería contar».
Ubicada en una meseta al norte de Italia, la mencionada abadía poseía la mayor biblioteca de la cristiandad y estaba habitada entonces por alrededor de sesenta monjes, algunos provenientes de lejanas regiones de Europa. El bibliotecario Malaquías de Hildesheim era, como Adso, de origen alemán. El estudioso de la retórica Bencio de Upsala, escandinavo. El celoso vigilante de la biblioteca Jorge de Burgos, que remite al invidente escritor argentino Jorge Luis Borges, provenía de España. Aparte de estos y de los italianos, que eran mayoría lógicamente, había monjes franceses, dacios y griegos.

Sean Connery (Guillermo de Baskerville) y Christian Slater (Adso de Melk) en la adaptación de la novela, estrenada en 1986.

Por el carácter multicultural, por la ubicación del escenario en una meseta y por sus numerosas conversaciones, el libro nos recuerda La montaña mágica (Der Zauberberg, 1924), del alemán Thomas Mann. Como afirma el propio Eco en Apostillas a «El nombre de la rosa» (Postille al nome della rosa, 1983), folleto sobre el proceso creativo de nuestra novela, los libros siempre hablan de otros libros y cada historia cuenta una historia que ya se ha contado.
«Es la única que puede oponerse a las 36 bibliotecas de Bagdad, a los diez mil códices del visir Ibn al-Alkami, y que el número de sus biblias iguala a los 2.400 coranes de que se enorgullece El Cairo», dice Guillermo sobre la biblioteca de la abadía.
Instalada en la segunda planta del edificio, cerca del scriptorium (donde trabajan copistas, anticuarios y miniaturistas), esta biblioteca es para los monjes benedictinos el paraíso terrenal. Sin embargo, los muchos secretos que encierra solo son transmitidos entre el bibliotecario y su ayudante, desde su estructura laberíntica hasta los libros de autores infieles, que, por contener «mentiras», están prohibidos de ser leídos.
Los crímenes tienen que ver, precisamente, con uno de estos libros. Se trata de una obra de Aristóteles, uno de los mayores sabios de la humanidad, la cual versa sobre la comedia, el humor y la risa. Es la segunda parte de Poética (Ποιητική, siglo IV a. C.), obra escrita en griego, de la que solo se conservan 26 capítulos y que es la más antigua consideración sobre los géneros literarios.
¿Por qué tanto temor por este libro? Porque era del «Filósofo». Cada palabra suya —afirma Jorge de Burgos— ha cambiado la imagen del mundo y ha destruido una parte del saber que la cristiandad había acumulado a lo largo de los siglos. Además, para el monje español, la risa es la debilidad, la corrupción, y es capaz de rebelar a las personas contra el orden deseado por Dios. Por eso, aunque Cristo tal vez pudo reír, no se lee en el Evangelio que lo hubiera hecho.
Sin duda, el personaje más admirable es Guillermo de Baskerville, fraile inglés que estudió en París y Oxford, quien durante muchos años desempeñó con eficacia el oficio de inquisidor y al que le encantaba deslumbrar a la gente con la rapidez de sus deducciones. Como el detective Sherlock Holmes, protagonista de varios relatos del británico Arthur Conan Doyle, se deleita al desenredar la intrincada madeja que hay en los casos que se le presentan.
Este fraile franciscano tenía la misión de exponer las tesis de los teólogos del emperador Luis IV de Baviera a los enviados del codicioso papa Juan XXII, quien reinó desde la ciudad francesa de Aviñón (asunto muy criticado por los clérigos italianos). Guillermo de Baskerville opinaba que en las cosas terrenales el pueblo debía ser el legislador y no la Iglesia. También sostenía que el alto clero, al poseer una enorme riqueza material, perdía la pureza y contradecía a la vida pobre que llevó Jesucristo.
Así, se observa una Iglesia agitada por luchas intestinas, con sectas, persecuciones y torturas. Además, despectiva contra la mujer. El venerable monje franciscano Ubertino da Casale le advierte a Adso, en cierto momento, que esta es vehículo del demonio. Su belleza solo existe en la piel, debajo de ella uno encuentra mucosidades, bilis y excremento. La Virgen es la única sublime.
Por todo lo anterior, El nombre de la rosa se lee con deleite entre el público culto y popular, algo que pocas veces ocurre.
  
Umberto Eco (EFE).


La frase:

BELLEZA. «De tres cosas depende la belleza: en primer lugar, de la integridad o perfección, y por eso consideramos feo lo que está incompleto; luego, de la justa proporción, o sea de la consonancia; por último, de la claridad y la luz, y, en efecto, decimos que son bellas las cosas de colores nítidos» (El nombre de la rosa, Umberto Eco).

Crítica: Ensayo sobre la ceguera (1995) | José Saramago

La responsabilidad del vidente
Edición portuguesa.

En la novela Ensayo sobre la ceguera (Ensaio sobre a cegueira, 1995), del portugués José Saramago, se ofrece un mundo de ciegos en el que el vidente tiene la responsabilidad de guiar. La protagonista, «la mujer del médico», intenta orientar a un grupo de invidentes en un ambiente de caos absoluto.
Varias pandemias han castigado a la humanidad. La tifoidea, la viruela y la peste bubónica son algunos flagelos. Esta última, por ejemplo, causó en el siglo XIV la muerte de 25 millones de europeos. Igual número de personas falleció en el mundo por la «gripe española» a fines de la década de 1910. Estas experiencias muestran la debilidad del ser humano.

Ediciones en francés, alemán, inglés y castellano.

En la novela de Saramago, una persona pierde la vista repentinamente frente a un semáforo, mientras conducía su auto. Es uno de los primeros casos de la enfermedad. Para evitar la propagación del mal, aíslan a seis personas en un nosocomio abandonado. Aquí cobra importancia «la mujer del médico», que fingía ceguera, pues asume la responsabilidad de aliviar esta tragedia que se expande rápidamente. Si El perfume (Das Parfum, 1985), del alemán Patrick Süskind, exalta el sentido del olfato del protagonista, esta novela del portugués elimina la visión de sus personajes para lanzar dardos contra el egoísmo.
El polémico crítico estadounidense Harold Bloom ha dicho acerca de esta obra: «José Saramago siempre ha sido audazmente imaginativo como novelista. Ensayo sobre la ceguera es su más sorprendente e inquietante libro. Es una fantasía tan persuasiva que deja boquiabierto al lector al darse cuenta de cuán frágil es y será nuestra condición social. Es una novela que perdurará».
En cuanto a un pueblo atacado por una enfermedad, hay novelas anteriores que tratan este tema: Diario del año de la peste (A Journal of the Plague Year, 1722), del inglés Daniel Defoe; La peste (1947), del francés Albert Camus; El amor en los tiempos del cólera (1985), del colombiano Gabriel García Márquez.
¿Cuál es la diferencia? En el libro de Saramago, en medio de la desgracia, hay gente que saca provecho de lo material y de lo sexual de un modo miserable. Un sujeto, llamado irónicamente «el samaritano», ofrece ayuda al parecer de forma desinteresada «al primer ciego», pero se descubre después que lo hizo para robarle el auto.
En el nosocomio donde son encerradas las personas que pierden la vista, veinte ciegos controlan la comida. Piden objetos de valor y sexo con mujeres a cambio de alimentos. Al palpar a «la chica de las gafas oscuras», el jefe de estos pervertidos afirma: «Olé, nos tocó el gordo, ganado como este no había aparecido nunca por aquí». En este contexto, el ser humano se degrada de una forma espantosa.
Pese a la situación extrema, hay esperanza. «El primer ciego» dice al inicio: «Si voy a quedarme así para siempre, me mato». Sin embargo, eso no ocurrirá, pues intenta adaptarse a las circunstancias. La compasión, el desprendimiento y la fraternidad son cualidades del ser humano que la obra resalta. Esto no tiene que ver con alguna religión. Saramago fue un ateo confeso. Es más, la Iglesia católica se enfureció con la publicación de su novela El Evangelio según Jesucristo (O Evangelho Segundo Jesus Cristo, 1991), a la que acusó de blasfema.
  
Alice Braga (la tercera, «la chica de las gafas oscuras»), Danny Glover (el cuarto, «el viejo de la venda negra»), Mark Ruffalo (el quinto, «el médico») y Julianne Moore (la sexta, «la mujer del médico») en la adaptación de la novela, estrenada en 2008.


