7 de agosto de 2014

Entrevistas a Mario Vargas Llosa


Barranco, 1 de febrero de 2005. Con Jorge Coaguila, autor de Mario Vargas Llosa: entrevistas escogidas, cuya primera edición es de 2004. (Fotografía de Herman Schwarz).


Uno

  

Arequipa, Perú, 1937. Con su madre, Dora Llosa Ureta, separada entonces ella de su esposo, Ernesto Vargas Maldonado. El pequeño Vargas Llosa conocería a su progenitor a los 10 años de edad, en Piura. Es significativo que el primer capítulo de sus memorias, El pez en el agua (1993), se titule «Ese señor que era mi papá». (Archivo Olga Urquidi de Llosa).


Lima, verano de 1951. Ayudando a su padre, quien era gerente de la agencia de noticias International News Service del Perú, ubicada muy cerca de la plaza San Martín. Esta empresa transnacional sería absorbida por la United Press. En las vacaciones escolares del año siguiente, en 1952, gracias a las gestiones de su padre, trabajó en La Crónica, diario con el que la agencia mantenía lazos de exclusividad. Parte de sus experiencias en ese periódico serían materia de la novela Conversación en La Catedral (1969). (Archivo Juan Gargurevich).


Afueras de Lima, 1955. Cuando era pareja de Julia Urquidi (1926-2010), tía política natural de Cochabamba, Bolivia, y diez años mayor que el aspirante a escritor. Ese año se casaron y se divorciarían en 1964. En la fotografía aparecen también Abelardo Oquendo y Pupi Oquendo. En el centro, el perro Batuque, presente en Conversación en La Catedral (1969).


París, mediados de la década de 1960. Con el narrador argentino Julio Cortázar, integrante del denominado boom de la literatura latinoamericana. Acerca de él diría que, durante la década de 1960 y, «en especial, los siete [años] que viví en París, fue uno de mis mejores amigos, y, también, algo así como mi modelo y mi mentor. A él di a leer en manuscrito mi primera novela y esperé su veredicto con la ilusión de un catecúmeno. Y cuando recibí su carta, generosa, con aprobación y consejos, me sentí feliz».


La Perla, Callao, 1964. Posa frente al Colegio Militar Leoncio Prado, para ilustrar un reportaje ofrecido a César Lévano. En esta institución se ambienta su primera novela, La ciudad y los perros (1963).(Archivo Caretas).


1966. De izquierda a derecha, con Patricia, Carlos Fuentes, Juan Carlos Onetti (a quien consagraría su ensayo Viaje a la ficción, 2008), Emir Rodríguez Monegal y Pablo Neruda, quien le dedicaría estas líneas después de un reportaje que le hizo Vargas Llosa para Radio Televisión Francesa: «Pablo Neruda dedica estos Cien sonetos de amor a Patricia, para que Mario se los lea a ella todos los días. París, noviembre de 1965».





A Mario Vargas Llosa se le conoce en especial como novelista. Sin embargo, su pasión inicial fue el teatro, género en el cual lleva escritas ocho piezas, una de ellas aún inédita: La huida del inca (1952), estrenada cuando tenía 16 años. La conversación siguiente se centró en su labor como dramaturgo.


