El
crítico y maestro universitario Antonio Cornejo Polar (Arequipa, 1936) retornó brevemente al
Perú para continuar su larga relación con las universidades de San Marcos
(Lima) y San Agustín (Arequipa) mediante un posgrado y un seminario,
respectivamente. También para presentar su nuevo libro, Escribir en el aire
(1994). El exrector sanmarquino es hoy profesor en la Universidad de Berkeley.
Usted
vive hace cinco años en Estados Unidos, donde es profesor en Berkeley. ¿Ha
encontrado algún interés creciente por la literatura de América Latina en las
universidades estadounidenses?
—Sí,
hay un interés creciente, pero muy variable. En estados de gran presencia
hispana como California, Nueva York o Florida es mayor. Pero, en todo caso, en
casi todas las universidades hay departamentos con un nivel bastante alto para
el estudio de la literatura de América Latina. Y los estudiantes buscan tanto
aprender español como especializarse en nuestras letras.
Aparte
de su caso, hay otros críticos peruanos como Julio Ortega, José Miguel Oviedo,
Edgar O’Hara, Peter Elmore, etcétera, que enseñan en universidades de Estados
Unidos. ¿A qué se debe esta presencia importante?
—No
lo es tanto en comparación con los cubanos y argentinos. Pero, ciertamente, ha
aumentado en los últimos años. Tiene que ver —me parece— con la situación
económica de la universidad. Un profesor difícilmente puede vivir con lo que
paga la universidad, especialmente estatal. Además, hay algo más preocupante:
la crisis ha hecho que la infraestructura cultural se haya deteriorado mucho.
Nuestras bibliotecas están muy descuidadas, lo mismo que las hemerotecas y
archivos. Todo lo contrario de las universidades estadounidenses. Si esta
miseria se siente en humanidades, cómo será en el campo de las ciencias.
Como
rector de San Marcos, usted tuvo una gestión muy difícil. ¿Qué imagen tiene
actualmente de la universidad nacional?
—Sigo
pensando no solo que tiene futuro, sino que es absolutamente necesaria para
mantener una democratización en el campo de la cultura y del saber. El gran
problema es que se vive un marcado declive en los niveles académicos. Me parece
una injusticia que a los estudiantes de universidades estatales se les ofrezca
solo una educación mediana. Sin embargo, volviendo a San Marcos, hay mayor
orden y puntualidad en los cursos.
Centrándonos
en la crítica literaria, ¿no le parece que hay elementos que todavía perviven y
que en otras partes han desaparecido?, ¿no observa cierto atraso en nuestro
país?
—Creo
que en todo el mundo la crítica literaria, como cualquier otra disciplina,
tiene un desarrollo desigual, con grupos que están un poco fuera del tiempo. En
nuestro país todavía se encuentra, por ejemplo, un cierto historicismo
positivista, un cierto intuicionismo más estético que crítico, un impresionismo
que no esclarece los verdaderos problemas de la literatura. Pero, al mismo
tiempo, se encuentra gente que está muy al día.
¿Cree
usted que hay una tradición crítica literaria en el Perú y, de ser así, quiénes
representarían los puntos más elevados de ella?
—Uno
de los problemas que tenemos es que somos poco propensos a instalarnos dentro
de una tradición. Cada quien quiere comenzar una. Hay un gesto un poco adánico.
A mi modo de ver, sí hay una tradición, y muy valiosa pero mal conocida. Los
estudios literarios en el Perú se pueden rastrear inclusive desde la época
colonial. No hay que olvidar que es en nuestro país donde se escriben las dos
grandes poéticas de la época colonial: El discurso en loor de la poesía
(1608) y El apologético en defensa de Góngora (1662), textos claves para
el desarrollo del pensamiento crítico en América Latina. Y, ya en términos
modernos, hay una tradición crítica que tiene una de sus grandes realizaciones
en Mariátegui y, por otro lado, en la vastísima obra de Luis Alberto Sánchez. Y
luego hay especialistas que han ido sumándose a esta corriente: Tamayo Vargas,
Tauro del Pino, Aurelio Miró Quesada, Estuardo Núñez, etcétera.
¿Cuáles
fueron los libros guías de sus inicios? ¿Recuerda qué textos lo formaron o
fueron fundamentales para su desarrollo como crítico?
—Inicialmente
fui filólogo, y esta especialidad me puso en contacto, en la década de 1960,
con la estilística. Era el momento en que se difundía, en habla española,
textos claves de la estilística alemana, como los de Karl Vossler o Leo Spitzer. Y
al mismo tiempo los de sus seguidores en el campo español, como Dámaso y Amado
Alonso, etcétera.
Mi
primera formación fue de este tipo, pero al mismo tiempo tuve siempre gran
curiosidad por aspectos, si se quiere, poco teóricos de la literatura. Recuerdo
que en la década de 1960 me impactó mucho Mímesis (Mimesis, 1946), de Erich
Auerbach, libro sobre la representación de la realidad en literatura. Un
clásico que me sigue siendo útil hasta hoy.