En una entrevista concedida al diario portugués Público, en 2008, el narrador portugués señaló que deseaba ser recordado por un solo pasaje de Ensayo sobre la ceguera. En esta escena, un perro se aproxima a «la mujer del médico», que llora porque no encuentra a su grupo, y le lame el rostro. «Es uno de los momentos más bellos de mi obra y me gustaría ser recordado como el escritor que creó el personaje del perro de las lágrimas. Lo digo por primera vez, si en el futuro alguien busca al escritor que dejó ese pasaje en su obra. Es el mensaje de la compasión, de la mujer que intenta salvar al grupo en que está su esposo y el perro se aproxima a un ser humano y, como no puede hacer más nada, bebe de sus lágrimas», declaró.
Un aspecto llamativo en varios libros de Saramago es su imagen del poder. «Nadie llega tan alto en la vida militar sin tener razón en todo cuanto piensa, dice y hace», asegura el narrador en cierto pasaje. En otro momento afirma: «Hemos podido ver con qué crueldad quitaron los fuertes el pan de la boca de los débiles». ¿Acaso las sucesivas dictaduras que sufrió Portugal en el siglo XX tienen relación con esta mirada? En este pequeño país ibérico, por buen tiempo, de 1925 a 1975, no se conocieron elecciones libres, y, de 1926 a 1986, quienes gobernaron fueron hombres con botas y fusil.
La novela, sin embargo, jamás menciona explícitamente en qué país se desarrolla la historia. Tampoco se dice en qué año se desenvuelve, pero sin duda es en tiempos recientes, pues en un pasaje se menciona el sida. Los localismos, asimismo, han sido dejados de lado. El lenguaje es estándar, literario, tal vez porque el autor intenta que el relato pueda ambientarse en cualquier parte. Así, quizá pretenda un alcance atemporal y universal. Del mismo modo, nunca se sabe el nombre de los personajes, solo se dice: «el primer ciego», «la mujer del primer ciego», «el médico», «la mujer del médico», «el viejo de la venda negra», «la chica de las gafas oscuras», «el niño estrábico».
En relación con los diálogos, Saramago los presenta luego de una coma, no después de un guion, de dos puntos o de comillas, como es costumbre. Para muestra, un botón. En un pasaje «la mujer del médico» y «la chica de las gafas oscuras» intercambian palabras: «Hoy es hoy, mañana será mañana, y es hoy cuando tengo la responsabilidad, no mañana, si estoy ciega ya, Responsabilidad de qué, La responsabilidad de tener ojos cuando los otros los han perdido, No puedes guiar ni dar de comer a todos los ciegos del mundo, Debería, Pero no puedes, Ayudaré en todo lo que esté a mi alcance». Esta técnica a veces dificulta la identificación de quien habla. Por otro lado, los párrafos son extensos; a veces de una sola oración, lo que exige algo más de atención.
Un punto en contra del libro que se debe resaltar es que hay hechos difíciles de creer. Por ejemplo, que las trescientas personas recluidas pasen hambre. Es una cantidad reducida para cualquier Estado. ¿A nadie se le ocurrió vender las joyas de los que perdían la vista o sus inmuebles? ¿Las personas en cuarentena no tenían familiares que les enviaran comida? Tampoco hay lógica en la forma como pierden o recuperan la vista las personas. ¿Por qué «la mujer del médico» fue la única que no contrajo el mal? El narrador omnisciente parece tener la respuesta cuando dice, acerca de cómo dos personajes ciegos encontraron el camino para reunirse con sus compañeros: «No vale la pena buscar explicaciones, las conjeturas son libres». Sin embargo, es muy reflexivo en otros temas. El libro es abundante en comentarios acerca de cualquier asunto. Uno de ellos dice: «De esa masa estamos hechos, mitad indiferencia y mitad ruindad».
Con una aparente sencillez, Saramago consigue en Ensayo sobre la ceguera una novela admirable contra el egoísmo, la irresponsabilidad, la deshumanización.
  
José Saramago, 2009 (Reuters).


La frase:
LLANTO. «Todos tenemos nuestros momentos de flaqueza, menos mal que todavía somos capaces de llorar, el llanto muchas veces es una salvación, hay ocasiones en que moriríamos si no llorásemos» (Ensayo sobre la ceguera, José Saramago).

Crítica: Los detectives salvajes (1998) | Roberto Bolaño

Muchas caras del exilio

Edición española.

Los detectives salvajes (1998), del chileno Roberto Bolaño, es una novela de enormes méritos y algunos defectillos. Un libro que abarca numerosos escenarios, y cuenta con una gran cantidad de personajes, diversos modos de hablar y cientos de historias.
La novela, que se desarrolla de 1975 a 1996, se ambienta principalmente en México y trata acerca de los fundadores de un grupo literario vanguardista. Se centra en los dos líderes del movimiento real visceralista: el chileno Arturo Belano y el mexicano Ulises Lima, quienes, tras enfrentarse a un proxeneta, se dirigen al desierto de Sonora, al norte del país, en busca de su mentora literaria, Cesárea Tinajero, que publicó algunos poemas de vanguardia en la década de 1920. Un incidente sangriento los empuja a huir, con rumbos distintos, a Europa, donde coinciden en ciertos lugares.

Ediciones en alemán, francés, inglés e italiano.

Ulises Lima viaja a Francia, Israel y Austria. Más tarde vuelve a México, se pierde en Nicaragua y retorna a su país. Arturo Belano, en cambio, pasa la mayor parte del tiempo en Cataluña, donde tiene empleos menores, publica su primera novela y se vuelve corresponsal de guerra en África para un diario madrileño.
La primera y la tercera parte del libro lo constituyen el diario personal de un integrante de los real visceralistas, Juan García Madero, un huérfano adolescente que vive con sus tíos, estudiante de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). ¿Por qué se reserva lo ocurrido en el desierto de Sonora para el final? ¿Por qué interrumpir el relato el último día de 1975 y volver después de un largo paréntesis? Para mantener el suspenso. Para explicar la huida de Belano y Lima del país.
Formada por 93 monólogos de 53 personajes, la segunda parte comprende los dos tercios del libro. Al inicio de cada monólogo se indica en negritas a quién pertenece, en qué lugar y cuándo se relata la historia (por ejemplo: María Font, calle Colima, colonia Condesa, México D. F., diciembre de 1976). Estas narraciones se distribuyen con cierto orden cronológico y temático en 26 secciones.
Subgénero de la autobiografía, el diario personal ha sido empleado en la novela en varias ocasiones. Ejemplos célebres son Diario del año de la peste (A Journal of the Plague Year, 1722), del británico Daniel Defoe; Corazón (Cuore, 1886), del italiano Edmundo de Amicis; Memorias de Adriano (Mémoires d’Hadrien, 1951), de la francesa Marguerite Yourcenar; La tregua (1960), del uruguayo Mario Benedetti.
En Los detectives salvajes llama la atención que un poeta de 17 años que da sus primeros pasos en la poesía anote en su diario personal observaciones brillantes y narre con pericia lo que le ocurre. Las mejores páginas del libro son, sin duda, el primer diario de García Madero y ciertos monólogos de la segunda parte. Este aspirante a escritor describe la Ciudad de México, entonces, en 1975, con una población de catorce millones de habitantes, con detalles, sin dejar de lado el habla propia de su país. Un caso: «Lo quiero un chingo [montón]».
Por desgracia, la novela es excesiva, sobre todo en la segunda parte. Hay frases, párrafos y páginas innecesarios. La relación que hace Amadeo Salvatierra de los poetas vanguardistas que participaron en una revista de 1921 es fatigosa. La primera parte del testimonio del neonazi austriaco Heimito Künst es soporífero. Lo mismo el tercer relato de la estadounidense Bárbara Patterson y el sexto relato del insano arquitecto Joaquín Font. Otro caso es la narración de la judía Edith Oster, que tiene que ver más con ella que con Belano, su expareja. El monólogo del gallego Xosé Lendoiro, abogado, poeta y editor de una revista literaria, cansa con sus latinismos. Las declaraciones ofrecidas en la Feria de Libro de Madrid de 1994 agotan de igual modo. En la tercera parte, García Madero fatiga con sus explicaciones de algunas figuras literarias. Además, ciertos relatos, aunque interesantes, no tienen mucho que ver con el foco de la historia. Asimismo, unas historias encajan de modo perfecto y otras, no.
Por otro lado, la novela es una autobiografía encubierta. Arturo Belano es el álter ego de Roberto Bolaño. Hay muchos puntos del personaje que coinciden con la vida del autor. Su infancia en Valparaíso, sus estudios escolares en México, su simpatía inicial con el trotskismo, su breve retorno a Chile antes del golpe de Estado del general Augusto Pinochet en 1973, su vuelta al Distrito Federal, su admiración por la poesía de su compatriota Nicanor Parra por encima de Pablo Neruda, su militancia en un grupo literario que se subleva contra el sistema imperante, sus constantes paseos nocturnos, su vicio por el cigarrillo, su trabajo de vigilante en un camping cerca de Barcelona, su vida con aprietos económicos en Europa, su constante participación en pequeños concursos literarios en España, su enfermedad hepática. Hay que anotar que algunos aspectos de Belano están al margen de la ley: vive de ilegal, trafica marihuana y está envuelto en un crimen. Lo mismo pasa con García Madero, quien robaba libros, acto que practicó Bolaño, según propia confesión.
  
Augusto Pinochet.


El contacto de la realidad es mayor, algo que no le da méritos a una novela, pues lo importante aquí es el poder del hechizo del escritor, su forma efectiva y singular de narrar. Sin embargo, es de interés del lector saber qué experiencias verdaderas sirvieron al autor. Los real visceralistas se basan en el movimiento infrarrealista, fundado por Bolaño y Mario Santiago Papasquiaro, fallecido en 1998. Esta corriente vanguardista se oponía, como el grupo literario de Los detectives salvajes, al establishment literario mexicano, liderado por el poeta Octavio Paz. En ocasiones se manifestaba con sabotajes en recitales de poetas consagrados.
Ulises Lima, en cambio, se basa en Mario Santiago Papasquiaro. En una entrevista de 1999, Bolaño cuenta una anécdota acerca de la pasión de este por la lectura: «Siempre veía mis libros mojados y no sabía qué había ocurrido. ¿Será que México es tan grande que puede llover en ciertas partes?, me pregunté, hasta que lo sorprendí leyendo en la ducha». Fuera de su país, Papasquiaro vivió en Barcelona, París, Tel Aviv y Viena.
En la segunda parte de Los detectives salvajes hay un monólogo del escritor mexicano Carlos Monsiváis, fechado en mayo de 1976, que recuerda a Lima y Belano, quienes criticaban a Octavio Paz sin ofrecer ideas contundentes. No le reconocían ningún mérito al célebre poeta. Monsiváis agrega que les pidió una crítica para publicarla en una revista. «Todavía la estoy esperando», sentencia. Más adelante la secretaria de Octavio Paz cuenta el encuentro de este con Ulises Lima en un parque de Ciudad de México. Ambos célebres autores son seres reales ficcionalizados. Otro escritor que figura en el libro es el novelista catalán Juan Marsé, quien brinda ayuda a la madre de Belano.
  