En sus memorias, El pez en el agua (1993), confiesa: «La idea de escribir teatro me rondaba desde antes, como la de ser poeta o novelista, y acaso más que estas dos últimas. El teatro fue mi primera devoción literaria». ¿Por qué se truncó ese entusiasmo inicial por el teatro?
—Porque la vida teatral era muy pobre en el Perú en esa época. Siempre he dicho que si hubiera habido una vida teatral un poco más rica, pues probablemente habría sido sobre todo un dramaturgo. Habría sido novelista también, seguramente; pero me hubiera dedicado más al teatro. La vida del teatro era mínima en el Perú, con algunas compañías extranjeras que pasaban y la Escuela Nacional de Arte Escénico, que daba una función a la muerte de un obispo. O sea, si escribías para el teatro, las posibilidades de ver una obra tuya en un escenario eran mínimas. Las obras de teatro hay que verlas verticales en un escenario. Eso, inconscientemente, me fue empujando hacia la narración, aunque el amor hacia el teatro siempre quedó ahí. Fue un amor de segundo plano, pero estuvo siempre presente, y la prueba es que a partir de los años setenta empecé a escribir teatro otra vez. Siempre me gustó y he visto mucho teatro. Se trató de un amor precoz que nunca desapareció del todo. Solo fue interrumpido.
La huida del inca, su primera obra teatral, se estrenó en 1952 con el subtítulo de «Drama incaico en tres actos, con prólogo y epílogo en la época actual». ¿Qué recuerda de ella?
—Recuerdo que era una obrita que escribí bajo la impresión enorme que me hizo ver La muerte de un viajante (Death of a Salesman, 1949), de Arthur Miller. Aquí pasó una compañía argentina, que dirigía Francisco Petrone, que montó esa obra en el teatro Segura por el año 50 o 51. Tengo muy presente la impresión enorme que me causó ver una obra de teatro en la que —como solamente yo había visto en las novelas— las historias saltaban del pasado al presente, del presente al pasado. Todas las fronteras convencionales de tiempo y espacio se rompían, y eso le daba a la historia una totalización. Creo que esa enorme impresión que tuve me animó a escribir La huida del inca, que es la primera cosa que escribí en serio: corrigiendo, rehaciendo, trabajando con tiempo.
Usted empezó escribiendo poesía bajo el influjo del nicaragüense Rubén Darío, a quien le dedicó su tesis de bachiller. Sus novelas emulan las narraciones del estadounidense William Faulkner. ¿Qué influencias tuvo en el teatro? Acaba de mencionar a Miller.
—Arthur Miller mucho, porque esa obra me hizo un enorme efecto. Después, lo que se podía ver de teatro no era mucho en el Perú. Lo que había de teatro peruano eran Sebastián Salazar Bondy y Juan Ríos, quienes eran prácticamente los autores de teatro que veías en el Perú, aunque tampoco con mucha frecuencia. Empecé a ver teatro, en realidad, cuando salí del Perú, cuando fui a España. Procuraba, sobre todo, ver clásicos, porque en esa época el teatro en España estaba muy anticuado y muy limitado por la censura. Donde vi muchísimo teatro fue en París, en los sesenta. Era una época muy buena para el teatro en Francia, porque había, por una parte, teatro social, con las compañías de Jean Villard, de Jean-Louis Barrault. Fueron los años del Teatro de las Naciones, en los que Francia, por ejemplo, descubrió la obra de Brecht, que tuvo un éxito inmenso y marcó profundamente el teatro francés. Por otra parte, había el teatro experimental, muy rico y creativo, el teatro del absurdo. Son los años de Beckett, Ionesco, Adamov. Entonces era un teatro muy actual. Todo eso me enriqueció y formó mucho. Hubo un teatro que no pude ver, porque curiosamente, en España, estaba prohibido por la censura, que era muy fuerte: el de Valle-Inclán. Tengo una gran admiración por Valle-Inclán, a quien vi primero en francés. Me acuerdo que Divinas palabras (1920) lo vi por primera vez en el teatro del Odéon, en un montaje que hizo Jean-Louis Barrault, y solo muchos años después, cuando ya la censura comenzó a relajarse un poco, vi Luces de bohemia (1920), en un montaje muy bonito que se hizo en España, pero ya en los setenta.
La señorita de Tacna se estrenó en 1982, con la actuación de la argentina Norma Aleandro, ante la asistencia de Jorge Luis Borges y Ernesto Sabato. ¿Por qué pasó tanto tiempo para volver a escribir una obra teatral: tres décadas?
—Porque me metí a escribir novelas, que me tomaban muchos años. Trabajaba muchísimo en cada una. Además, por ese temor de no ver el teatro como hay que verlo, que es sobre un escenario. Hasta que en los setenta me ocurrieron esas cosas que son, en el fondo, bastante misteriosas. Yo tenía una historia inspirada en un personaje de mi infancia, una tía abuela a la que yo recordaba mucho, muy viejecita, avanzando por la casa, apoyada en una silla que usaba como bastón. Yo quería escribir algo sobre ella y solamente tuve el impulso para escribirla cuando me di cuenta de que esa historia no era para una novela o para un relato, sino para una obra de teatro. Así nació La señorita de Tacna, que —dicho sea de paso— fue una experiencia maravillosa porque la interpretación de Norma Aleandro fue excepcional. Ella es una gran actriz, pero ahí hizo una creación tan personal, tan rica. Una lindísima experiencia, sí.
Como en la anterior obra, en Kathie y el hipopótamo (1983) intenta saber cómo y por qué nacen las historias. ¿A qué resultados arriba en esa búsqueda?
—Siempre me ha intrigado mucho la gestación de las historias. Fíjate que llevo tantos años escribiendo historias y nunca ese proceso ha sido para mí totalmente claro. Hay un elemento imprevisible, espontáneo, que no pasa por la razón. Está en el origen de todas las historias que he escrito y pienso que es el caso de la mayor parte de las historias que se escriben, que nacen de una manera impremeditada, a través de ciertas imágenes de la memoria, de ciertas experiencias que quedan en la memoria, reflejadas en imágenes, que —por razones muy misteriosas— tienen un efecto fecundo para la imaginación, para el fantaseo literario. Por lo menos en mi caso ha sido así. Todas las historias que he escrito, sea de novela o teatro, han nacido de ciertas imágenes, pero que resultan de cosas vividas. No sé por qué resultan tan estimulantes para fantasear, para inventar. Kathie y el hipopótamo es el juego de las mentiras, el jugar a contar unas historias que se viven como si fueran ciertas, pero en realidad son inventadas, pues es el tema del nacimiento de la ficción, un tema que, aunque no lo planeé así, es muy recurrente en las obras de teatro que he escrito.
En esta obra reaparece Santiago Zavala, protagonista de Conversación en La Catedral (1969). En su siguiente pieza, La Chunga (1986), tenemos nuevamente a Los Inconquistables, de La Casa Verde (1967). ¿Por qué ese interés de resucitar personajes de ciertas novelas?
—Porque seguramente son personajes que no habían sido aprovechados del todo. Cuando un personaje es aprovechado del todo, desaparece de la memoria. Sin embargo, hay personajes que quedan ahí como flotando, como si dijeran: «Tú no me has sacado todo el provecho que tengo. Así que aprovéchame de nuevo». (Risas). Me ha ocurrido mucho con ese personaje que es el sargento o el cabo Lituma, que aparece en mis narraciones y no descarto que reaparezca en otras historias. Es un personaje que siempre está ahí, ofreciéndose. A veces me sirve y lo incorporo en las historias. En realidad, la creación de un personaje es algo muy misterioso, espontáneo.
Algunos de sus personajes son obsesivos. Así, tenemos al capitán Pantaleón Pantoja, celoso del orden; a Pedro Camacho, creador de radioteatros; al Consejero, antirrepublicano. En El loco de los balcones (1993), el anciano profesor Aldo Brunelli intenta conservar parte de la arquitectura colonial. ¿Qué papel tiene la pasión en estos personajes que pierden batallas?
—Fundamental. Son personajes apasionados que generalmente dan batallas contra la corriente, batallas que —en cierta forma— están condenados a perder; pero eso no les importa tanto, porque son personajes que no buscan tanto la victoria como la lucha. En la lucha, en el responder a ese reto, a ese desafío, ellos se realizan y se cumplen a sí mismos. O sea, la derrota es más bien secundaria en sus vidas.
Ojos bonitos, cuadros feos (1996) es una dura mirada a ciertos críticos de arte. ¿Se puede ver la obra como una revancha contra quienes aprecian mal una obra?
—No, más bien es una meditación sobre la función de la crítica. La crítica es útil, pero —al mismo tiempo— puede ser también enormemente injusta, destructiva. El crítico, en ciertas circunstancias y en ciertos medios, tiene una responsabilidad. Por desgracia, hay críticos que no están a la altura de esa responsabilidad. No es una condena a la crítica ni muchísimo menos. La crítica es un género. Me interesa mucho. He hecho crítica y, además, me interesa mucho como género creativo, pero la crítica puede ser enormemente confusionista y, en algunos casos, destruir talentos en ciernes. Tiene que ver con esa idea básicamente: cuál es la función de la crítica en el campo de la creación artística.
Al pie del Támesis (2008) es una comedia sobre un empresario que encuentra a su mejor amigo del colegio, en una suite de un hotel londinense, convertido en una señora. ¿Por qué hay una fijación por el sexo no convencional? En La ciudad y los perros (1963) hay zoofilia. En Conversación en La Catedral a Cayo Bermúdez le encanta observar a su amante, Hortensia, hacer el amor con la prostituta Queta.
—El sexo pertenece a la vida secreta de las personas. Es un elemento fundamental en la identificación de lo que es la personalidad y, al mismo tiempo, es la dimensión más secreta de la personalidad. La literatura —eso lo describió maravillosamente un crítico a quien admiro mucho: Georges Bataille— muestra esa intimidad que generalmente se oculta a la luz pública, por razones morales, políticas o psicológicas, pero muchas veces ahí está la fuente, la raíz, el secreto de lo que es la conducta pública de una persona. Ese es un aspecto de la vida que la literatura explora y muestra con mucho más libertad que cualquier otra disciplina. Por otra parte, tiene que ver con un aspecto fundamental de la vida, que es el amor, que es el placer. Vivimos en una tradición que es muy represora respecto de esos temas. A pesar de que nos hemos liberado bastante, todavía no nos hemos liberado del todo. Esos son temas, para mí, bastante estimulantes para la creación, para la fantasía, y por eso aparecen. Pero aparecen en un contexto que de ninguna manera reduce la personalidad humana a la vida sexual. Esa me parece una distorsión profunda. El sexo es fundamental, pero es una parte de la vida. De ninguna manera lo es todo.

2008





Dos


Lima, 1969. Con Patricia, en el hoy desaparecido bar La Catedral, ubicado entre la plaza Unión y el puente del Ejército, escenario de una de sus más célebres novelas. De visita para ilustrar un reportaje. (Fotografía de Félix Nakamura).

Lima, junio de 1981. Durante la época que conducía el programa La Torre de Babel, que se emitió por Panamericana Televisión del 7 de junio al 29 de noviembre de 1981. En la novela El hablador (1987) recordaría: «Fue, en efecto, una experiencia extraordinaria para mí, aunque, también, la más fatigadora y enervante que he tenido nunca. El título mismo del programa revelaba sus ingenuas ambiciones: meter en él de todo, hacer un caleidoscopio de temas». Así, entrevistó a la novelista española Corín Tellado, al dictador panameño Omar Torrijos y al futbolista brasileño Zico. También hizo reportajes sobre el prostíbulo La Casa Verde (que le inspiró para escribir su segunda novela), los bailes peruanos, los indígenas de Madre de Dios, entre otros. (Archivo Caretas).