En
la década de 1960 hubo en Europa el boom de la literatura de América
Latina, especialmente de la novela. ¿No le parece que esta promoción no estuvo
acompañada de un aparato crítico a su altura?
—Sí,
yo mismo he suscrito esa opinión. Cuando, en la década de 1960, vemos esa
espléndida explosión de creatividad, que no solo se dio en la novela sino
también en la poesía, en el cine y en el teatro de creación colectiva, los
críticos fuimos tomados por sorpresa. Los materiales de ese momento no nos
servían para dar razón de ese tipo de literatura, me refiero a la estilística y
a la crítica fenomenológica.
Ninguna
de las dos era suficiente para leer textos como Rayuela (1963) o Cien
años de soledad (1967) o los poemas de Ernesto Cardenal. De manera que sí
hubo cierto desfase. Pero en la década siguiente, al promediar la década de
1970, se dio una renovación fundamental. Creo que el gran crítico literario de
América Latina fue Ángel Rama, quien me parece el sucesor de Pedro Henríquez
Ureña y encarnó un momento muy lúcido del pensamiento crítico del continente. Y
hoy ha surgido una corriente de renovación sustancial, con trabajos como los de
Martín Lienhard, Rolena Adorno, Walter Mignolo, Julio Ramos, etcétera.
Centrándonos
en un autor del boom, Mario Vargas Llosa, ¿qué opinión tiene acerca del
comentario que él da sobre usted en El pez en el agua (1993), llamándolo
«ejemplo viviente de cómo se progresa en la vida académica manteniendo las
correctas opciones políticas en los momentos correctos»?
—La
verdad es que trato de no hablar sobre lo que Mario Vargas Llosa dice de mí en
ese libro. Me resulta intolerable por varias razones. En primer lugar, me
molesta que ponga entre comillas cosas que nunca dije. Cualquiera sabe que las
comillas se usan para citar algo que se dijo o escribió, jamás dije lo que me
atribuye. En segundo término, me preocupa que, en nombre de una concepción
según él muy democrática y liberal, decida sobre la vida de los demás y
establezca una supuesta división entre buenos y malos, que a la larga no es
sino una entre los que son sus amigos y los que no lo son.
De
modo que para mí el exabrupto de Mario Vargas Llosa no tiene importancia. Que
le parezca mal que yo viva en Estados Unidos siendo un profesor progresista es
bastante absurdo. En las universidades de Estados Unidos también hay gente
progresista, y muy radical a veces. Es como si se acusara a Mario Vargas Llosa
—y nadie ha tenido felizmente esa insensatez— de haber vivido, trabajado y
publicado en España de Franco cuando era progresista. Finalmente, los juicios de
su libro me parecen más hepáticos que intelectuales.
Usted
ha desaprobado su posición ideológica en las novelas La guerra del fin del mundo (1981) e Historia de Mayta
(1984).
—Mi
estudio sobre La guerra del fin del mundo comienza por reconocer que es
una gran novela. La observación que realizo es que su visión de la historia me
parece profundamente escéptica. Se tiene la impresión de que la historia no es
más que una trágica secuencia de equivocaciones y de que nadie sabe ni puede
conocer las intenciones del otro. Todo proceso histórico, en consecuencia, es
arbitrario y no tiene, en el fondo, ningún sentido. Pero mi comentario más
fuerte no fue a esa obra sino a Historia de Mayta, que fue juzgada desde
una óptica más política. Tal vez eso provocó la reacción hepática en Vargas
Llosa.
Hay,
en los últimos años, un alejamiento por parte de los críticos en centrarse en
el estudio del texto. Algunos emplean el análisis de una obra como pretexto
para promover opciones políticas.
—Hay,
efectivamente, un problema. Sin embargo, en términos más generales, ocurre más
bien que los contenidos políticos más explícitos han ido desapareciendo o
diluyéndose en la crítica actual. En cambio, lo que sí me parece interesante es
que hay una voluntad de asociar la literatura a todo discurso cultural. Es
decir, se está trabajando más allá del texto. Esto es novedoso. Poder leer
otras cosas: acontecimientos, planos de ciudad, formas de vida urbana o vida
rural e incorporar todo ese material dentro de los estudios literarios. Tengo
la impresión de que cada vez más la crítica literaria queda como envuelta en lo
que precisamente se llama crítica cultural, y me parece muy excitante.
Hay
una opinión que exige al crítico tener un vasto conocimiento, saber de toros
para hablar de Fiesta (1926) o de Bolívar para tratar El general en
su laberinto (1989). El crítico como sabelotodo sería el ideal.