Octavio Paz.


Sin mencionar sus nombres, dos escritores que fueron promesas literarias del continente son retratados con dureza. En un culto a la chismografía, hay que afirmar que todas las pistas señalan al poeta peruano Enrique Verástegui y al narrador cubano Reinaldo Arenas. El primero obtuvo una beca que le permitió viajar al extranjero, fue «un maoísta de salón» en París, años después volvió al Perú y abrazó la Iglesia católica, mientras el país se desangraba por obra de Sendero Luminoso. Su mujer lo abandonó, fue mantenido por sus padres y no tenía el sentido del ridículo en las autoalabanzas. El segundo fue reprimido por la Revolución cubana por ser homosexual y estuvo en prisión. Por fortuna, huyó a Estados Unidos, pero contrajo el sida. Tiempo después se suicidó.
  
Enrique Verástegui.


Otro aspecto de interés es que en Los detectives salvajes se respira sexo en muchas partes. García Madero cuenta la pérdida de su virginidad en páginas brillantes. Tras tener relaciones con la guapa María Font, este jovenzuelo convive con la mesera Rosario y tiene aventuras sexuales con la adolescente prostituta Lupe. Todo ocurre en breve tiempo. La lista de amantes de Belano, por su parte, es amplia y está compuesta por jóvenes de diversas nacionalidades. Dos casos: la francesa Simone Darrieux, masoquista y lectora del marqués de Sade, y la inglesa Mary Watson, estudiante a quien conoció cerca de Barcelona. Hay un episodio cómico digno de mención, ocurre cuando Lendoiro encuentra a su hija en acrobacias sexuales con el poeta chileno.
En relación con personajes de distintos países, se encuentra en el libro una variedad de modos de hablar. Aquí tres ejemplos. El emigrante chileno Andrés Ramírez: «Me lo dieron al tiro [de inmediato]». El poeta peruano Hipólito Garcés: «Estaba cagado [muerto] de miedo». La culturista española María Teresa Solsona Ribot: «El nombre es cutre, hortera [de mal gusto]». Donde no acierta el autor es en la forma particular de expresarse de los argentinos.
Sigamos con el lenguaje: hay cuatro correctores de textos en la novela. Las poetas real visceralistas María Font y Xóchitl García se dedican a este oficio en diferentes periódicos, el novelista ecuatoriano Vargas Pardo y el chileno Felipe Müller hacen lo propio en una editorial mexicana y española, respectivamente. Es lamentable, sin embargo, el descuido en la difundida edición de Anagrama. Veamos cinco casos. Dice: «cincuentaicinco», «botella de Lulú sabor fresa», «jugaba a fútbol», «Saint John Perse», «manténte». Debe decir: «cincuenta y cinco», «botella de Lulú sabor a fresa», «jugaba al fútbol», «Saint-John Perse», «mantente».
En cuanto a recoger diversos testimonios acerca de un mismo hecho, esto permite comparar Los detectives salvajes con Rashomon (1950), largometraje del japonés Akira Kurosawa. Esto se ve nítidamente en el modo de tratar el duelo de espadas que protagonizan Belano y el crítico literario Iñaki Echevarne. Así, la enfermera Susana Puig, el pintor Guillem Piña y Jaume Planells ofrecen sus puntos de vista de lo ocurrido.
¿Qué antecedentes tiene Los detectives salvajes? Muchos comparan la novela de Bolaño con Rayuela (1963), del argentino Julio Cortázar. En un artículo publicado en el diario chileno Las Últimas Noticias, en 1998, Javier Aspurúa considera que la novela del chileno es una gran summa del exilio latinoamericano. Si el exilio en las décadas de 1950 y 1960 era voluntario y por razones culturales más que políticas, el de las décadas siguientes opera a la inversa. Ambas obras se aproximan también a la literatura como tema. Cortázar propone la tesis del lector macho, el que participa activamente en el desentrañado textual. Bolaño pone a los real visceralistas en busca de los orígenes de las vanguardias más marginales. Plantea, así, «una nueva actitud para escritores y lectores, una nueva manera de entender el oficio del escritor y la tarea del lector, tal como lo hizo, en su momento, Cortázar», afirma Aspurúa.
Por último, el título de la obra puede confundir. No se trata de un policial exactamente. Tampoco Belano y Lima son «salvajes». Por otro lado, una pregunta queda flotando al cerrar el libro: ¿qué le ocurrió a García Madero? ¿Él es quien recoge los testimonios de la segunda parte? Mmm. Un monólogo se dirige a Belano. Eso sí es claro. También es claro que Los detectives salvajes es una extraordinaria novela.
  
Roberto Bolaño.


La frase:
VIAJAR. «No hay nada como viajar para ensanchar la cultura. Pero también para afinar la sensibilidad» (Los detectives salvajes, Roberto Bolaño).

25 de abril de 2015

Historietas sobre escritores peruanos


1. Julio Ramón Ribeyro (1929-1994)
Publicada en «Luces», diario El Comercio, 3 de diciembre de 2014.

2. Martín Adán (1908-1985)
Publicada en «Escape», diario El Comercio, 29 de enero de 2015.

3. Abraham Valdelomar (1888-1919) 
Publicada en «El Dominical», diario El Comercio, 29 de marzo de 2015.

4. César Vallejo (1892-1938)
Publicada en «El Dominical», diario El Comercio, 19 de abril de 2015.



9 de abril de 2015

Los valores tradicionales en «El Caballero Carmelo»


Abraham Valdelomar.

Resumen: Desde la metodología descrita por el crítico Alberto Escobar en su libro La partida inconclusa (1976), se analiza «El Caballero Carmelo» (1913), de Abraham Valdelomar, uno de los cuentos peruanos más célebres. El presente ensayo se centra en el tema de las relaciones familiares, de los valores tradicionales. Toma en cuenta los otros cuentos «criollos», es decir, del proyecto inconcluso La aldea encantada, como «El vuelo de los cóndores» (1914), «Los ojos de Judas» (1914) y «Yerba santa» (1917). Ello por la afinidad estilística, de ambiente (el pueblo de San Andrés de los Pescadores, al sur de Pisco), de personajes, del narrador (el niño llamado Abraham), temáticos.

Palabras claves: Abraham Valdelomar, «El Caballero Carmelo», cuento, relaciones familiares

Abstract: From the methodological approach described by the literary critic Alberto Escobar in his book The Unfinished Departure (1976), We analysed «El Caballero Carmelo» (1913), one of the most famous short story written by Peruvian author Abraham Valdelomar. This essay focuses on the theme of family relationships, and traditional values. But also, is taking into account the other «Criollo» stories, that integrated, the unfinished project called La aldea encantada, which includes pieces such as: «The Flight of the Condors» (1914), «The Eyes of Judas» (1914) and «Holy Herbs» (1917). This is due to the stylistic affinity of the surroundings (the town of San Andrés de los Pescadores, south of Pisco city), and equally important: the characters, and the narrator with the same thematic (e.g. the boy named Abraham).

Key words: Abraham Valdelomar, «El Caballero Carmelo», tale, family relationships



Índice
1. Introducción
2. Argumento del texto
3. Segmentación de la obra
4. Estructura y estrategias narrativas
5. Aldea encantada vs. ciudad moderna
6. La familia
7. La religiosidad de la comunidad
8. Los valores familiares
9. Los antivalores familiares
10. Los otros cuentos «criollos»
11. Los relatos de «aprendizaje»
12. Una vieja polémica
13. Conocedor de gallos
14. Los niños como protagonistas
15. Conclusiones
16. Bibliografía