Uchuraccay, Ayacucho, 1983. Acompañado de Mario Castro Arenas, Fernando Fuenzalida, Juan Ossio, Jaime de Althaus, entre otros. Escucha los testimonios acerca del asesinato a ocho periodistas, ocurrido el 26 de enero de 1983 y en el que participaron unos cuarenta comuneros en dicha comunidad andina, ubicada a 4.000 metros de altitud. (Archivo Fernando Fuenzalida).


Plaza San Martín, Lima, 21 de agosto de 1987. En el Encuentro Cívico por la Libertad, primer mitin contra la estatización del sistema financiero, propuesta por el presidente Alan García durante su primer gobierno (1985-1990).


Madrid, 1994. Con los narradores peruanos Guillermo Niño de Guzmán y Alfredo Bryce Echenique, quien fue su alumno cuando fue asistente de cátedra de Augusto Tamayo Vargas en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. (Fotografía de Vimagen Fotógrafos).


Iquitos, Perú, febrero de 2007. Con Patricia, en un «motocarro», durante un viaje por el río Amazonas, muy útil para escribir la novela El sueño del celta (2010). (Fotografía de Jaime Vásquez Valcárcel).


Estocolmo, Suecia, 7 de diciembre de 2010. Pronuncia su discurso ante la Academia Sueca tres días antes de recibir el máximo galardón literario. «El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable, con la que tuve la fortuna de casarme hace 45 años y todavía soporta las manías, neurosis y rabietas que me ayudan a escribir», declaró con la voz quebrada. (Archivo EFE).

Joanot Martorell, Victor Hugo, Gustave Flaubert, José María Arguedas y Gabriel García Márquez son autores a quienes Mario Vargas Llosa les ha dedicado ensayos. El escritor arequipeño siempre tiene el deseo de ser también creativo en sus libros de crítica literaria, en la cual —además de su sello personal— ofrece gran importancia a la técnica, al lenguaje, a las ideas, al contexto histórico y social. Aclara que la relectura se basa en la búsqueda de nuevos hallazgos.


