3 de diciembre de 2012

Entrevista a Blanca Varela



Entrevista a Blanca Varela*

Blanca Varela, una de las mayores voces de la poesía peruana, ha vuelto a publicar dos poemarios luego de tres lustros de silencio. Hecho excepcional, pues solo tenía cuatro libros. Esa parquedad se traslada también en su diálogo con la prensa. Por ello, agradezco enormemente que aceptara ser entrevistada. 
La encuentro en su oficina de la filial peruana del Fondo de Cultura Económica (calle Berlín 238, Miraflores), que dirige. Ahí se desarrollaría el siguiente diálogo:

Usted ha declarado que fue Octavio Paz quien la obligó a escribir. ¿De qué manera empezó a escribir y publicar?
—Octavio Paz, exactamente, no me obligó a escribir poesía. Empecé, en realidad, mucho antes de conocerlo. Un día, en la Universidad de San Marcos, donde estudiaba, Sebastián Salazar Bondy me preguntó no sé por qué razón si escribía poesía. Le respondí que sí, que tenía algunos textos. Sebastián, interesado, me dijo: «¿Me los puede enseñar?». Fue muy curioso que me hablara de usted, porque era apenas un par de años mayor que yo. Le respondí que sí, y al otro día le llevé un poema.
Luego de leerlo, me habló de un poeta que nunca había escuchado, un uruguayo llamado Julio Herrera y Reissig, de corte modernista. Me dijo que tenía mucha influencia de Herrera. Pero yo en mi vida lo había leído.
Alberto Escobar recuerda a Salazar Bondy como un gran promotor cultural. ¿A usted la alentó a escribir y a interesarse por la literatura?
—Sebastián, sobre todo, me hizo un gran favor: me enseñó a leer poesía. Me acercó mucho, en primer lugar, a la poesía de Moro, Adán y Westphalen. Al mismo tiempo, gracias a él, entablé amistad con Jorge Eduardo Eielson y Javier Sologuren. Juntos conformaríamos un grupo que se denominaría Generación del 50, que es una generación muy amplia en que hay muy buenos poetas.
Al grupo que conformaba, la crítica lo tildó de poetas puristas, lo que me parece una tontería, porque la poesía es una sola. De la misma forma respondo cuando me preguntan si hay poesía femenina: «La poesía es una sola, la buena, la que funciona». También, gracias a Sebastián, leí a Rimbaud, Lautréamont y Breton. Fue en esa época que mi gusto poético se empezó a formar.
¿Llegaron a conocer personalmente a Moro, Adán y Westphalen?
—Sí, a ellos los conocimos en la peña Pancho Fierro, un local muy frecuentado por escritores, pintores y músicos. Una de las propietarias era Celia Bustamante, que fue esposa de José María Arguedas. Un día, Sebastián me llevó a la peña. Era un lugar curioso porque allí se reunía gente de todas las generaciones: Sabogal, Moro, Adán, Westphalen, Szyszlo, con quien me casé después.
¿Y no frecuentaba el Palermo, que era punto de reunión para los miembros de la Generación del 50?
—Ahí casi no iba. Al Palermo acudía, más bien, el grupo de Alejandro Romualdo, Wáshington Delgado, Francisco Bendezú, que son un poquito más jóvenes que yo. Alguna vez habré ido al Palermo, pero no era el local que frecuentaba mi grupo. Más bien íbamos también al bar Zela de la plaza San Martín, donde acudían los pintores Sérvulo Gutiérrez, Cristina Gálvez, Ricardo Sánchez.
Después de terminar sus estudios universitarios, usted viaja a París. ¿Cómo desarrolló su actividad cultural en Francia?
—El mismo día que me casé con Szyszlo, en 1949, viajamos a París, donde vivimos durante algunos años. Al llegar encontramos a Eielson, José Bresciani y Enrique Peña Barrenechea, quien nos presentó a Octavio Paz. Curiosamente, ambos tenían el mismo cargo en las secretarías de sus embajadas. Peña en la del Perú y Paz en la de México. Enrique nos presentó a Octavio e hicimos una amistad estupenda. También conocimos a Julio Cortázar, quien fue muy amigo nuestro.
Julio Ramón Ribeyro contó alguna vez que fue conserje del hotel donde ustedes se alojaron.