1. Introducción
El cuento «El Caballero Carmelo», de Abraham Valdelomar (1888-1919), es uno de los más conocidos y leídos de toda la literatura peruana. Se publicó originalmente el 13 de noviembre de 1913, página 7, en el diario La Nación de Lima, firmado con el seudónimo «Paracas».
El texto obtuvo el primer lugar en un concurso organizado por este periódico. El jurado lo integraban el historiador Carlos Wiesse Portocarrero, el crítico y narrador Emilio Gutiérrez de Quintanilla y el poeta Enrique Bustamante y Ballivián, director de la publicación, muy amigo de Valdelomar. El autor se encontraba en Roma cuando terminó el cuento. Deseaba ganar el premio para resarcir la herida que le había dejado la derrota de su candidatura a la presidencia del Centro Universitario de San Marcos en 1913. En una carta del 8 de octubre de 1913, Valdelomar le dice a su amigo el poeta Enrique Bustamante y Ballivián:
[...] he sacado de mi libro de novelas cortas ese cuento que le envío, para entrar al concurso. Como usted sabe que me jodería completamente sacar un segundo o tercer premio, el favor que usted me va a hacer consiste en que entregue el cuento, al cual le pongo yo un seudónimo; para en caso de no sacar el premio, no se sepa mi nombre. Esto lo hago yo, su intervención es esta otra: si me dieran por chiripa el primer premio, entonces usted explica al jurado la razón que tuve para dar mi seudónimo y la carta que envío para garantizar la propiedad de mi cuento. Esto solo en el caso de que se trate del primer premio, pues si no, usted se quedará tan calladito y no se sabrá que el cuento ese es escrito por este pobre diablo. Otra cosa aún. Como yo no quiero que hablen y critiquen mi actitud al ir a ese concurso, ni que digan que es cojudo y que, yo desde Europa, les vaya a arrebatar triunfos a los de allí, le incluyo un pliego en el cual renuncio al premio y cedo el dinero al que me suceda y, si este no lo quisiera, al Centro Universitario o a cualquier sociedad (Citado en Sánchez, (2009 [1969]): 86-87).
El 3 de enero de 1914 La Nación publicó el fallo del jurado. Sin embargo, la alegría de Valdelomar se empañó semanas después debido a que el coronel Óscar R. Benavides dio un golpe de Estado el 14 de febrero. Así, el narrador renunció a su cargo de diplomático en Roma.
Volvamos al cuento. Este formó parte, en 1918, del libro homónimo. El texto, en realidad, pertenecía a un conjunto de relatos que el autor pensaba publicar bajo el título de La aldea encantada, relatos que recreaban el mundo de su infancia y cuya primera edición estaría a cargo de la editorial parisina Ollendorff[1]. Todos estos cuentos se ambientarían en la ciudad de Pisco, donde efectivamente vivió el escritor entre los 4 y 9 años de edad (1892-1897). Algunos de ellos se desarrollarían en San Andrés de los Pescadores, aldea al sur de Pisco, de ahí el nombre del proyecto. El autor declaró en cierta ocasión: «Mis maestros de estética fueron el paisaje y el mar; mi libro de moral fue la aldehuela de San Andrés de los Pescadores, única filosofía la que me enseñara el cementerio de mi pueblo. Yo dejé el pueblo amado de mi corazón a los 9 años»[2]. Además, estos relatos tienen como protagonistas a niños, y su temática gira en torno a la familia y los vínculos afectivos entre padres e hijos, y a la vida cotidiana en un pueblo pequeño y aislado de la modernidad.
Aunque el libro La aldea encantada nunca se publicó, Valdelomar dejó listos la introducción y el prólogo del libro, textos en los que se hacen explícitas sus propuestas y la poética de estos relatos, a los lo que la crítica suele denominar cuentos «criollos». Ambos textos aparecieron, en vida del autor, en diversas revistas literarias, y han sido incluidos en el libro La aldea encantada (2008), una antología de toda la obra de Valdelomar y que, además, cuenta con ensayos e interpretaciones de los respetados estudiosos Ricardo González Vigil y Luis Jaime Cisneros.
En el presente ensayo interpretaré el cuento «El Caballero Carmelo». Tomaré la metodología descrita por Alberto Escobar en su libro La partida inconclusa (1976)[3]. Me centraré en el tema de las relaciones familiares y las relacionaré con los ya mencionados introducción y prólogo escritos por Valdelomar. Además, tendré en cuenta los otros cuentos «criollos» o de La aldea encantada: «El vuelo de los cóndores» (1914), «Los ojos de Judas» (1914), «El buque negro» (1917), «Yerba santa» (1917), «La paraca» (1915) y «Hebaristo, el sauce que murió de amor» (1917).
Lo que deseo demostrar es que «El Caballero Carmelo» es quizá la más lograda materialización de las propuestas expresadas por Valdelomar en estos textos. Además, estas propuestas deben su fuerza y vitalidad a que están centradas en los más tradicionales valores (familiares, religiosos y sociales) vigentes en aquella época. Asimismo, el retrato de la vida familiar se realiza en un realismo que no excluye los aspectos oscuros o polémicos, con lo que la obra adquiere una mayor vigencia y calidad artística.

2. Argumento del texto
A pesar de ser un cuento bastante conocido, haré a continuación un resumen de los hechos narrados en el cuento:
El relato transcurre en Pisco, en torno a la familia del narrador, quien recuerda en primera persona un episodio imborrable que vivió en su niñez, supuestamente a fines del siglo XIX. Un día, después de un largo viaje, Roberto, el hermano mayor de la familia, llegó cabalgando cargado de regalos para sus padres y hermanos. A cada uno le entregó un obsequio, pero el que más impacto causó fue el que dio a su padre: un gallo de pelea de impresionante color y porte. Le pusieron por nombre el Caballero Carmelo y pronto, en la arena, ganó múltiples duelos.
Ya viejo, fue retirado del oficio y todos creían que culminaría sus días de muerte natural, pero cierto día el padre, herido en su amor propio porque alguien se atrevió a decirle que el Caballero Carmelo no era un gallo de raza, para demostrar lo contrario, pactó una pelea con otro animal de fama, el Ajiseco, que —aunque no se igualaba en experiencia con el Caballero Carmelo— tenía, sin embargo, la ventaja de ser más joven.
Hubo sentimiento de pena en toda la familia, pues sabían que el Caballero Carmelo ya no estaba para esos encuentros, pero no hubo marcha atrás: la pelea se pactó para el día de la patria, el 28 de julio, en la vecina caleta de San Andrés. Llegado el día, los niños varones de la familia acudieron a observar el espectáculo. Encontraron al pueblo engalanado, con sus habitantes vestidos con sus mejores trajes. Las peleas de gallos se realizaban en una pequeña cancha adecuada para la ocasión.
Luego de una interesante pelea gallística, les tocó el turno al Ajiseco y al Caballero Carmelo. Las apuestas se animaron. Como era de esperar, el Ajiseco era el favorito. Ya en la pelea, el Caballero Carmelo intentaba poner su filuda cuchilla en el pecho del contrincante, pero no acertaba. Luego de una lucha a favor del Ajiseco, el Caballero Carmelo venció, pero quedó gravemente herido. Todos felicitaron a su dueño por la victoria y se retiraron del coliseo porque había sido la pelea más interesante.
Los niños condujeron a casa al Caballero Carmelo para curarlo. Aunque se prodigaron en su atención, no reanimaron al gallo, que, tras sobrevivir dos días, se levantó al atardecer mirando el horizonte, batió las alas y cantó por última vez, para luego desplomarse y morir apaciblemente, mirando amorosamente a sus amos. Toda la familia quedó apesadumbrada y cenó en silencio aquella noche. Esa fue la historia de un gallo de raza, último vástago de aquellos gallos de pelea que fueron orgullo por mucho tiempo del valle del Caucato, fértil región donde se forjaban dichos paladines.

3. Segmentación de la obra
El propio Valdelomar dividió la obra en seis partes numeradas:
I. Retorno de Roberto, hermano mayor del narrador, quien trae regalos para la familia. A su padre le obsequia un gallo de pelea, que será conocido como el Caballero Carmelo.
II. Amanecer en Pisco, partida del padre hacía su trabajo, llegada del panadero. Los niños se encargan de alimentar a los animales del corral, entre los cuales destaca un gallo llamado el Pelado, que, pendenciero y escandaloso, se escapa y se mete en el comedor, donde causa destrozos. Enterado el padre, sentencia que el Pelado sea sacrificado para el almuerzo del domingo. El dueño del gallo, Anfiloquio (uno de los hermanos de Abraham), protesta por esta decisión y trata de argüir razones para salvarlo. Pero la decisión ya está tomada. El muchacho entonces llora impotente, ante lo cual interviene la madre, quien le promete que no matarían a su gallo.
III. Descripción de Pisco, frente al mar, con sus tres plazuelas y su puerto. Más al sur, yendo por el camino de la costa, se llegaba a la aldea de San Andrés de los Pescadores, habitada por gentes sencillas, dedicadas a la pesca y al comercio, descendientes de las poblaciones nativas. (En algunas versiones del cuento, sobre todo en aquellas destinadas a los escolares, se mutila inexplicablemente esta sección).
IV. Tres años después de su llegada, el Caballero Carmelo había envejecido, luego de ser ganador en varios duelos con otros gallos de la región. Molesto porque alguien dijo que su gallo no era de raza, el padre lo volverá a hacer pelear, esta vez con un gallo más joven, el Ajiseco. El duelo se pacta para el 28 de julio, día de la patria, en la aldea de San Andrés. Un hombre viene seis días consecutivos para entrenar al Carmelo. Finalmente llega el día esperado y se llevan al Carmelo, ante las protestas de la madre y el llanto de las niñas. Una de ellas, Jesús, ruega a Abraham que lo siga y lo cuide.
V. El pueblo de San Andrés se engalana para la fiesta. Luego de una reñida lucha, el Caballero Carmelo se alza con el triunfo, aunque queda gravemente herido. Todos felicitan al padre de Abraham por la victoria de su gallo de pelea. Los niños cargan al Caballero Carmelo y se lo llevan a casa.
VI. El Caballero Carmelo estuvo sometido dos días a toda clase de cuidados. Pero todo fue en vano y expira, luego de dar su último canto, ante la consternación de toda la familia.