En Ojos bonitos, cuadros feos (1996), el protagonista dice: «Nadie sueña con ser un crítico de arte. Se llega a serlo por eliminación o por impotencia. Yo no quería ser una caricatura de artista, sino un artista de verdad. Yo, de joven, soñaba con ser pintor». ¿Considera usted que algunos críticos son creadores frustrados?
—Creo que muchos críticos lo son, incluso los más grandes. Por ejemplo, Sainte-Beuve, quizá el más grande crítico de Francia del siglo XIX. Fue un creador frustrado y, además, fue el primero en decirlo. Escribió una novela muy pobre, de segundo nivel, pero realizó obras de crítica absolutamente extraordinarias. Port Royal (1840-1859) es un libro tan importante como las novelas de Balzac y es una obra de crítica. El más grande crítico que ha tenido Estados Unidos en la época moderna, Edmund Wilson, también era un creador frustrado. Escribió unos cuentos, Memoirs of Hecate County (1946-1959), que generalmente no tienen ningún interés si se compara con su gran libro de crítica: Hacia una estación de Finlandia (To the Finland Station, 1940), un libro maravilloso, una obra maestra absoluta. Cyril Connolly es uno de los grandes críticos ingleses. Escribió una novela de muy segundo orden, pero es autor de libros maravillosos como Enemigos de la promesa (Enemies of Promise, 1938) y La tumba sin sosiego (The Unquiet Grave, 1944). Sí, hay muchos casos en que los grandes críticos han sido creadores frustrados.
En su voluminoso estudio García Márquez: historia de un deicidio (1971), califica a ciertos novelistas asesinos de dios por crear universos, producto de su insatisfacción con la realidad, y afirma que cierto trauma es el origen de la vocación literaria. Este libro motivó una encendida polémica con el respetable crítico uruguayo Ángel Rama. ¿Conserva la tesis de este ensayo?
—Básicamente, sí. Quizá no utilizaría tanto ese lenguaje «satanista», esas metáforas románticas. Quizá utilizaría un vocabulario menos metafórico, pero básicamente creo que es cierto: escribir novelas, sobre todo novelas ambiciosas, es una especie de protesta contra la realidad, con el mundo tal como está hecho; sino para qué crearíamos mundos alternativos, esos mundos paralelos. En ese sentido, se puede usar la imagen del novelista como deicida. Al mismo tiempo, esa voluntad detrás de la idea de crear un mundo alternativo al mundo real tiene que nacer de un desacato profundo, de una contradicción muy grande con la vida tal como es, con el mundo tal como lo vive el propio novelista, sin que eso necesariamente pase por la conciencia. Un novelista puede ser en su vida muy conformista y, sin embargo, a la hora de escribir ser un gran rebelde, un gran impugnador de la realidad. Balzac, por ejemplo, era muy conformista con su vida política. No estaba en contra de la realidad tal como lo era. Sin embargo, a la hora de escribir su visión del mundo era terriblemente crítica, hostil, beligerante. Creo que detrás de toda gran novela hay siempre una impugnación de la realidad. A veces por razones altruistas y a veces por razones egoístas, pero no conozco una gran novela que sea un gran canto a la realidad, a la sociedad, al mundo tal como es, algo que sí se da en la poesía, por ejemplo.
En La orgía perpetua (1975), analiza una de sus novelas predilectas: Madame Bovary (1857), de Gustave Flaubert. Gracias a documentos como cartas, indaga la vida sexual de este escritor francés, si practicó deportes y si tuvo ataques de epilepsia. ¿De qué manera lo ilumina la biografía de un autor?
—La biografía de un autor es un dato importante, no exclusivo, para entender la gestación de sus obras. Durante una buena parte de años, la crítica literaria quiso prescindir enteramente de datos históricos, biográficos, y concentrarse exclusivamente en el análisis lingüístico y formal, pero ha quedado claro que esa aproximación es insuficiente, parcial. Aunque es verdad que la literatura está hecha de palabras, estas no están divorciadas de la vida. Las palabras son expresión de vida vivida. Esa vida vivida está inyectada en las palabras que utiliza un escritor a partir de ciertas experiencias absolutamente básicas para la creación de un lenguaje que no solo refleja formas, sino también memorias, pasiones, complejos, instintos. Todo se llega a conocer mejor a través de la historia individual y también circunstancial, las circunstancias en que se escribe una obra. Creo que todo lo que explica la personalidad, la experiencia a partir de la cual escribió un autor puede contribuir a una comprensión más rica, profunda, de la obra literaria. Desde luego, en una época se creía que la crítica literaria consistía en hacer biografías de los autores. Eso, por supuesto, es una cosa romántica, muy limitada, pero prescindir enteramente me parece tan arbitrario como contar solo con la biografía para juzgar una obra literaria.
Algunos investigadores sostienen que usted se dedica al ensayo literario cuando ocurre un bajón creativo. Señalan la década de 1970 el periodo de crítica literaria y de novelas menores. ¿Qué responde usted?
—Eso no lo sé. Eso quizá lo vean mejor los críticos que yo. Para mí, la crítica literaria es una manera de ejercer también la imaginación, la fantasía, pero a partir de cosas mucho más concretas y con más limitación que cuando escribes una novela. Me entrego con la misma pasión, la misma dedicación y el mismo rigor a una novela que a un ensayo. Una novela me excita más, me estimula más y me hace sentir más inseguridad que un ensayo, pero los ensayos me apasionan también muchísimo. Los ensayos son una de las formas de la imaginación crítica. Por eso, no procuro hacer ensayos académicos. Son ensayos bastante libres en los que hay un elemento de fantasía, creatividad menos dócil, lógicamente, que una novela o una obra de teatro, pero hay un elemento muy creativo en el ensayo, por lo menos en el ensayo que me gusta leer y que me gusta escribir.
La verdad de las mentiras (1990), que reúne breves estudios acerca de narraciones del siglo XX, fue escrita en medio de su campaña presidencial. Una década después de la primera edición le agregó diez comentarios. ¿Por qué la única presencia de la lengua castellana es la de El reino de este mundo (1949), del cubano Alejo Carpentier?
—Porque la primera versión que hice de La verdad de las mentiras fue para una colección que publicó el Círculo de Lectores, en la que me fijaron unas limitaciones muy precisas: había que elegir novelas del siglo XX europeas y norteamericanas, porque había otra colección dedicada exclusivamente a la novela hispanoamericana y española. Luego añadí otras que me interesaban mucho y era porque tenía, por ejemplo, un ensayo muy complejo sobre esa novela de Alejo Carpentier.
También llama la atención que algunos títulos se alejen de la novela como Dublineses (Dubliners, 1914), colección de cuentos del irlandés James Joyce, o París era una fiesta (A Moveable Feast, 1964), un relato del estadounidense Ernest Hemingway acerca de sus primeros años en la capital francesa.
—Son siglo XX y literatura europea.
En algunos casos comenta dos libros de un autor, como de Hemingway y Graham Greene.
—No están los libros más representativos del siglo XX. Tampoco elegí lo más representativo de cada autor. Porque, si no, no estaría Dublineses, de Joyce, sino Ulises (Ulysses, 1922).
En Carta de batalla por «Tirant lo Blanc» (1991) agrupa tres ensayos publicados desde la década de 1960 acerca de la novela del valenciano Joanot Martorell. Su interés por esta obra de caballerías atrajo la atención de muchos lectores. ¿Es el deber de todo crítico contagiar el entusiasmo por los buenos libros?
