Con mucho cariño
para…*
Cada vez que observo a una gran cantidad de
personas tratando de arrancarle unas líneas a un escritor, me pregunto qué
hechizo existe. Rastrear las dedicatorias de puño y letra es muy complicado,
pues los autores firman decenas de obras, sea en presentaciones de libros,
conferencias o ferias. Cuántos ejemplares deben haberse perdido con autógrafos
de importantes literatos.
En cambio, las dedicatorias impresas
son fáciles de hallar en cualquier librería o biblioteca. Ahora, si revisamos
algunas, encontramos paradojas dignas de mención. Miguel de Cervantes Saavedra
le ofreció una de las novelas más originales de la literatura universal, El
ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605 y 1615), al duque de
Béjar, Alfonso Diego López de Zúñiga y Sotomayor, curiosamente un tipo poco
aficionado a las letras. Está escrita a la vieja usanza, es decir, a página
entera y destaca las virtudes del homenajeado. Sin embargo, lo más sorprendente
es que es un descarado plagio de las líneas que Fernando Herrera le escribió al
marqués de Ayamonte en su Obras de Garcilaso de la Vega con anotaciones (1580).
Otra atípica dedicatoria aparece
en La familia de Pascual Duarte (1942), novela de Camilo José
Cela: «Dedico esta edición a mis enemigos, que tanto me han ayudado en mi
carrera». No obstante, en la primera versión consignaba: «Para Víctor Ruiz
Iriarte», un comediógrafo español a quien el futuro premio Nobel conoció en
Madrid cuando eran jóvenes promesas. Ambos trabaron amistad, se preguntaron qué
escribían y decidieron que el libro que preparaban por separado se lo
dedicarían mutuamente. Así sucedió, pero no sé sabe bien qué pasó entre ellos,
pues el primero modificó su texto.
Pese a que no todos acostumbran a dedicar
sus libros, en la mayoría de los casos el autor se dirige a sus compañeras
sentimentales, amigos o maestros. Los parientes cercanos, como los padres o
hermanos, están casi siempre al margen. En muchas oportunidades, estos breves
textos, generalmente colocados en las primeras páginas, ayudan a los biógrafos
a rastrear los afectos de los escritores.
En las ediciones en lengua castellana
de Cien años de soledad (1967) figura: «Para Jomí García Ascot
y María Luisa Elío», pero en las versiones francesas se consigna: «Pour Carmen
et Álvaro Mutis». Los cuatro homenajeados, los dos primeros catalanes y los dos
últimos colombianos, visitaban con frecuencia al autor de esta clásica novela,
Gabriel García Márquez, en su casa de Ciudad de México durante el año y medio
que le demandó la escritura del libro. Así, quedó perennizada la amistad.
Del mismo modo, Alfredo Bryce
Echenique no ocultó su fraternidad. En su caso con un banquero
prófugo, en su breve novela La última mudanza de Felipe Carrillo (1988):
«A Luis León Rupp, a quien siempre recibo en mi casa con una etiqueta negra en
el whisky y el corazón en la mano».
Enrique Vila-Matas tiene por
costumbre, en cambio, consagrarle todas sus obras de ficción a su cónyuge,
Paula de Parma en la forma literaria. «Aquello fue una forma de imitar a
Nabokov, cuyos libros siempre estaban dedicados a su esposa, Vera», explicó en
una entrevista el autor de Bartleby y compañía (2000).
Una de las más bellas figura en La
cifra (1981), poemario de Jorge Luis Borges: «Como todos los actos del
universo, la dedicatoria de un libro es un acto mágico. También cabría
definirla como el modo más grato y más sensible de pronunciar un nombre. Yo
pronuncio ahora su nombre, María Kodama. Cuántas mañanas, cuántos mares,
cuántos jardines del Oriente y del Occidente, cuánto Virgilio». Así, el
autor argentino perennizó su afecto por quien sería su segunda esposa.
*
Hace algunos años, en un puesto de la
feria de libros viejos de la avenida Grau, en Lima, encontré una gran cantidad
de primeras ediciones de importantes obras. Todas dedicadas al reputado crítico
literario Julio Ortega. Tiempo después, mientras tomábamos café en un hotel de
San Isidro, el estudioso que reside en Estados Unidos me confesó resignado que
fue la casera de su departamento limeño la que vendió sus valiosos ejemplares,
porque el dinero de la renta no llegó a tiempo.
Durante ciertas visitas, algunos
amigos me han mostrado con inflado orgullo ediciones autografiadas. Declarado
fetichista, el cuentista Guillermo Niño de Guzmán me comentó que nunca ha
pedido dedicatorias a escritores que no lo entusiasman. Uno de ellos: el
argentino Jorge Luis Borges. Mientras revisaba los volúmenes de su biblioteca,
me refirió que en 1981, después de la presentación de la novela La
guerra del fin del mundo, se acercó a su autor, Mario Vargas Llosa, para
arrancarle un autógrafo. Como es la norma ante un lector desconocido, el
consagrado narrador le preguntó su nombre, pero —para desconcierto del
admirador— escribió equivocadamente «Núñez» en vez de «Niño». Más tarde, ambos
iniciaron una amistad que todavía perdura.
«No soy un cazador de autógrafos», me
confesó en cierta ocasión el escritor Carlos Eduardo Zavaleta, quien conoció,
entre otros, al argentino Julio Cortázar y al mexicano Carlos Fuentes. «Lo mejor
de ellos se encuentra en su obra», sentenció. Sin embargo, muchos lectores
piensan que es un estupendo recuerdo tener un ejemplar firmado por el propio
autor. Acerca de los tipos de dedicatorias de puño y letra, el narrador de la
Generación del 50 diferenció: «Cuando uno le dedica un libro a un amigo se
piensa más, pues el asunto es tan personal como redactar una carta. En cambio,
a un admirador se le muestra una sencilla gratitud por su interés en leer la
obra».
En 1996, el cronista Julio Villanueva
Chang y yo intentamos recolectar autógrafos. Fue una de tantas aventuras
truncas. Años después, me sorprendió cuando me mostró un ejemplar de García
Márquez: historia de un deicidio (1971), célebre ensayo que Mario
Vargas Llosa consagró al escritor colombiano. Este libro no ha vuelto a ser
editado después de la pelea entre ambos narradores, quienes llegaron incluso a
los golpes.
«A Julio Villanueva
Chang este libro de tiempos idos», escribió el novelista peruano en 1997. Dos
años después, mi amigo viajó a Cartagena de Indias, Colombia, donde llevó un
curso de periodismo con García Márquez, y aprovechó la oportunidad de pedirle
un autógrafo al autor de Cien años de soledad. Este le anotó: «Y yo
también, con otro abrazo».
*
Publicado como «Con mucho cariño para…», en el suplemento «Identidades», del
diario El Peruano, Lima, 19 de mayo de 2003, página 13.
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