4. Estructura y estrategias narrativas
Como se aprecia, solo desde la segunda mitad del cuento el Caballero Carmelo se convierte en el centro del relato. En la primera mitad, se describe profusamente tanto la vida al interior del hogar familiar (secuencias I y II) como la de los pobladores del puerto de Pisco.
Hay, sin embargo, otra diferencia importante entre la primera mitad y la segunda: los saltos temporales entre secuencia y secuencia. Entre la I y la II quizá ha pasado uno o dos años. La III es una secuencia atemporal, y entre la II y la IV hay también uno o dos años. En suma, el tiempo transcurrido desde la llegada del Caballero Carmelo y los sucesos relativos al duelo con el Ajiseco es tres años.
Entre los cuentos de Valdelomar, «El Caballero Carmelo» es uno de los que tiene más marcada presencia del paso del tiempo. Así lo afirma Ricardo Silva-Santisteban en el libro Cinco asedios al cuento peruano (2008): «En ‘El Caballero Carmelo’ asume fundamental importancia el paso del tiempo, al que debemos considerar un elemento capital dentro del relato [...]. En otros cuentos, como ‘Los ojos de Judas’, es más bien el espacio el elemento fundamental» (Silva-Santisteban, 2008: 28).
Entonces, ¿cómo explicar la inclusión de una secuencia atemporal justamente en la mitad del relato? Mi interpretación es que esta secuencia es la que fija, a la manera de un eje, todo el transcurrir del cuento en una época específica. Pero no se trata de una época histórica específica, sino del «tiempo sin tempo» del mito, según la definición del escritor rumano, especialista en mitología, chamanismo e historia de las religiones Mircea Eliade. Más específicamente, del mito personal del autor, de aquella aldea encantada en la que vivió su infancia y a la que, al parecer, siempre quiso regresar.

5. Aldea encantada vs. ciudad moderna
En el mencionado poema de introducción a La aldea encantada, Valdelomar dice:
Ven a pasear a mi aldea, peregrino lector.
Ni armas, ni escudo luce del señor de Castilla...
...Y si al fin, terminada la peregrinación,
gustas de los paisajes de la Aldea Encantada,
musita, peregrino, una breve oración
por las amables horas de mi niñez pasada,
por todos los alegres días que ya no son
muertos y sepultados bajo mi corazón.
Amor, recuerdos, fechas, infancia, polvo, nada... (Valdelomar, 2008: 17).
La conciencia de que se trata de un tiempo pasado es todavía más explícita en el extenso prólogo, que no es otra cosa que una carta «a mi hermana Jesús»:
Desde aquellos arcádicos tiempos del gallo Carmelo, la higuerilla y el rezar contrito, yo y el mundo hemos dado muchas vueltas, mi dulce Jesús. Entonces nuestro universo era la aldea. Todos siete hermanos, que alrededor de la mesa bendecíamos al Señor y amábamos la vieja casa, hemos ido por el mundo cosechando sinsabores y penas  (Valdelomar, 2008: 25-26).
Ricardo González Vigil ha descubierto que en Valdelomar esa «Aldea Encantada» es un mundo opuesto y complementario de las ciudades modernas en las que vivió el Valdelomar adulto, especialmente durante su largo recorrido por Europa. Según este crítico, el enfrentamiento entre estos dos mundos se manifiesta en una serie de oposiciones:
1. Aldea, sociedad comunitaria y patriarcal ≠ Ciudad, civilización moderna.
2. Hogar, infancia ≠ Relaciones comerciales, utilitarismo.
3. Pureza, virtud ≠ Pecado, vicio.
4. Dios, espíritu, misterio ≠ Materialismo, sensualidad, cinismo.
5. Sencillez, vida natural ≠ Artificialidad, amaneramiento.
6. Salud ≠ Enfermedad.
7. Emoción popular ≠ Lo aristocrático y el dandismo.
A partir de estas oposiciones, según González Vigil, es posible dividir toda la producción literaria de Valdelomar en dos conjuntos claramente definidos: por un lado, los cuentos «criollos» e «incaicos», y los poemas; por otro lado, los llamados cuentos «yanquis», «chinos» y humorísticos, y novelas como La ciudad de los tísicos (1911). Pero estas oposiciones implican también una idealización del mundo de la infancia, que se expresa claramente en el ya citado prólogo:
¡Cuán dulce, buena, buena y triste era la vida de aquel pueblo! Qué sencillez en las gentes, qué paz la que reinaba en todo, qué silencio, augusto y misterioso que pesaba sobre esa ciudad de hombres resignados que jamás salieron del pueblo. ¡En qué aire solitario, misterioso e inefable pasó nuestra niñez! Aquel lugar parecía habitado por una sola y gran familia: se conmovían unánimemente por las desgracias ajenas[4]; gozaban sencillamente, y hasta en el morir, cuán dulce, sabia y humanamente se iban de la vida aquellos abuelos centenarios, que con sus manos sarmentosas elevadas al cielo y los ojos fijos en el Crucificado, pronunciaban, expirando, la última frase, ya casi ininteligible: «En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu (Valdelomar, 2008: 25).
En el texto también se describe el otro extremo de la oposición: la ciudad de Nueva York y su efervescente actividad:
Enormes bocas abiertas se tragaban a infinidad de personas que por otras bocas salían. Un lenguaje de jotas y de kas mezclado con negras nubes de humo, vomitadas por chimeneas, me robaba el oxígeno. ¡En amplias calles atropellábanse millones de seres apurados y aquel río humano, interminable, sonoro, obsesionante y dantesco, en medio de sus máquinas, por sobre puentes, bajo sus alambres, hundiéndose ora en la tierra, elevándose luego en el espacio, rodó, rodó todo el día, fatigante y mortal, hasta que llegó el luminoso prodigio de la noche! ¡Oh, aquel mar de fuego en medio del cual, como náufragos, se debatían funambulescamente los hombres! (Valdelomar, 2008: 28).

6. La familia
Por supuesto, si el mundo de la infancia es visto como un paraíso terrenal perdido, la ciudad de Nueva York se presenta, a los ojos del escritor peruano, como un infierno «dantesco» con bocas que se tragan a la gente, con fuegos y luces, y la gente moviéndose como almas en pena. Sintomáticamente, el cuento «El Caballero Carmelo» se inicia precisamente con el regreso del hermano mayor, que parece haber pasado una larga temporada en el infernal mundo exterior, a la «aldea encantada». El viajero llega con las huellas de los grandes males vividos. Así lo hace saber el narrador, contrastando su aspecto con la salud y el desarrollo de la higuerilla que él propio hermano sembró y que, por supuesto, permaneció siempre en la aldea encantada. No hace falta explicar que el árbol (en este caso arbusto) es un símbolo tradicionalmente asociado con la familia:
Entró el viajero al empedrado patio donde el ñorbo y la campanilla enredábanse en las columnas como venas en un brazo y descendió en los de todos nosotros. ¡Cómo se regocijaba mi madre! Tocábalo, acariciaba su tostada piel, encontrábalo viejo, triste, delgado. Con su ropa empolvada aún, Roberto recorría las habitaciones rodeadas de nosotros; fue a su cuarto, pasó al comedor, vio los objetos que se habían comprado durante su ausencia, y llegó al jardín.
—¿Y la higuerilla? —dijo.
Buscaba entristecido aquel árbol cuya semilla sembrara él mismo antes de partir. Reímos todos:
—¡Bajo la higuerilla estás!...
El árbol había crecido y se mecía armoniosamente con la brisa marina. Tocolo mi hermano, limpió cariñosamente las hojas que le rebozaban la cara... (Valdelomar, 2000: 135).
Pero cuáles son los elementos que convierten a la caleta de San Andrés en el paraíso perdido. Son varios. El propio Valdelomar se encarga de resaltar reiteradamente en el cuento los aspectos relacionados con los llamados valores familiares: la generosidad, el respeto y especialmente el amor. Todo ello es presentado en la segunda secuencia, cuando se describen las actividades matutinas en el hogar familiar:
[...] en el frescor del alba, en el radiante despertar del día, sentíamos los pasos de mi madre en el comedor, preparando el café para papá. Marchábase este a la oficina. Despertaba ella a la criada, chirriaba la puerta de la calle con sus mohosos goznes; oíase el canto del gallo que era contestado a intervalo por todos los de la vecindad; sentíase el ruido del mar, el frescor de la mañana, la alegría sana de la vida. Después mi madre venía a nosotros, nos hacía rezar, arrodillados en la cama, con nuestras blancas camisas de dormir; vestíanos luego... (Valdelomar, 2000: 136).

7. La religiosidad de la comunidad
En la tercera secuencia, esos valores tradicionales se trasladan a toda la comunidad, sumándoles una peculiar religiosidad peculiar:
Por las calles no transitan al mediodía las personas y nada turba la paz de aquella aldea, cuyos habitantes no son más numerosos que los dátiles de sus veinte palmeras. Iglesia ni cura habían, en mi tiempo. Las gentes de San Andrés, los domingos, al clarear el alba, iban al puerto, con los jumentos cargados de corvinas frescas y luego en la capilla, cumplían con Dios. Buenas gentes, de dulces rostros, tranquilo mirar, morigeradas y sencillas, indios de la más pura cepa, descendientes remotos y ciertos de los hijos del Sol, cruzaban a pie todos los caminos, como en la Edad Feliz del Inca, atravesaban en caravana inmensa la costa para llegar al templo y oráculo del buen Pachacámac, con la ofrenda en la alforja, la pregunta en la memoria y la fe en el sencillo espíritu (Valdelomar, 2000: 136).