—Sin ninguna duda. Esa es la gran función de la crítica: estimular una lectura novedosa de una obra literaria. Una gran obra crítica te hace leer con otros ojos y te descubre muchas riquezas escondidas hasta entonces no advertidas en una obra literaria. Al mismo tiempo, la crítica te ayuda mucho a orientarte en esa selva oscura que es el mundo de la literatura en plena gestación. Hoy en día hay una oferta bibliográfica que es monstruosa, sobre la que es prácticamente imposible que un lector común y corriente se oriente, se organice, estableciendo jerarquías: lo que es muy bueno, lo que es regular, lo que es muy malo. Entonces, la función de la crítica en esas circunstancias es muy importante: tener, por lo menos, una brújula. Al mismo tiempo, la gran crítica literaria te da una visión completamente distinta de la literatura que creías ya conocida y archisabida y te hace leer de otra manera, porque la literatura es una cosa viva, no rígida. Una obra literaria evoluciona con el tiempo. Leemos El Quijote (1605-1615) de una manera distinta como la leyeron los contemporáneos de Cervantes. La crítica ha contribuido muchísimo a enriquecer, transformar y actualizar a los clásicos. Por esas razones, la crítica es fundamental. Por otro lado, hay una crítica vanidosa, muy pedante, que no sirve para nada. Solo sirve para la vanidad del crítico, que habla de sí mismo a través de otros autores. Esa crítica no me interesa, pero eso no es la gran crítica. La crítica que queda está al servicio de la obra literaria, hace literatura hablando de la literatura.
En La utopía arcaica (1996), su estudio sobre José María Arguedas, tilda a Antonio Cornejo Polar de «soporífero» y a Tomás Gustavo Escajadillo le reprocha su «resentimiento político». En el célebre capítulo «El intelectual barato», de El pez en el agua (1993), señala la falta de honestidad de Julio Ortega. ¿Tan mala imagen ofrecen los críticos peruanos?
—Me refiero a casos, periodos y textos muy concretos. La polémica literaria en el Perú manifiesta las características beligerantes que caracterizan al mundo cultural en que nos movemos. Lo que he procurado siempre es combatir el fraude en el campo de la crítica, que es un campo donde desgraciadamente el fraude pasa muchas veces desapercibido. Hay el crítico palabrero, el crítico que no tiene ideas, pero encubre su indigencia intelectual con oscurantismo verbal. Hay una cierta corriente crítica que es absolutamente oscurantista. Es incomprensible pretendiendo ser profundo, pero en realidad no es profunda. Es sumamente incomprensible porque está hecha de palabrejas, de palabrerías. Es algo que me produce una tremenda irritación porque creo que, siendo la crítica algo que pueda enriquecer tanto la vida intelectual, ese tipo de crítica más bien la confunde, la desorienta y, sobre todo, crea una idea muy falsa de lo que es la literatura. A veces he sido muy severo con ciertos críticos que ejercen ese tipo de crítica mentirosa, tramposa. Ahora, muchas veces, la polémica literaria enciende los temperamentos y uno llega a excederse en los calificativos, pero siempre me queda a mí, en ese sentido, la idea de que nunca habré atacado a nadie con la deshonestidad y la vileza con que he sido atacado a lo largo de toda mi vida por hablar con tanta independencia y tanta franqueza.
En La tentación de lo imposible (2004) cita al historiador Jean-Marc Hovasse, quien asegura que uno, leyendo catorce horas diarias, tardaría unos veinte años en agotar solo los libros dedicados al autor de Los miserables (Les misérables, 1862) que se hallan en la Biblioteca Nacional de París...
—Probablemente desde que él escribió eso hasta ahora ha aumentado tanto la bibliografía sobre Victor Hugo que no hay ya ninguna posibilidad de que ningún crítico llegue a leer, aun dedicando a ello toda su vida, todo lo que se ha escrito sobre Victor Hugo. A eso se ha llegado en el caso de Victor Hugo; ya no se diga en el caso de Shakespeare, por ejemplo.
Entonces, ¿por qué se animó a incrementar la bibliografía acerca de Victor Hugo?
—Por la pasión que me despertó releer Los miserables. La relectura que hice de Los miserables fue una experiencia tan maravillosa. Gocé tanto, tomé tantas notas... La releí para escribir un prólogo sobre un libro que había marcado mucho mi adolescencia. Tomé tantas notas y me quedé con tanto material que, al final, me decidí en escribir ese pequeño ensayo, pero fue un acto de placer, gocé tanto realmente, fue una experiencia tan maravillosa releer esa novela y descubrí que, contrariamente a lo yo creía, no era novela para jóvenes, de aventuras, sino... Bueno, también es eso, pero al mismo tiempo es una novela muy profunda, muy compleja, sobre todos los grandes temas de la vida: el bien, el mal, el destino, la personalidad, la vida social, la injusticia, el más allá, la trascendencia. Todo eso está en esa novela, una de las más ambiciosas que se ha escrito nunca. Las cosas críticas que he hecho han sido todos grandes actos de placer. He gozado muchísimo haciéndolo. No escribo sobre cosas que no me gustan, escribo sobre cosas que me gustan. Sobre todo, con Los miserables gocé muchísimo.
En diversas oportunidades confiesa que Faulkner es uno de sus maestros literarios y el primer escritor a quien estudió «con lápiz y papel». Este deslumbramiento ocurrió a mediados de la década de 1950 y —según dice— no ha cesado. En La verdad de las mentiras analiza una de las obras de este narrador estadounidense: Santuario (Sanctuary, 1931). ¿Queda pendiente un estudio más profundo y amplio acerca de la obra del creador del condado de Yoknapatawpha?
—No sé si me dará tiempo, pero Faulkner sigue siendo un autor que releo con deslumbramiento. La verdad, esto no me ha ocurrido con muchos otros autores que me deslumbraron en mi juventud y que después se me han caído de las manos cuando los he releído. Con Faulkner eso no me ha ocurrido jamás. Todo lo que releído de Faulkner me sigue maravillando y, además, me parece que es cada vez más rico, profundo, que cuando lo leí por primera vez. Es uno de esos autores que pasa esa prueba dificilísima en la que muchos autores fracasan: la relectura. Hace poco releí Luz de agosto (Light in August, 1932)... Ah, qué maravilla de novela. Una novela que —dicen— la escribió en muy pocos meses, pero qué cosa tan bonita, diversa, compleja. Maravilla de construcción y, al mismo tiempo, con tantos matices, desde la violencia hasta el humor. Una novela que parece virgen, nuevecita, recién hecha.
Su siguiente libro es El viaje a la ficción, ensayo acerca de Juan Carlos Onetti, para quien la realidad era asfixiante. Por último, ¿qué tipo de crítica cree haber desarrollado en su trayectoria como crítico, en medio de tantas corrientes (marxista, estructuralista, deconstruccionista, multiculturalista)?
—Utilizo un método crítico que es bastante personal, desde luego dando una gran importancia a la forma, a la técnica, al lenguaje, a las ideas, al contexto histórico y social, del que no creo que se pueda prescindir. Así como creo que los críticos que lo explican todo a través del contexto histórico y social hacen una reducción muy arbitraria de lo que es la obra literaria, creo que prescindir de ese contexto histórico y social, para dedicarse exclusivamente a un análisis formal, deja también fuera de la realidad un aspecto esencial de la obra literaria. He procurado hacer una crítica bastante totalizadora, y creo que es lo que hago también en el caso de Onetti.
¿Qué es lo que más valora de este autor uruguayo no tan reconocido universalmente?
—La coherencia. Es un mundo de una gran coherencia, en el que leyendo el todo se enriquece la parte, porque cada una de las obras (cuentos, novelas) de Onetti, al mismo tiempo, se pueden leer como partes de una totalidad. Eso tiene pocos ejemplos en el caso de la literatura en lengua española. Por eso, se puede decir que Onetti está en la tradición de los escritores totalizadores, como Faulkner, Balzac. La obra de Onetti es muy compacta. Nunca lo planeó así, evidentemente, pero al final resultó que sus cuentos y sus novelas forman una especie de saga, como la de Yoknapatawpha o de La comedia humana (La comédie humaine, 1830-1856).