—Es verdad, pasé una temporada en ese hotel, que quedaba en la rue de l’Harpe. Aunque fue una temporada muy pequeña, recuerdo bien a Julio Ramón como a un joven muy silencioso, discreto y apartado. Él, en esa época, me parece que no formaba parte de ningún círculo intelectual o artístico. Pero a Julio Ramón ya lo había conocido en Lima, porque él en un momento vivió cerca de mi casa. Una de sus hermanas, Mercedes, era compañera de clases de mi hermana Nelly.
Se dice que el surrealismo ha ejercido influencia en su obra. ¿Cómo fue su contacto con esta corriente literaria?
—Las lecturas surrealistas la tuvimos en grupo a través de Moro, Westphalen y Manuel Moreno Jimeno, quien tenía revistas surrealistas formidables. No sé cómo las conseguía, pero tenía una bibliografía espléndida del surrealismo. Ya cuando llegamos a París, compramos todos los documentos surrealistas.
A través de Westphalen no solo conocimos el surrealismo, sino también autores como Henry Miller, que era un novelista censurado en Estados Unidos y no traducido al español ni editado en inglés. Es decir, Westphalen nos ponía muy al día. Nosotros lo íbamos a visitar a su casa.
Es muy curioso que Westphalen, Eielson y usted, que son conocidos como poetas puristas, rechacen la publicidad.
—Ah, sí, hay una especie de alejamiento. Westphalen y Eielson no son poetas que gusten de las lecturas en público, de ser reconocidos, pero creo que es una actitud natural. Otro caso es Eguren, que era una persona muy discreta y que tenía un grupo muy reducido de amigos. Martín Adán y César Moro son otros ejemplos.
¿Usted visitaba con frecuencia a Moro en su casa de Barranco?
—Claro que sí. Fui muy amiga suya. Cuando él volvió de México, estuvimos muy cercanos. Lo quería muchísimo. Fui a visitarlo en el Instituto de Neoplásicas, que quedaba en Alfonso Ugarte, hasta su muerte. Los médicos no sabían qué tenía. Luego se supo que tuvo una úlcera en el estómago, algo que hoy es simple de detectar y curar.
Usted ha nombrado algunas lecturas del grupo, pero no ha mencionado a Vallejo. ¿Qué opinaban de Vallejo? ¿Cómo lo consideraban?
—A Vallejo lo considero siempre como lo que es: el gran genio de la lengua de este siglo, un poeta extraordinario. Pero pienso que nos apartábamos de Vallejo por una cosa preventiva. Porque Vallejo es un poeta que tiene tal poder, tal fuerza y es tan personal, que todo poeta joven parece anémico a su lado. Además, copiar a Vallejo, seguir a Vallejo, es muy difícil, son muy pocos los que lo han logrado.
Otra amistad que mantiene es con Mario Vargas Llosa, quien le ha dedicado su pieza teatral La señorita de Tacna (1981).
—Con Mario tengo, en efecto, una amistad muy estrecha. Es una persona a la que quiero mucho. Szyszlo y yo lo conocimos antes de que se fuera a Europa, muy jovencito. Una vez nos visitó con Luis Loayza, porque estaba haciendo un libro sobre César Moro, que fue su profesor en el Leoncio Prado. Después lo conocí mejor a través de Abelardo Oquendo, cuando editábamos con Westphalen la revista Amaru, que tuvo muy buen nivel. Una vez Abelardo y Mario, que colaboraba con la revista, fueron a visitarme a la oficina del centro de Lima donde trabajaba. A partir de ahí entablamos una buena amistad. Aunque Mario ha tenido un periplo político muy complicado y está fuera del país, mi afecto siempre es inalterable. No lo he acompañado, es verdad, en su aventura política, pero es porque soy muy reacia a todo asunto político. Tengo la impresión de que los escritores e intelectuales siempre tienen mucho que perder en ese terreno.
Usted publicó su primer poemario con un prólogo de Octavio Paz. ¿Cómo se animó él para escribir este texto?
—Hacía tiempo que Szyszlo y yo no veíamos a Octavio hasta que viajamos de vacaciones a México. Ahí, por coincidencia, Octavio también había vuelto de alguno de sus viajes como diplomático. Nos encontramos después de cinco o seis años y me preguntó: «¿Has escrito algo?». Yo le dije que tenía algunas cosas.