8. Los valores familiares
Por otra parte, el propio Caballero Carmelo parece ser la encarnación de toda una serie de valores tradicionales:
Esbelto, magro, musculoso y austero, su afilada cabeza roja era la de un hidalgo altísimo, caballeroso, justiciero y prudente. Agallas bermejas, delgada cresta de encendido color, ojos vivos y redondos, mirada fiera y perdonadora, acerado pico agudo. La cola hacía un arco de plumas tornasoles, su cuerpo de color carmelo avanzaba en el pecho audaz y duro. Las piernas fuertes que estacas musulmanas defendían, cubiertas de escamas, parecían las de un armado caballero medieval (Valdelomar, 2000: 141).
En cambio, el gallo rival, el Ajiseco, reúne casi todos los vicios del mundo moderno; «hacía cosas tan petulantes cuan humanas: miraba con desprecio a nuestro gallo y se paseaba como dueño de la cancha. Enardeciéronse los ánimos de los adversarios, llegaron al centro y alargaron sus erizados cuellos, tocándose los picos sin perder terreno. El Ajiseco dio la primera embestida [...] bravucón y necio, todo quería hacerlo a aletazos y golpes de fuerza». Valdelomar, 2000: 143).
La muerte del Caballero Carmelo, a pesar de su triunfo en la pelea, es un reconocimiento de que los valores tradicionales que representa no tienen sentido en el competitivo y deshumanizado mundo moderno.
Así pasó por el mundo aquel héroe ignorado, aquel amigo tan querido de nuestra niñez: El Caballero Carmelo, flor y nata de paladines, y último vástago de aquellos gallos de sangre y de raza, cuyo prestigio unánime fue el orgullo, por muchos años, de todo el verde y fecundo valle de Caucato (Valdelomar, 2000: 145).

9. Los antivalores familiares
En el seno de la familia tan idílicamente descrita en el cuento, hay también algunos elementos «negativos», propios de las familias tradicionales. En primer lugar, la distancia y la falta de comunicación del padre y los hijos. Esto se evidencia desde la primera secuencia, en la que el padre es el único miembro de la familia que no está presente. Y en la segunda secuencia, el enfrentamiento entre el innominado padre y Anfiloquio, uno de los hijos, sobre el destino del gallo Pelado resulta evidente.
A este enfrentamiento se suma la decisión del padre de aceptar el desafío y realizar la pelea entre el Caballero Carmelo y el Ajiseco. Se trata de una decisión absolutamente autoritaria, en la que no tienen ninguna intervención el resto de la familia, ni la esposa ni los hijos. Ninguno de ellos puede entender la decisión del padre, pero la aceptan «con profundo dolor» (Valdelomar, 2000: 141):
Una tarde, mi padre, después del almuerzo, nos dio la noticia. Había aceptado una apuesta para la jugada de gallos de San Andrés, el 28 de julio. No había podido evitarlo. Le habían dicho que el Carmelo, cuyo prestigio era mayor que el del alcalde, no era un gallo de raza. Molestose mi padre. Cambiáronse frases y apuestas; y aceptó. Dentro de un mes toparía al Carmelo, con el Ajiseco, de otro aficionado, famoso gallo vencedor, como el nuestro, en muchas lides singulares. Nosotros recibimos la noticia con profundo dolor. El Carmelo iría a un combate y a luchar a muerte, cuerpo a cuerpo, con un gallo más fuerte y más joven. Hacía ya tres años que estaba en casa, había él envejecido mientras crecíamos nosotros, ¿por qué aquella crueldad de hacerlo pelear?... (Valdelomar, 2000: 141).
Además de este rasgo de innegable autoritarismo, en esta familia hay una subordinación total de la mujer, tanto de las hermanas como de la madre. No solo se trata de que el padre tome decisiones sin tener en cuenta en absoluto la opinión de su esposa; las niñas parecen no poseer ninguna iniciativa y, ante la injusticia, se limitan a llorar:
Llegó el día terrible. Todos en casa estábamos tristes. Un hombre había venido seis días seguidos a preparar al Carmelo. A nosotros ya no nos permitían ni verlo. El día 28 de julio, por la tarde, vino el preparador [...] en silencio, con una calma trágica, sacaron al gallo, que el hombre cargó en sus brazos como a un niño. Un criado llevaba la cuchilla y mis dos hermanos lo acompañaron.
—¡Qué crueldad! —dijo mi madre.
Lloraban mis hermanas, y la más pequeña, Jesús, me dijo en secreto, antes de salir:
—Oye, anda junto con él... Cuídalo..., ¡pobrecito!
Llevose la mano a los ojos, echose a llorar, y yo salí precipitadamente y hube de correr unas cuadras para poder alcanzarlos (Valdelomar, 2000: 141-142).
Un rasgo llamativo es que la madre no asista a la pelea de gallos. El espectáculo público está negado para ella. Esto se repite en el cuento «El vuelo de los cóndores»:
Mis hermanos apenas comieron. No veíamos la hora de llegar al circo. Vestímonos todos, y listos, nos despedimos de mamá (Valdelomar, 2000: 151).
En tiempos previos a la liberación femenina, en «Los ojos de Judas», la madre pasivamente llora porque el padre tiene que trabajar de noche con cierto riesgo:
Encontré a mi madre llorando, porque debía salir un barco a esa hora y papá debía ir a despacharlo. Nos sentamos a la mesa. Allí se oía rugir el mar, poderoso y amenazador. Madre no tomó nada (Valdelomar, 2000: 165).
En este relato nuevamente la madre queda al margen del espectáculo público, tema recurrente en los cuentos «criollos»:
Nadie comprendía por qué el barco se alejaba; pero cuando este se perdía hacia el sur, todo el pueblo, pensativo, silencioso e inmenso, regresó por las calles y se encaminó a la plaza en la que Judas iba a ser sacrificado. Mamá no quiso ir, pero papá y yo fuimos verle (Valdelomar, 2000: 167).

10. Los otros cuentos «criollos»
De «El vuelo de los cóndores» llama la atención la reaparición de Anfiloquio (Valdelomar, 2000: 146) y que el narrador se llame como el autor: Abraham (Valdelomar, 2000: 150). Asimismo, cómo una pequeña mentira (llegar un poco tarde a casa y decir que estuvo en casa de un amigo) tiene gran importancia. La hermana muestra timidez ante el hecho y la madre, en cambio, es algo reprensora: «Me riñó blandamente, y entonces tuve claro concepto de mi falta» (Valdelomar, 2000: 148). Más adelante se dice: «¡Ah, cuán feliz era, qué buena era mi madre, que, sin castigarme, me había perdonado!» (Valdelomar, 2000: 148). Esta escena nos indica las enseñanzas recibidas por el narrador, quien estudiaba hasta las cuatro de la tarde[5].
Líneas después, el protagonista nos dice que rezó el bendito. Su educación eminentemente es católica. En «Los ojos de Judas», luego de escuchar una trágica historia, dice: «Sentí los sollozos de mi madre. Asustado me cubrí la cabeza con la sábana y me puse a rezar, inconsciente y temeroso, por todos esos desdichados a quienes no conocía» (Valdelomar, 2000: 160). Más adelante ve con temor un muñeco de Judas Iscariote, el apóstol traidor, quemado en Sábado Santo. En «El buque negro» el narrador dice que sus padres, entre otras cosas, le enseñaron «a conocer los misterios de la naturaleza y la bondad sublime de Dios Nuestro Señor y amar todo lo que es sencillo bueno, útil y bello». Ya en la noche, el padre relataba todas sus ocupaciones durante el día. Este ambiente de armonía recuerda a la serie televisiva estadounidense La familia Ingalls (Little House on the Prairie, 1973-1983).
En «Yerba santa» se toma en cuenta la Semana Santa. El narrador es devoto del Señor de Luren, el patrón de su pueblo (Valdelomar, 2000: 183). El respeto a las costumbres cristianas lo aprendió de pequeño. Los mayores le decían: «Hoy no se ríe, ni se canta, ni se juega, ni se habla fuerte, porque se ha muerto el Señor» (Valdelomar, 2000: 184). Acerca del suicidio de un ser querido, pide que se le perdone, como si ello fuera una ofensa (lo es si uno es cristiano) (Valdelomar, 2000: 190). Ante la desaparición de tres hermanos, dice en «La paraca» que en las casuchas se ponían «velas a los santos por el regreso de los infelices» (Valdelomar, 2000: 196). En «El Caballero Carmelo», durante la pelea de su gallo, el narrador dice: «Yo rogaba a la Virgen que sacara con bien a nuestro viejo paladín» (Valdelomar, 2000: 143).
En otro momento, el padre para abrir el sobre que contiene las entradas al circo pone orden porque estaban inquietos los niños. Su familia tenía cierto estatus en la sociedad de Pisco: en el circo va a palco y no a platea (Valdelomar, 2000: 151), el padre es hijo de un hacendado iqueño (ver «Yerba santa», Valdelomar, 2000: 186) y era empleado en la Aduana (ver «Los ojos de Judas», Valdelomar, 2000: 157). Además, tienen una doméstica afrodescendiente (ver «El buque negro», Valdelomar, 2000: 174). Sin embargo, se habla en «El Caballero Carmelo» de un ave de corral que rompió varias piezas de la «limitada vajilla» (Valdelomar, 2000: 137) familiar.