2008



Aranjuez, España, 2002. Con Jorge Coaguila. (Fotografía de Ángel Esteban).

1 de agosto de 2014

Entrevistas a Julio Ramón Ribeyro

Uno



Casa de malecón Sousa 108, departamento 602, Barranco, julio de 1992. Con Jorge Coaguila. Foto: Miguel Carrillo.


¿Por qué se muestra reacio con los periodistas, señor Ribeyro?
—En realidad, por dos motivos: el primero es que la mayoría de periodistas que vienen a entrevistarme no saben nada de literatura. El segundo, porque creo que ya lo dije todo, porque siempre vienen con las mismas preguntas. Estoy cansado de responder a lo mismo: ¿y cómo escribe usted?, ¿por qué escribe usted?...
Pero son muchos los jóvenes que no tienen la oportunidad de leer las entrevistas que le hicieron hace muchos años.
—Es cierto. Lo mejor sería que se publicaran en un libro; porque tengo tantas entrevistas, algunas en revistas o publicaciones que ya desaparecieron. Una vez una sobrina me enseñó pilas de recortes...
¿Este libro que menciona por qué no lo publica con un solo periodista que le pregunte de todo?
—Pero para qué, si hay entrevistas, si lo dicho está ahí.
Pero, a veces, usted cambia de ideas.
—Ah, bueno, eso es un riesgo.
Por ejemplo, usted un tiempo quería escribir una novela innovadora. Confesaba que pretendía «escribir una novela de vanguardia, con carácter experimental, destinada a fraguarme un nuevo lenguaje y una nueva forma de expresión». Tenía ese deseo.
—Ah, claro, esa es una entrevista que me hicieron en 1960 para La Gaceta de Lima. Vea usted la cantidad de años que han pasado, 1960, estamos en 1991, treinta y un años.
Deben ser miles las entrevistas que ha concedido.
—No, miles ni hablar. Serán cien —digamos— o, quizá, un poco más.
Entonces miles las rechazadas.
—Sí. (Risas).
Además de ello, usted evade la publicidad.
—Porque no me gusta promocionar un libro por todo el mundo luego de publicarlo. En ese sentido, no me siento tan presionado por mis editores como lo están Alfredo Bryce y Mario Vargas Llosa.
¿Se considera usted un solitario, un lobo estepario, entonces?
—No, si no, no tendría esposa ni hijo. Aunque, claro, no tengo tantos amigos como Alfredo Bryce, por ejemplo. No se imagina la cantidad de amigos que tiene por todas partes, amigos que lo adoran[1].
¿No le resulta paradójico que usted, el menos publicitado, tenga la mayor preferencia del público lector?
—Pues no sé. Tal vez se deba a que las personas que me leen encuentran muy suya esa atmósfera de frustración, de desadaptación, de marginalidad que caracteriza a mis relatos. Acaso porque los lectores sufran los mismos chascos y humillaciones, acaso porque en mis cuentos no haya vencedores.
Sin embargo, en sus narraciones últimas usted ha cambiado de temas. ¿No cree que esto haya causado el decaimiento de sus últimos cuentos?
—No creo. La temática ha cambiado, claro, porque los otros temas los había tratado. Los argumentos que trabajo actualmente ya no son esos asuntos candentes, de enorme gravedad, sino más reflexivos. Por otra parte, no creo que estos últimos cuentos estén mal escritos, por el contrario.
Con respecto a su técnica, ¿no cree que le faltó Faulkner para tener mayores perspectivas?
—La verdad, no he leído a William Faulkner o, más bien, lo poco que he leído de él me resultó sumamente pesado. Y no me avergüenzo de decir esto. Lo peor, en este caso, sería mentir y decir que lo he leído.
Faulkner, en su momento, fue un autor que debían leer los jóvenes escritores. ¿Cuál o cuáles cree que deben leerse ahora?
—No sé. No leo los libros de moda.
Hace algún momento se refirió a la frustración. ¿No se considera usted una persona frustrada?
—No, porque he realizado lo que he querido. Yo he querido viajar a Europa, publicar libros, casarme con la mujer que quiero[2], tener un hijo, tener una casa en Barranco y otra en Europa, y lo he conseguido. No, no me siento frustrado. Aunque no puse en estas cosas el empeño que otros ponen.
¿Cuál es su mayor orgullo, entonces?
(Breve silencio). Ser reconocido por algunas personas cuando camino, por una parejita de enamorados y que diga: «Mira, ese es Ribeyro». Por el mozo del hotel Bolívar, por un chofer de taxis. (Nueva pausa). Siento cierta satisfacción.
Aunque, lo leí por ahí, usted desearía pasar desapercibido. ¿No hay algo contradictorio en lo que dice?
—Bueno, me gusta pasar desapercibido, pero me halaga ser reconocido. ¿Cómo se puede entender esto? Yo preferiría, en todo caso, pasar desapercibido.
¿A usted, cuando era joven, no le agradaba o trataba de conocer a los escritores que tenía a su alcance, como Ciro Alegría, José María Arguedas[3]...?
—No, nunca.
Sin embargo, más tarde, conoció a Borges.
—¿Cómo sabe?
Lo leí en una revista de los años sesenta. Había allí una entrevista a Borges, que había ido a Alemania, adonde fue usted también.
—Sí, fue en el año 1964. Fui invitado, como muchos otros escritores, al Congreso por la Libertad de la Cultura. Ahí también se encontraban Miguel Ángel Asturias, João Guimarães Rosa, Eduardo Mallea, Günter Grass, Ciro Alegría y Roa Bastos. (Toca su rostro con la palma derecha). Recuerdo que había dos bandos: uno con Borges y el otro con Asturias. Mientras Asturias se ponía a hablar de literatura comprometida, Borges, en cambio, hablaba de la estética, y no le hacía caso. Asturias era un demagogo. Todo esto es muy gracioso, ¿no?
¿Y usted a qué bando iba?
—Un rato estaba en una mesa y otro rato en la otra. Recuerdo también que por esa fecha llegó un cable que decía que la novela de Vargas Llosa La ciudad y los perros había sido quemada en el patio del Colegio Militar. Enterados, Roa Bastos y yo redactamos una protesta por ello y firmamos todos los escritores presentes. Es el único documento en que aparecen juntas las firmas de Borges y Asturias. Pero este documento no se hizo público porque Mario dijo que no había necesidad.
Usted también ha firmado otros documentos, incluso políticos. Leí uno en que aparece su firma con las de Sartre, Simone de Beauvoir, Vargas Llosa y otros contra el apresamiento de Hugo Blanco[4].
—Puede ser; he firmado tantas cosas que ni sé lo que he firmado. A veces, cuando todo estaba ya redactado y venían a mí a que firmara, yo no podía hacer nada porque mi nombre estaba en la lista, entonces aceptaba no más por amistad. (Sonríe).
En todo caso, a usted siempre se le vincula con la izquierda.
—No soy izquierdista, aunque he tenido actitudes y acciones izquierdistas. Por ejemplo, apoyé a la guerrilla del 64, de Javier Heraud, o a la guerrilla del 65, de Guillermo Lobatón, Paul Escobar y otros. Me acuerdo que en París, Guillermo Lobatón dijo que había llegado el momento de la decisión: que quiénes iban a la lucha. Todos levantaron la mano, menos yo. (Sonríe nuevamente). Pero qué iba a hacer; yo no tengo espíritu de soldado. No obstante, Guillermo Lobatón, que además fue mi compañero en la universidad, me dijo: «No te critico; podrás servir aquí». Eran más o menos treinta los que levantaron la mano, pero era por pura figuración, ya que al final solo fueron cinco; los cinco que murieron. Los otros levantaron la mano solo para hacerse los machos.
¿Y qué hizo en Mayo del 68?
—Bueno, en ese entonces estaba trabajando en la France-Presse, y tenía que ir al trabajo en medio de una huelga general. No había metro ni autobuses ni taxis, por lo que tuve que ir a pie hasta la oficina, pese a la huelga. En el camino todo era un caos, agitaciones y marchas estudiantiles por todas partes, la Policía que me detenía a cada rato para que le mostrara mis documentos. Fue terrible.
Cierto sector, también, lo vinculó al aprismo cuando recibió la Orden del Sol.
—Y eso qué, ¿soy aprista?
No, le digo que las críticas fueron duras.
—Ah, sí, alguien dijo por ahí que arrojara la medalla[5].
Dígame, señor Ribeyro, ¿por qué usted que tenía tantos amigos en la Universidad de San Marcos, no estudió allí?
—Porque en la Católica el ambiente era más tranquilo, sin huelgas, con poca política. Si yo frecuentaba la Casona era para hacer amigos y conversar luego con ellos en los bares. De ese grupo éramos Wáshington Delgado, Eleodoro Vargas Vicuña, Alberto Escobar, Carlos Eduardo Zavaleta, Alejandro Romualdo, Pablo Guevara, Francisco Bendezú, Pablo Macera y Carlos Germán Belli, a quien no le gustaba mucho el trago. En cambio, la Universidad Católica era muy seria para mí[6].
¿Estudió en la Católica pese a que tiene un antepasado suyo como rector de la Universidad de San Marcos?
—Tengo dos, mi bisabuelo y mi tatarabuelo. Sí, pese a eso, pero creo que lo poco que he aprendido ha sido en Europa.
¿Desencantado con la patria? ¿Por qué continúa viviendo en París?
—Porque allá viven mi esposa, mi hijo, que es de nacionalidad francesa; porque allá vengo viviendo desde hace treinta años.
¿Ya encontró la playa en el Perú para vivir algún tiempo en ella?
—No, todavía la sigo buscando. (Sonríe)[7].
Por otro lado, usted plasmó la gente de una generación. Hoy es otra cosa, tal vez la gente de esta generación requiera su voz.
—Esta Lima me demandaría mucho tiempo. ¿Sabe?, tendría que vivir aquí nuevamente. A esta Lima la conozco de manera superficial, de modo que esto no sería posible; además tengo ahora otros temas.
Como miembro del jurado del concurso de cuento Juan Rulfo, ¿cuál es el balance de la actual narrativa hispanoamericana?
—Bueno, le diré que hay muy buenos cuentos, excelentes cuentos a la altura de cualquier escritor consagrado. Pero hay un hecho curioso: el 50 por ciento —de los dos mil o tres mil trabajos que se presentan— es de escritores argentinos, a quienes les siguen los mexicanos y los colombianos. Aunque en una oportunidad ganó el peruano Rodolfo Hinostroza, quien precisamente no es narrador sino, más bien, poeta[8].
¿Cómo es el caso del concurso El Cuento de las Mil Palabras?
—Bueno, el año anterior estuve como miembro del jurado y le puedo decir que el concurso no tuvo tanto nivel como en los anteriores. Lo mismo aceptaron los demás miembros del jurado.
Finalmente, señor Ribeyro, ¿cuándo aparece el tan esperado cuarto volumen de La palabra del mudo?
—No lo sé. También Carlos Milla, mi editor, me lo está exigiendo. Lo que pasa es que yo quiero que se imprima con la misma calidad de papel, formato y carátula con que se imprimieron los otros tomos, lo que actualmente es difícil. Así es que estamos en tratos. Espero que salga pronto, porque ya tengo el material casi listo.

1991









Dos




Tarma, hacia 1933. Con su hermana Mercedes, su prima Isabel Iglesias y su madre. En esa ciudad andina su familia materna tenía una hacienda. En Tarma, asimismo, se ambientan los cuentos «Vaquita echada» y «Silvio en El Rosedal».

Colegio Champagnat, Miraflores, hacia 1944. Julio Ramón se encuentra en medio de los de cuclillas. Jugaba de centro delantero. Era hincha de Universitario de Deportes y de Lolo Fernández («Atiguibas»). Su hermano, Juan Antonio, se encuentra a su izquierda.

Jardín de la casa de Comandante Espinar 201, Miraflores, hacia 1947. Julio Ramón, su madre, Juan Antonio, Mercedes y Josefina. Todos los hermanos Ribeyro Zúñiga juntos. El padre había fallecido en 1945 («Página de un diario»).