Bastante entusiasmado y generoso, me dijo: «Pero hay que hacer ya un libro». Le contesté que tenía muy pocos poemas, y él me respondió que de todas maneras había que publicarlos.
Era 1959. Le dejé mis textos y volví a Washington, donde entonces vivía. Al poco tiempo, me escribió pidiéndome más poemas. Se los envié y, de repente, me llegó el libro, mi primer libro. Fue publicado en una serie que Octavio dirigía en Veracruz, con un prólogo que jamás le pedí. Él editó el libro, escogió el nombre y le hizo el prólogo.
El libro originalmente se iba a llamar Puerto Supe, que es el título de uno de mis poemas. Pero Octavio me dijo: «Ese es un título muy feo». Yo le respondí: «Pero ese puerto existe». Entonces él dijo: «Ese es un buen nombre». De manera que se tituló así: Ese puerto existe.
Llama mucho la atención que usted publique dos nuevos poemarios en un mismo año (1993). Desde Canto villano (1978) no se tenía nada suyo. ¿Qué ocurrió para lograr esta confluencia?
—Había dejado de publicar libros hace mucho tiempo, es cierto, pero algunos poemas aparecieron en revistas. Es algo que sucedió de pronto. Lo que precipitó que publicara Ejercicios materiales (1993) fue que tenía escrito El libro de barro (1993), que es posterior. Pensé que primero debía aparecer Ejercicios materiales, porque cierra una forma de expresión de mi trabajo. En cambio, con El libro de barro se inicia otro tipo de discurso.
¿Las antologías que han aparecido recientemente en Caracas y Barcelona fueron preparadas por usted?
—Sí. El año pasado, cuando viajé a Caracas para ser jurado de un premio de poesía, advertí que casi no había libros míos en las librerías. Sin embargo, había gente que se interesaba en mi obra porque había leído poemas míos en antologías o porque tenía algunas referencias.
Fue después de participar en un recital que me propusieron editarme un libro. Pero los dos poemarios estaban ya comprometidos: uno [Ejercicios materiales] con Jaime Campodónico, en Lima, y otro [El libro de barro] con Ediciones del Tapir, en Madrid. Entonces se me ocurrió sugerir que recogieran toda mi prosa poética [Del orden de las cosas]. Eso fue lo que hicieron. El caso de la antología que ha aparecido en Barcelona [Poesía escogida 1949-1991] fue mediante un pedido por escrito.
Es evidente que El libro de barro tiene un estilo más sencillo que sus anteriores poemarios. Por ejemplo, es más sencillo que el lenguaje utilizado en el poema «Valses».
—Sí, tiene esa característica. «Valses» es un poema barroco y está lleno de elementos. Creo que esto tiene que ver con la edad. Hubo un momento en que ya no quise usar ciertas herramientas para hacer poesía, porque se estaban convirtiendo en una retórica dentro de mi obra. Emplear siempre determinados elementos me estaba limitando.
Por eso, El libro de barro es un libro de libertad. No lo inicié para hacer de él un libro de poemas. Lo escribí como unas notas de impresión frente al mar. Comencé a escribir la primera página un día y, poco a poco, cada noche anotaba algo mientras contemplaba el mar desde mi balcón. Venía como algo natural. No es un diario, sino poemas muy espontáneos que no tienen intermediarios, de orden puramente literario.
Creo que fui más sincera que en mis otros poemas. Es un libro que quiero mucho y que es mi proyecto futuro, porque creo que le añadiré siempre algunos textos entre la primera y la última página. El libro, que en un principio iba a publicar en Madrid, tenía cuatro textos menos, pero incluí cuatro a último momento. Tengo incluso unas cuantas páginas que podrían ser incluidas en una futura edición.
¿El poemario Valses y otras falsas confesiones (1972) es acaso un homenaje a su madre, que es compositora de valses?
—No, se piensa equivocadamente que está dedicado a mi madre. «Valses» es un poema dedicado a Lima. Cuando en uno de los últimos versos digo: «Madre sin lágrimas», me refiero a Lima. Es un poema que escribí en Nueva York recordando Lima, recordando el Perú. Pienso que los peruanos somos muy sentimentales; eso es lo que trato de expresar en ese poema. Hay un cuento de Sebastián Salazar Bondy que se titula «Soy sentimental». Entonces, el vals criollo, que considero una canción de cuna, al ser escuchado en el extranjero provoca cierta nostalgia. Es un poema que tiene un sentido lacrimoso y satírico.