—Eso
es imposible. Pero, probablemente, el creador tenga un conocimiento aún más
vasto y más intenso de la existencia humana en general. Los críticos debemos
tener, en primer lugar, una buena y actualizada formación en nuestra propia
disciplina: lo que incluye manejar, según el tema que estemos tratando, un
número considerable de métodos de crítica literaria para aplicar. Pero,
justamente, esta relación de la crítica con los estudios culturales hace que
inevitablemente estemos cada vez más interesados en disciplinas más o menos
cercanas. Me refiero a la antropología o a la sociología, que ahora forman
parte del fondo del conocimiento que un crítico debe tener.
¿Cómo
observa el desarrollo creador después del boom? ¿Piensa tal vez que existe una gran dispersión?
—Sí
la hay. Pero tengo la impresión de que en América Latina hubo razones que nada
tienen que ver con la literatura, sino con su historia. Hubo hechos que
llamaron la atención del mundo en las décadas de 1960 y 1970: la Revolución
cubana, el régimen de Allende, la barbarie de las dictaduras. Esos hechos
pusieron al continente en primera línea y coincidieron con lo que llamé hace un
rato «espléndida explosión de creatividad».
De
suerte que, efectivamente, disponíamos de una literatura de un nivel
excepcionalmente alto y atractivo para un lector de cualquier nacionalidad. Sé
que ahora hay una especie de disgregación. Es un poco como si hubiésemos vuelto
al periodo anterior, pues, pese a una gran intercomunicación internacional,
esta no se refleja entre los países de América Latina. Por ejemplo, si alguien
se pregunta qué hay en Colombia después de Gabriel García Márquez,
probablemente tenga ideas muy parciales. Se ha roto el sistema de comunicación
de las décadas de 1960 y 1970, pero eso nada tiene que ver con la calidad
literaria. Hoy en todos los géneros y todos los países del continente hay una
creatividad muy intensa.
Como
se sabe, la mayoría de intelectuales del continente tiene una tendencia
progresista. Pero ¿encuentra actualmente un avance del pensamiento neoliberal
en la crítica literaria?
—En
cierto sentido, sí, aunque más que de pensamiento neoliberal yo hablaría de
conservador. Hay una crítica que se basa en conceptos que, de una u otra
manera, tienen su anclaje en esa concepción del mundo que posee como horizonte
ideológico el neoliberalismo. Ahora, en el fondo, la crítica literaria nunca ha
sido un movimiento homogéneo, nunca fue toda ella progresista o toda
conservadora. Y esto tal vez sea más beneficioso.
¿Es
este el conflicto que plantea en Escribir sobre el aire? ¿A grandes
rasgos, está mostrando las contradicciones que existen en esta parte del
continente?
—Efectivamente.
Este libro lo he venido trabajando seis años y trata de desarrollar una
categoría que empleo desde la década de 1970. Es la categoría de la
heterogeneidad en la literatura de América Latina, cruzada de contradicciones
de tipo étnico, lingüístico, histórico, etcétera. En él intento detectar los puntos de mayor conflicto en las literaturas del Perú, Bolivia y
Ecuador.
La
primera parte, que me costó gran trabajo, presenta el problema de la oralidad y
la escritura en América Latina y cómo se relacionan estas tecnologías comunicativas.
Para ello parto del choque entre Valverde y Atahualpa en Cajamarca (leyendo el
acontecimiento como si fuera literatura), pero también trato todos los
esfuerzos que se han hecho, desde Garcilaso hasta hoy, por construir imágenes
heterogéneas de nuestra literatura.
La
segunda parte del libro, en cambio, intenta ver cómo esos discursos que tratan
de dar una imagen coherente, unitaria de América Latina terminan negándose y
mostrando el grado de conflictividad que tiene nuestra literatura. Finalmente,
el libro trata de la heterogeneidad y de los conflictos en relación con el
problema de la modernización. No es muy extenso, pues solo he tomado
determinados momentos de esta larguísima historia.
Para
terminar, una observación: desde la aparición de Bryce, hace más de dos
decenios, no ha surgido un autor peruano que tenga presencia internacional,
pese a la visión optimista que hay de nuestras letras. ¿Qué perspectivas le ve
a nuestra creación literaria?
—Ya
hemos hablado de la dificultad de las literaturas nacionales para atravesar
fronteras. Pero, aparte de esto, hay un cierto desinterés internacional por la
literatura de América Latina que hace difícil que se repitan casos de
consagración. Bryce sería el último, pero eso no quita que, para quedarnos en la
novela, no exista una consistente e importante creación literaria en el Perú.
Citaré, a riesgo de ser arbitrario, solo Patíbulo para un caballo
(1989), de Cronwell Jara; La violencia del tiempo (1991), de Miguel
Gutiérrez; y País de Jauja (1993), de Edgardo Rivera Martínez. Creo que
son novelas de altísima calidad y que es solo fruto de las circunstancias el
hecho de que no hayan tenido resonancia internacional.
* Publicado como «Nos conocemos mal», en el
suplemento «Domingo», del diario La
República, Lima, 18 de setiembre de 1994, páginas 25-27.
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