Lima, hacia 1950. Juan Antonio (segundo), Alberto Escobar (cuarto) y Julio Ramón (quinto), cuando este era estudiante de la Universidad Católica (1945-1952). En Múnich, Alemania, en 1956, Escobar le dijo que tenía más aptitudes para la crítica que para la creación. Como respuesta, escribió Crónica de San Gabriel (1960). Escobar es el modelo del personaje Manolo, de la novela Los geniecillos dominicales (1965).

Sobre Dichos de Luder no hay declaraciones suyas. Además que es una obra muy poco difundida, ¿verdad?
—Bueno, puedo decirle por qué. Es que la mitad de la edición fue enviada a París como pago por los derechos de autor. Está allá todavía, la tengo guardada en un ropero. (Sonríe).
Quinientos ejemplares, ¿no?
—Sí, más o menos. No sé si fueron quinientos o mil los ejemplares que se editaron. Solo sé que me enviaron la mitad de los libros publicados.
¿Cree usted que este libro es una evolución de Prosas apátridas o una disgregación de este libro?
—No, no tiene nada que ver con Prosas apátridas.
Pero ambos tienen el tono pesimista, filosófico.
—Sí, puede ser. Pero, obviamente, en Prosas apátridas los textos son un poco más desarrollados, un poco más largos y, además, son mis propias reflexiones, directamente mías. Los textos de Dichos de Luder, en cambio, son réplicas, respuestas, afirmaciones, «dichos» por eso. Lo que pasa es que no he encontrado la fórmula que corresponde a lo que en francés se llama propos a esto o les propos. Hay una cantidad de libros de este tipo en Europa. Por ejemplo: Les propos de Valéry, Les propos de Sartre, que son cosas muy breves que sus autores han dicho.
¿Aforismos?
—No solo aforismos. Pueden ser también chistes, observaciones originales, ocurrencias o paradojas. En el caso de Dichos de Luder hay cosas que yo he dicho y cosas que yo he escuchado a otros escritores, como Julio Cortázar o Pablo Neruda.
Por otro lado, con el relato «Silvio en El Rosedal» (1977) ¿no cree usted que inicia otra etapa narrativa? Es decir, una etapa más reflexiva, más personal tal vez, en que deja usted los temas candentes de la primera época.
—Bueno, en el fondo los temas son de menos actualidad, es cierto, y más personales, más íntimos. No son como de los primeros cuentos. Digamos que los primeros relatos, en su mayoría, si exceptuamos todos los primeros escritos en primera persona, son cuentos de temas en que hablo de otros personajes; de mí mismo no hablo...
Esta misma tonalidad...
—Usted dirá que «Silvio en El Rosedal» está escrito en tercera persona, pero Silvio es, más o menos, una representación, un delegado mío. Yo soy una especie de Silvio en el fondo[9].
¿Esto mismo continuará en La palabra del mudo, tomo cuatro?
—No, el tomo cuatro va a tener, va a constar de varias partes. (Breve silencio). Hay una serie de relatos, como «Ausente por tiempo indefinido», en que el personaje es un escritor. Y también hay una serie de relatos sobre el barrio miraflorino de Santa Cruz, un barrio en el que he vivido en mi infancia y juventud. Estos últimos cuentos son de varias vertientes, de varios estilos y hasta de varias épocas. Ya resulta un poco abusivo el título general de mis cuentos, La palabra del mudo, porque ya son otras cosas. Pero como para mantener este título en buena cuenta está bien. Porque originalmente —como lo digo en el prólogo del primer tomo— La palabra del mudo es la palabra de la gente que no tiene la posibilidad de expresarse. Mientras que ahora es mi voz, es la mía, se ha convertido en eso. La palabra del mudo, cuarto tomo, soy yo. El mudo que estaba callado y que, de pronto, habla y aparece con nuevos campos.
Actualmente, ¿se está dedicando a escribir o a corregir?
—Paralelamente, estoy escribiendo y corrigiendo. En especial, sobre los años cuarenta en el barrio de Santa Cruz, sobre el Miraflores de esa década.
Con respecto a tener temas más íntimos, los críticos dicen que esto corresponde a la crisis del escritor, que ya no tiene otras perspectivas, que ya no tiene otras posibilidades de hablar.
—Es posible, yo no lo pongo en duda. Pero yo he creído siempre que el escritor verdaderamente genial es el que escribe no importa qué, olvidándose de sus propias experiencias, de su propia vida. Qué le puedo decir: sobre las Cruzadas, sobre Platón, de algo que pasó en Afganistán o en Japón. Ese es el escritor verdaderamente épico, que inventa, que saca todo de la nada. Mientras que el tipo que está sacando cosas del interior, de su propia vida, de su propia experiencia, es un escritor lírico, menor, ¿no?, de menor peso, de menor envergadura, pero al...
¿Pero...?
—Pero al mismo tiempo —como todo tiene su contraparte, como todo argumento tiene su contraargumento— hay grandes escritores que han tratado íntegramente sobre su propia vida, que es el caso de Proust. En efecto, Proust no ha hecho sino escribir sobre él mismo, desde la primera hasta la última línea.
¿A qué libros se refería cuando decía haberse arrepentido de haberlos leído en su juventud? ¿A los bodoques de La comedia humana?
—No, a los de La comedia humana no, nunca. Me he arrepentido de haber leído a...
¿A Thomas Mann?
—No, a Thomas Mann no. Creo que hablaba de Goethe, de las Novelas de aprendizaje, que son realmente aburridísimas.
Refiriéndonos a su escepticismo, ¿cuándo se inició esto en usted? ¿Cuándo tomó conciencia de ello?
—La verdad, yo creo que a fuerza de preguntársemelo y decírsemelo yo he terminado por creerlo. (Risas). Bueno, escéptica es la persona que duda y que considera que es muy difícil llegar al conocimiento de la verdad. Si lo consideramos así, tal vez yo sea un escéptico. Aunque hay personas mucho más rigurosas que —digamos— no creen en nada. En ese sentido, no soy así, porque yo creo en algunas cosas.
Pero duda siempre.
—Sí, sí. La duda siempre...
¿Como don?
—No, como método. Un poco a la manera de Descartes.
Muy racionalista, ¿no es cierto?
—Sí.
¿Y quién es Ribeyro para usted?
—¿Ribeyro? Vaya qué difícil, qué pregunta. Esta es una buena pregunta. Para esto tendría yo que acabar un libro, precisamente mi autobiografía, que la vengo escribiendo desde hace algún tiempo. Tal vez sepa la respuesta al final, cuando termine el libro[10].
¿No le parece que su silencio lo hace famoso?
—No, pero ha contribuido a ello.
¿No crea usted un aura mítica?
—Es posible. Por eso no me conviene, si quiero mantener esa aura mítica, conceder entrevistas demasiado largas.

En esos momentos llega la fotógrafa, seguida de dos compañeras del diario. Julio Ramón dice: «Adelante, pasen», y luego me pregunta: «¿Quiénes son?». Le explico que una de ellas es fotógrafa y las otras dos, admiradoras suyas. Julio Ramón se inquieta, sonríe y dice: «Lamentablemente yo tengo que hacer dentro de un ratito». Lilly Saldaña, la fotógrafa, me pide que abra las cortinas para algunas tomas de contraluz y, mientras voy tirando del cordón, le digo a Julio Ramón: «¿En qué estábamos?». Mientras Lilly sigue disparando, Julio Ramón dice: «Ah, estaba diciéndole que estoy..., que me están privando de mi marginalidad y que están maltratando mi aura de hombre solitario, de hombre que no concede entrevistas. Puede ser, ¿ah? Es la última vez...».