¿Su madre, Serafina Quinteras, ejerció mucha influencia en usted? ¿Quizá en sus primeras lecturas?
—Mi madre, que tiene 92 años, es como se sabe compositora de valses. Pero también ha publicado libros. Ha escrito sobre el costumbrismo y también ha hecho una antología de costumbristas. Y ha escrito también algunos versos festivos. Uno de sus temas es «Muñeca rota», un vals bastante conocido.
Ella no me inculcaba leer, porque en mi familia había una gran libertad para elegir lo que uno quería. Pero había libros a la mano. En mi familia, por otra parte, hay muchos que han escrito. Mi madre y mi abuela escribían valses; una bisabuela era hermana del escritor costumbrista José Arnaldo Márquez. Por parte de padre tengo un tío que escribía también: Luis Varela Orbegoso, que firmaba como Clovis.
Creo, por otro lado, que en su obra se encuentra una constante búsqueda de la verdad.
—Pienso que soy una persona crítica, aunque no pesimista. Trato de decirme la verdad, de buscar una verdad que pienso que es relativa, porque lo que es verdad para mí no puede serlo para otros. También hay una especie de preocupación por la justicia. Digamos que la vida cotidiana, la vida social tiene máscaras. Me da la impresión de que pretendo saber qué hay detrás de estas máscaras.
Se percibe, además, una clara tendencia a la reflexión en sus dos nuevos libros. Porque antes era más descriptiva.
—Mi primera poesía es una poesía joven, llena de elementos, muy superficial, muy artificiosa; estoy buscando por todos lados. Hay una especie de delírium interpretativo. Todo servía para hacer poesía: el teléfono, el árbol, el rostro de una persona. Creía, en ese momento, que interpretar mucho, que hacer muchas metáforas, era poesía. En realidad, después me he dado cuenta de que ya no me agrada ese tipo de poesía. Puedo hacerla, pero no me interesa, porque no me siento expresada de esa manera. Prefiero la desvergüenza y la desnudez, que ahora cultivo.
¿De repente por cierto apetito metafísico?
—Sin duda, creo que sí. Además hay una cierta tendencia mística. Pienso que son reflexiones que se hace uno cuando ha cruzado cierta edad. Creo que —como alguna vez dije— no pienso ser una vieja niña.
La soledad es otra presencia reiterada en su poesía. En los versos del poema «Destiempo» dice: «Estréchame las manos, / la única luz que nos queda, / no me dejes olvidada / en la cima de la ola». ¿Usted se ha encontrado frecuentemente sola?
—Sí, muy sola.
¿Tal vez ha tenido muchas frustraciones?
—Sí, creo que sí. Pienso que todos tenemos frustraciones, sobre todo cuando uno tiene modelos de vida superiores. Hay, efectivamente, una incomunicación. Tal vez lo que no he podido decirle a alguien, en algún momento de mi vida, lo puedo decir en poesía.
Usted también refleja su condición maternal, como en el poema «Casa de cuervos». Pero ¿por qué de una manera trágica?
—Simplemente digo algo que es verdad: no se puede retener a un hijo ni hacerlo correctamente a la manera de uno. Creo, por otra parte, que los padres utilizan a sus hijos y los hijos a sus padres, de alguna manera. Estas son relaciones muy complejas, como ocurre entre marido y mujer: siempre hay una utilización mutua.
Considero, por eso, que lo más importante, el mayor regalo que se le puede hacer a alguien que uno ama, es darle la capacidad de elegir lo que quiera, darle libertad. Creo que ese es el sentido del poema. Ahora, desde el punto de vista emocional y biológico, a una madre la comparo con una casa vacía, adonde el hijo no volverá. La maternidad me transformó mucho, porque hasta antes de tener hijos era una persona muy poco comprometida con la vida.
Usted ha dicho que ha tenido muchas frustraciones, pero, en el aspecto literario, ¿cuál piensa que ha sido la mayor?, ¿no haber escrito una novela, de pronto otro tipo de libro?
—No, absolutamente. Me hace mucha gracia lo que se pueda decir al respecto, porque nunca he tenido ambiciones literarias, nunca me he sentido una escritora profesional, una poeta o una poetisa. Para mí, el escribir es un ejercicio muy útil para liberarme de lo que me molesta mucho: de ciertos problemas o pensamientos cotidianos.