11. Los relatos de «aprendizaje»
Todos los cuentos «criollos» son narrados en primera persona por un niño. Y en casi todos ellos se parte de la felicidad que el autor vivió en Pisco para contar una tragedia: la muerte de un animal querido, el accidente de una niña malabarista («El vuelo de los cóndores»), el ahogamiento de una mujer misteriosa («Los ojos de Judas»), la desaparición de un recién casado («El buque negro»), el suicidio de un amigo querido («Yerba santa»), la desaparición de tres hermanos que fueron a pescar en un bote («La paraca») y la muerte de un farmacéutico que sufre la ausencia de su único amor («Hebaristo, el sauce que murió de amor»). ¿Algo más amenaza la tranquilidad? Almas en pena se mencionan en «El buque negro» (Valdelomar, 2000: 173). Sin embargo, hay líneas que dicen lo contrario:
El puerto de Pisco aparece en mis recuerdos como una mansísima aldea, cuya belleza serena y extraña acrecentaba el mar [...]. En el puerto yo lo amaba todo y todo lo recuerdo porque allí todo era bello y memorable. Tenía 9 años, empezaba el camino sinuoso de la vida, y estas primeras visiones de las cosas, que no se borran nunca, marcaron de manera tan dulcemente dolorosa y fantástica el recuerdo de mis primeros años que así formóse el fondo de mi vida triste (Valdelomar, 2000: 156).
En una parte dice el narrador, luego del accidente de Miss Orquídea, quien fue obligada a volver ejecutar un arriesgado número: «Por primera vez comprendí entonces que había hombres muy malos..» (Valdelomar, 2000: 153)[6]. En «El buque negro» se vuelve a mencionar lo idílico del lugar: «Nuestra casa en Pisco era un rincón delicioso» (Valdelomar, 2000: 170). Aquí reaparece un personaje de «El Caballero Carmelo»: el hermano mayor Roberto. También se vuelve a mencionar a la higuerilla del jardín. Además, se enumera a los hermanos:
A Roberto, el mayor, que hoy es casado, le placía sembrar algodón para llevarlo a Ica y con sus blancas madejas limpiar el rostro sudoroso del Señor de Luren; a Rosa, la siguiente, gustábale simplemente coger las flores de todas las pozas; Anfiloquio placía de sembrar maíz que una vez cosechado, él mismo comíase; y a mí y a Jesús, mi hermana menor, nos encantaban las violetas y una higuera apenas crecida (Valdelomar, 2000: 170)[7].
¿Acaso no es contradictorio esta frase de «El buque negro»: «La triste alegría del mar» (Valdelomar, 2000: 172)? En «Yerba santa», el autor afirma en su breve introducción que este relato fue escrito «en mi triste y dolorosa niñez inquieta y pensativa». ¿Pisco o Ica? En este último relato, el narrador dice: «Faltaban pocos días para que mi madre nos llevase, de vuelta, a Pisco. Nosotros deseábamos quedarnos. Ica era nuestra tierra, allí habíamos nacido, allí teníamos parientes y amigos, chacras donde pasear, haciendas lejanas adonde había de irse a caballo» (Valdelomar, 2000: 185). Lo curioso es que Valdelomar nació en Pisco y no en Ica, pese a la preferencia del narrador por esta ciudad. En todo caso, es cuento y no una autobiografía, como podría sospecharse de todo lo que se dice aquí. Ya lo dijo el propio autor a su madre en una carta del 22 de agosto de 1913 acerca de los cuentos «criollos»: «Naturalmente, hay mucho de fantasía, pero mucho de verdad, sobre todo en la descripción de ciertas cosas» (citado en Sánchez, (2009 [1969]): 86-87). En otra carta a su progenitora, el 22 de diciembre de 1913, dice acerca de «El Caballero Carmelo»: «En él hago una relación de uno de los incidentes de nuestra vida en Pisco. Como verás, allí hablo de Roberto y de todos» (citado en Sánchez, (2009 [1969]): 74).
En «La paraca» se refiere a las pocas muertes que ocurrían en la aldea cercana a Pisco: «La morgue, que tiene llave de todas las casas, y sede en todos los pueblos, no gustaba, al parecer, de San Andrés, la aldea que está al sur de Pisco. Cuando por allí pasaba, era entre una y otra cosecha, y no se hospedaba más de una noche, que después nadie oía hablar de ella. Así, en la aldea de pescadores, morían los viejos longevos, mansamente, como suelen quedarse, a veces dormidos bajo las higueras» (Valdelomar, 2000: 191). En dicho cuento hay una frase polémica: «Delio era triste, como indio que era» (Valdelomar, 2000: 193). ¿Acaso todos los indígenas son tristes? ¿Esa es la imagen que tiene Valdelomar? Habría que observar ese detalle en su colección Los hijos del Sol.
En general, en todos estos cuentos vemos a los niños protagonistas, que viven inmersos en la felicidad del hogar familiar y la tranquilidad de su pequeño pueblo, iniciar el duro aprendizaje de los aspectos más trágicos de la vida: el dolor, la soledad, la falta de afectos, la enfermedad y la muerte. Son por eso relatos de «aprendizaje», en los que el autor de alguna manera recrea su propia formación personal.
En una entrevista realizada por el filósofo Antenor Orrego en Trujillo (publicada en La Reforma, Trujillo, 26 de mayo de 1918), Valdelomar declaró que sus cuentos predilectos eran «Hebaristo, el sauce que murió de amor» y «Finis desolatrix veritae». Preferencias que no dejan de ser curiosas.
El tema de la niñez en Pisco es recurrente en Valdelomar. En su más célebre poema, «Tristitia», dice:
Mi infancia que fue dulce, serena, triste y sola
se deslizó en la paz de una aldea lejana,
entre el manso rumor con que muere una ola
y el tañer doloroso de una vieja campana.

Dábame el mar la nota de su melancolía,
el cielo la serena quietud de su belleza,
los besos de mi madre una dulce alegría
y la muerte del sol una vaga tristeza.

En la mañana azul, al despertar, sentía
el canto de las olas como una melodía
y luego el soplo denso, perfumado del mar,

y lo que él me dijera aún en mi alma persiste;
mi padre era callado y mi madre era triste
y la alegría nadie me la supo enseñar... (Valdelomar, 2000: 170).

12. Una vieja polémica
Mucho se ha comentado y discutido acerca de la supuesta homosexualidad de Abraham Valdelomar. Aunque algunos autores lo afirman con toda seguridad, los más importantes especialistas en la vida y obra del escritor iqueño se abstienen de opinar al respecto o lo niegan. Por ejemplo, Manuel Miguel de Priego, quien ha escrito una serie de libros sobre Valdelomar, refuta reiteradamente tal preferencia por el mismo sexo.
Dejando de lado esta discusión, debe reconocerse que en los cuentos «criollos», que remiten a la infancia del autor, la figura paterna es francamente cuestionable, por lo distante y autoritaria. Debido a ello, los niños, hombres y mujeres, quedan relegados al universo doméstico femenino. No es difícil suponer, por ello, que en un niño sensible y delicado, como lo fue el futuro escritor, las actitudes paternas produjeran ciertos rencores y rechazos. Y que, en contraparte, ocurriera una integración e identificación con lo «femenino», el afecto y la solidaridad de la madre y las hermanas.

13. Conocedor de gallos
En su biografía Valdelomar, el conde plebeyo (2000), el citado Manuel Miguel de Priego señala:
tanto en la descripción del gallo Carmelo, como en la descripción de la riña en que este participa y su secuela, Valdelomar cae en errores de nomenclatura y de comprensión de lo que verdaderamente ocurre durante una pelea de gallos y aún después. Así lo demuestra el polígrafo y experto en gallística Marco Aurelio Denegri[8] en su libro acerca del tema, quien, implacablemente, deja en cueros, con las «plumas al viento», y privado hasta de su nombre al gallo de la narración, porque, como lo pinta Valdelomar, tiene características distintas a las que distinguen a un Carmelo. El Carmelo que lo es de verdad «tiene el dorso, los hombros y el arco del ala, de color pardo rojizo, acanelado; la golilla y la silla, de color anaranjado o rojo acastañado; el resto del cuerpo, blanco, y también la cola». El Carmelo del cuento, en cambio, adolece de «imprecisión cromática» —por ejemplo, no se llega a saber de qué color era su cola— y deviene «un remedo, un gallo de varios colores mal combinados, vale decir, un gallo de plumaje abigarrado», acaso «un carmeloide». Pero las inexactitudes enumeradas por Denegri con relación a muchos otros aspectos, y contenidas en el cuento, son tantas, que no nos animamos a reproducirlas, limitándonos a señalar que, en efecto —al menos, según nos parece— Valdelomar de gallística lo ignoraba todo, de pico a patas, y que, probablemente, no tuvo cómo documentarse acerca del tema estando en Roma, donde escribió su famoso relato solo con la memoria del corazón, a muchas millas de Pisco o Lima, y en 1913, y con apenas los datos del niño de 8 o 9 años que era cuando probablemente tuvo lugar la anécdota que lo inspiró (Miguel de Priego, 2000: 356-357).
Casi de igual forma, Luis Alberto Sánchez le reprochó a Valdelomar no saber mucho de toros en su Belmonte, el trágico (1918). Por otro lado, «Yerba santa» es considerada exageradamente por algunos como novela. Sin embargo, su extensión es breve. El propio autor señala equivocadamente en una breve introducción: «Novela corta pastoril, escrita a los diez y seis [sic] años, en mi triste y dolorosa niñez inquieta y pensativa, que exhumo en homenaje a mi hermano José» (Valdelomar, 2000: 177).