Escribir es también una manera de reflexionar, de hablar conmigo misma, de conocerme, de conocer. A veces he escrito textos que me han asustado. El poema «Canto villano», por ejemplo, lo tuve guardado cinco años en un cajón porque me atemorizaba saber que había dicho esas barbaridades. Sin embargo, es un poema que ya asumí, incluso fue el nombre que le puse a un poemario en 1978 y un volumen que recogió toda mi obra en 1986.
También la presencia de Dios es constante en sus libros. Cito unos versos de El libro de barro: «La mano de Dios es más grande que él mismo. / Su tacto enorme tañe los astros hasta el gemido».
—Creo que tengo una relación con lo que podría ser Dios muy conflictiva, ya que no soy una persona creyente. Desde niña fui demasiado crítica y observadora para creer de manera definitiva. Pero tuve una época de misticismo, como todos los niños. A los 10 años uno piensa que no es posible haber nacido para morir luego; por lo pronto, se considera un ser especial. De repente, la vida nos va enseñando y diciendo, probando y comprobando, que vamos a envejecer, tener dolores, algunos placeres, y que vamos a morir.
Como no tengo esa facilidad para creer, porque justamente soy muy inquisitiva en cuanto a la autenticidad y a la realidad de las cosas... Pero claro que tengo apetito de trascendencia. No del tipo de vida ultraterrenal después de la muerte, no creo en el Cielo. Pero sí quisiera que nuestro tránsito por aquí no fuese tan inútil, que sirviese para algo, que ayudase a alguien. Esa es la preocupación que tengo y que no se satisface con la religión. Por eso un tema constante en mi poesía es esa especie de destino, de azar, que nos hace estar aquí.
Creo que también hay un temor muy continuo a la vejez y a la muerte.
—No, no les tengo temor. Lo que pasa es que las miro de frente, las denuncio y hablo con ellas. A mí me encantaría, como hay poetas viejos que lo hacen, escribir poemas de amor, a un amor posible en el futuro. Pero no puedo escribir sobre eso. Es decir, lo puedo escribir, pero no me sentiría expresada si lo hago; esas experiencias ya las tuve.
No niego que puedan suceder esas cosas, que un señor de 80 años se enamore y pueda escribir los poemas de amor más encendidos, como lo hizo Borges. A mí, desgraciadamente, no me sucede. Ojalá me sucediera. No, mi asunto no es ese. El mío es una conversación conmigo misma, para ver si en algún momento descubro en mí algún destello, algo que sea más sólido, algo que pertenezca a toda esa especie de cosas que se me van de las manos todo el tiempo.
Por las imágenes que ofrece en su obra, hay algún influjo de la pintura, ¿no le parece?
—Sí, posiblemente. A mí, más que la poesía, me gusta la pintura. Cuando viajo, por ejemplo, casi siempre visito museos. En verdad, en Lima hay pintores interesantes y buenos; pero ver la gran pintura es una maravilla. No piense que me siento una pintora frustrada. No, para nada, porque, como estuve casada con un pintor por muchos años, siempre pensé que era suficiente con un pintor en la familia. Con él hice el aprendizaje del ojo del pintor, juntos aprendimos a apreciar la pintura.
Para terminar, ¿por qué tiene fama de no conceder entrevistas?
—Porque, en realidad, no me gusta darlas. Soy una persona, además, que no se considera un personaje literario. No soy un escritor o una escritora que se siente como tal. Soy alguien que de pronto resulta que publica algunos libritos y que tiene la suerte de contar con amigos que se interesan en su poesía.
Pero, en fin, por acumulación de años, creo que estoy en algún sitio dentro del panorama de la literatura peruana o latinoamericana. La verdad, no tengo mucho convencimiento de que sea esa persona que los demás creen que soy. Por eso, cada vez que doy entrevistas, pienso que daré un mal examen, que voy a decir alguna barbaridad. Y no quiero cometer esas imprudencias.




* Publicado en dos partes como «La poesía es una sola» y «Prefiero la desvergüenza», en el suplemento «Domingo», del diario La República, Lima, 15 y 22 de mayo de 1994, páginas 25-26 y 35-36, respectivamente.