14. Los niños como protagonistas
En su libro de crítica literaria Equivocaciones (1928), Jorge Basadre anota:
Con «El Caballero Carmelo» puede decirse que comienza en el Perú el cuento criollo. Las Tradiciones de Palma algo de eso habían tenido en cuanto pintaban algunas características de nuestro ambiente, pero fugazmente u opacadas por el paramento de la evocación. Las Tradiciones tenían, además, predominante sabor limeño. Valdelomar supo perennizar en los cuentos que inician aquel libro la vida de la provincia y, al mismo tiempo, la vida del hogar. Como López Albújar hizo el cuento de la sierra, él hizo el cuento costeño. Además, es aquí donde recién aparece el niño como protagonista de la literatura peruana, que había sido tan adulta en el gimoteo romántico como en las risas de los epigramáticos. Y al mismo tiempo, nuestra literatura donde escasea el sentimiento del paisaje, se enriquece con estas visiones límpidas del puerto y del mar. La sensibilidad de Valdelomar, un poco femenina en su dulzura y en su delicadeza, se prestaba para miniar estas páginas autobiografiadas donde el recuerdo detallaba lo pintoresco (Basadre, 1928: Xxx).
En la actualidad, se tiene una gran cantidad de cuentos clásicos con niños como protagonistas: «Paco Yunque», de César Vallejo; «Calixto Garmendia», de Ciro Alegría; «Warma Kuyay», de José María Arguedas; «El trompo», de José Diez Canseco; «Los gallinazos sin plumas», de Julio Ramón Ribeyro; «El niño de junto al cielo», de Enrique Congrains Martin; «Jutito», de Antonio Gálvez Ronceros. Luego de ser elegida Un mundo para Julius (1970) en 1995 como la mejor novela peruana de todos los tiempos, la poeta Giovanna Pollarolo y yo le preguntamos al autor de este libro, Alfredo Bryce Echenique: ¿Por qué cree que es una novela que gusta tanto a los peruanos? Su respuesta fue:
Siempre he respondido a esta pregunta diciendo que basta con poner bien puesto a un chico en una novela, para que el asunto funcione. Pero esta es una boutade, una manera de salir del paso. Solo sé que en países que no son el Perú, tanto en América Latina como en Europa, Un mundo para Julius no es el libro mío que más gusta (Bryce Echenique, 2006: 194).
Algunos asuntos pendientes de estudio son los animales en los cuentos «criollos» de Valdelomar. También las descripciones de Pisco.

15. Conclusiones
1. Existen numerosos rasgos en común entre el cuento «El Caballero Carmelo» y los relatos de Valdelomar conocidos como cuentos «criollos». Estos rasgos abarcan todos los estratos literarios: el estilístico (adjetivación, figuras retóricas), ambiente (el pueblo de San Andrés de los Pescadores, al sur de Pisco), personajes, narrador (el niño llamado Abraham), temáticos, etcétera.
2. Valdelomar quiso reunir todos sus cuentos «criollos» y publicarlos en un volumen titulado La aldea encantada. El libro nunca llegó a publicarse, pero la introducción y el prólogo que escribió para esta obra resultan imprescindibles si se desea la correcta interpretación de todos estos relatos.
3. La «aldea encantada» a la que se refiere el título de este libro inédito es básicamente el pueblo de San Andrés de los Pescadores, pero al referente real (el lugar en el que Valdelomar pasó parte de su infancia) el escritor le incorpora una serie de elementos propios del «paraíso perdido» de la infancia: aquel lugar en el que tuvimos la seguridad, los afectos y la felicidad de la que se carece en el mundo de los adultos.
4. Así, la «aldea encantada» se convierte en un espacio opuesto y complementario del deshumanizado mundo moderno. Al respecto, resulta sintomático que Valdelomar escribiera estos cuentos durante sus viajes por las principales ciudades de Europa y Norteamérica. Como consecuencia, el autor destaca en su «aldea» ficcional aquellas características opuestas a las de las grandes ciudades modernas: los fuertes vínculos comunitarios (reacción al individualismo y egoísmo modernos), la emoción popular (frente al esteticismo y decadentismo) y, especialmente, los valores tradicionales ligados a la religión y la familia.
5. «El Caballero Carmelo» es uno de los más representativos cuentos «criollos» de Valdelomar. En él encuentran su mejor expresión todos los elementos y las propuestas del autor manifestados en la introducción y el prólogo de La aldea encantada. Además, en este cuento se pueden apreciar ciertos problemas relacionados con la rigidez de estos valores tradicionales, que —llevados al extremo— se convierten en «antivalores»: el autoritarismo paterno, la marcada segmentación entre lo masculino y lo femenino, las supersticiones y la resignación popular, entre muchos otros.
6. Al ser protagonizado por un niño, «El Caballero Carmelo» es un relato de «aprendizaje»: descubrimiento del dolor, de la soledad, de la injusticia, de la muerte y de todos los aspectos trágicos de la existencia humana. En ese sentido, este relato (y el conjunto de todos los cuentos «criollos» de Valdelomar») se convierte en el fundador de lo que será una constante en la narrativa peruana: la presencia de niños como personajes protagónicos y narradores principales de los cuentos y novelas. En este sentido, «El Caballero Carmelo» es un claro antecedente de «Paco Yunque», de César Vallejo; «Warma Kuyay», de José María Arguedas; «El trompo», de José Diez Canseco; «Los gallinazos sin plumas», de Julio Ramón Ribeyro; «El niño de junto al cielo», de Enrique Congrains Martin, entre muchos otros cuentos.
7. A pesar de sus múltiples virtudes y aciertos, «El Caballero Carmelo» nos permite apreciar también los inevitables excesos de la retórica de Valdelomar (eminentemente modernista). Sin embargo, es precisamente esta equilibrada conjunción de elementos positivos y negativos, sumada a la belleza literaria, lo que le da a este cuento toda su grandeza y profundidad.

16. Bibliografía
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[1] En una carta del 29 de agosto de 1913, Valdelomar le comenta a Enrique Bustamante y Ballivián: «He conseguido que Ollendorff me edite un libro que por ahora termino; es un libro de cuentos de sabor peruano, entre los cuales está ‘Los ojos de Judas’, que ya usted conoce; hay, además, ‘El buque negro’, ‘El vuelo de los cóndores’ y ‘El ciego’. Estos formarán mi primer libro (Sánchez, (2009 [1969]): 77).
[2] Véase el artículo de Valdelomar «De natura rerum», publicado en el diario La Prensa, Lima, 26 de marzo de 1917 (citado en Sánchez, (2009 [1969]): 18).
[3] El método interpretativo de Escobar pertenece básicamente a la escuela «estilística» (lo que hoy se conoce como «crítica impresionista»), pero recoge ciertos elementos estructuralistas. Por ejemplo, el propio concepto de estructura. Escobar sistematiza sus propuestas en el citado libro, el cual comprende los siguientes capítulos: «La obra como símbolo global», «Unidad y unicidad», «En pos de la estructura», «Sobre la estructura y el estilo», «Puertas de ingreso», «Segmentación», «Estrato del lenguaje», «Estrato semántico cultural» y «La simbolización trascendente».
En resumen, Escobar segmenta la obra en partes claramente diferenciadas. Después busca en cada segmento las «puertas de ingreso». Es decir, elementos que resulten significativos para la interpretación del texto. Pueden ser cuestiones de estilo (palabras que se repiten o figuras retóricas dominantes), de técnicas literarias (saltos en el tiempo, cambios de persona narrativa), de composición o de constantes temáticas. A partir de esos rasgos saltantes, intenta darle una interpretación unitaria a todo el texto (todos los segmentos). Esta interpretación es presentada bajo la imagen de un espacio «central», al que inevitablemente conducen todas las «puertas de ingreso».
En este espacio central deben estar los símbolos más importantes y trascendentes de la obra literaria. Y solo a partir de estos símbolos (de su efectividad) podemos juzgar si la composición de la obra literaria ha sido acertada o no, y valorarla en su verdadera magnitud. Se trata de un método bastante tradicional, pero Escobar le ofrece cierto tono de modernidad con el empleo de términos como estructura, simbolización, estratos, segmentación, etcétera.
[4] El cuentista Julio Ramón Ribeyro señala en «Mayo 1940», del conjunto Relatos santacrucinos (1992): «Es bueno recordar que Lima era entonces una ciudad limpia y apacible, de apenas medio millón de habitantes, rodeada de huertos y cultivos, poblada por gente cortés, decente, una especie de gran familia que se reconocía y saludaba en las calles y se sentía orgullosa de vivir en una urbe que al lado de templos y casonas coloniales ostentaba bellas quintas republicanas, chalés cada vez más numerosos en los balnearios del sur y una docena de edificios de seis o siete pisos que los espíritus adelantados saludaban como un símbolo de progreso» (Ribeyro, 2009: 395). El novelista Mario Vargas Llosa señala, asimismo, que el barrio donde vivió de adolescente, Miraflores, era la «prolongación del hogar, reino de la amistad» (Vargas Llosa, 1980: X). Los tres narradores peruanos, curiosamente, idealizan un periodo pasado en un pequeño espacio.
[5] En «Los ojos de Judas», hay un diálogo entre el narrador y una misteriosa señora que muestra lo educado que es el niño:
—Buenas tardes, señora...
—¿Me conoces?...
—Mamá me ha dicho que se debe saludar a las personas mayores...
[6] Hay que tener en cuenta que en «Yerba santa» una anciana, «viejita dulce y más buena que el pan blanco», muere «de tristeza» (Valdelomar, 2000: 186).
[7] En «Yerba santa» se habla de cuatro hermanos (Valdelomar, 2000: 179), pero se entiende que solo se refiere a los varones, pues se van a cazar con hondas de jebe. Los hermanos Valdelomar Pinto fueron Roberto (nacido en 1876), Ana (1878), Anfiloquio (1879), Rosa (1887), Abraham (1888), Jesús (1890), Héctor (1892) y María (1895). Cfr. Miguel de Priego, 2000: 25.
[8] Se refiere a Arte y ciencia de la gallística (Kavia Cobaya Editores, Lima, 1999).