—¿Es la única entrevista que ha concedido en estas semanas?
—La única en todo el año —siento que la entrevista está a punto de quebrarse.
—¿No se siente un poco privado —le pregunta mi amigo Luis Bullón, que hasta el momento no había intervenido— de cosas que quiere hacer, como portarse como un mortal corriente?
—Yo me comporto como un mortal corriente cuando estoy de incógnito —responde Julio Ramón sonriendo.
—¿En París —vuelve a intervenir Luis Bullón— se siente más cómodo?
—Ah, en París, claro, nadie me conoce —replica Julio Ramón.
—Pese a que Alfredo Bryce —le digo— se fue de París a Barcelona porque lo molestaban mucho.
—Sí —dice Julio Ramón—, pero igualmente lo van a molestar allá en Barcelona. Incluso ya dejó Barcelona; ahora está en Madrid.
—¿La emigración a París —le digo— no le parece que es un signo del fracaso cultural de América Latina?
—No, no creo —dice Julio Ramón, mientras gasta unas bromas con la fotógrafa—. Hay muchos escritores y quizá los mejores escritores peruanos nunca han salido de Lima o del país. En todo caso, han viajado poco a Europa. Puedo citar el caso de Martín Adán, quien es, después de Vallejo, el más grande poeta peruano. Creo que viajó solo una vez a Arequipa y Cuzco, además ya de viejo. Pero casi no se movió de Barranco o del Larco Herrera. El caso de José María Arguedas es otro. Arguedas es un escritor que ha hecho su obra en el Perú, a pesar de haber vivido en España algunos meses gracias a una beca y a pesar de haber realizado conferencias en Francia, Alemania y otros países. Aunque tuvo influencias bien marcadas del ambiente cultural de otros países, Arguedas ha hecho toda su obra en el Perú.
—Por otro lado, ¿le molestaría a usted que lo consideraran filósofo?
—No —dice Julio Ramón.
—¿Se cree filósofo?
—Yo creo que sí. Si me define usted al filósofo como a un hombre que busca la razón de las cosas y, lógicamente, como amante de la Sabiduría, yo creo que sí, sí me gustaría...
—¿Un Platón peruano?
—Un Platón sería un orgullo, una gloria para mí.
—En narrativa peruana, haciendo comparaciones, tal vez usted sea un Hemingway y Vargas Llosa un Faulkner.
—¿Un Hemingway?
—Por lo claro y sencillo.
—¿Es un juicio de valores?
—No. Lo que quiero decir es que usted es el polo opuesto —digámoslo así— de Vargas Llosa en la técnica narrativa, como lo fue Hemingway de Faulkner.
—No crea usted. En Hemingway hay una técnica, una gran técnica que no se nota mucho, que no se percibe demasiado. Pero yo no conozco mucho a Hemingway, no lo conozco muy bien. He leído cuentos de él, algunas de sus novelas, no todas; pero quien lo conoce bien es Alfredo Bryce, que es un fanático de Hemingway[11]. Alfredo dice que hay una técnica en la obra de Hemingway de la cual ha aprendido muchísimo. (Breve silencio). Hemingway es un poco un narrador que describe comportamientos, ya que sus personajes están siempre en acción. Hemingway no se pone a explicar lo que piensa un personaje, nunca, sino los hace actuar. Hemingway tiene cuentos geniales, como es el caso de «Los asesinos». Por ejemplo, ahí hay gente que está hablando, haciendo cosas y no pensando. El lector se entera de los personajes por medio de sus actos y no por descripciones. Yo no sé si en Alfredo Bryce se nota esto. Tendría que releer los libros de Alfredo Bryce para ver si hay una presencia de Hemingway, si relata estados del alma o simplemente acciones.
—¿Cambiar de temas no cree que le traerá menor aceptación entre los lectores porque ya no trata generalmente sus problemas?
—No, no, no. A mí muchas veces me han dicho, amigos y críticos, que por qué no sigo escribiendo cuentos como en la primera época, que es lo que le gusta al lector. A mí no me importa, qué voy a hacer, yo no voy a escribir para darle gusto al lector.
—¿Y los críticos le interesan?
—Me interesan poco. ¿Cómo le puedo decir? Leo libros de crítica, pero sobre los autores que me interesan. He leído una cantidad considerable de libros sobre las obras de Flaubert, Stendhal o Kafka. Esos libros sí me interesan un poco, pero que escriban sobre mí, no.
—¿Qué diferencia encuentra entre los críticos peruanos y los franceses o europeos?
—Yo creo que los críticos peruanos siguen con cierto retraso las tendencias de la crítica europea o extranjera. Lo que está de moda, quiero decir. No citaré nombres, pero hay quienes siguen todavía con el método de Roland Barthes, Georg Luckács, Lucien Goldmann...
—¿De Sartre?
—De Sartre también.
—¿Sartre influenció mucho en usted?
—No.
—¿No? ¿Ni en lo social?
—No.
—¿Ni en lo comprometido?
—No.
—¿Anatole France? —intervino mi amigo Luis Bullón.
—Anatole France probablemente más que Sartre. Anatole France es un escritor que nadie lee ahora; está sumamente olvidado. Pero, curiosamente, hay una especie de renacimiento de Anatole France ahora en Francia. Quiero decir que están reeditándose sus libros en colecciones de bolsillo, porque en una época ya no se editaban más. Había que buscarlos en las librerías de viejo. Ahora —como repito— ya están saliendo hasta en libros de bolsillo. La gente lo lee con interés porque es un gran escritor, un gran prosista, un hombre como Sartre —si quiere usted— del siglo XIX: muy comprometido con lo social, como lo hizo con el caso Dreyfus.
—Como lo fue Proust.
—Pero Proust estuvo defendiendo a Dreyfus porque era judío como él, es decir, por razón de consanguinidad.

Lilly Saldaña sigue disparando y Julio Ramón se pone de pie para algunas tomas.

—Una de las causas del éxito —dice mi amigo Luis Bullón— que tienen sus cuentos se debe a que usted es muy asequible a todo tipo de público, no solo a uno elitista sino a un público no muy iniciado en literatura. Cualquier lector entiende muy bien y se divierte con sus cuentos.
—Ah, ya, eso sí. Asequibles son mis cuentos, no yo. No, la verdad, yo también lo soy.
—Tiene un sentido del humor —vuelve a intervenir Bullón—, de la ironía, del absurdo muy especial. Creo que es un don, no se puede aprender eso. Parece que usted tiene eso.
—Sí, en todo caso —dice Julio Ramón— hay un aspecto de mis cuentos, de mis libros, que es muy poco percibido por los críticos y justamente es el humor. Toda la gente me considera un escritor muy sombrío, muy escéptico, muy trágico; es decir, pesimista, cuando hay —yo creo— cosas muy divertidas. Yo me divierto mucho cuando escribo.

Todos sabíamos que eran los últimos instantes, de manera que le pedimos una última molestia: que, por favor, nos dedicara, a Luis Bullón y a mí, Prosas apátridas; cada uno de los dos había traído un ejemplar. Julio Ramón cogió un bolígrafo y:

—Debe parecerle —comentó Luis Bullón— muy superfluo este tipo de ceremonias. ¿De repente usted lo hizo de joven?
—Ah, sí, sí. Yo tengo dedicatorias importantísimas.
—¿Como cuáles?
—Tengo libros dedicados por John Steinbeck, Samuel Beckett, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar.
—¿Y de los peruanos? —dije.
—De los peruanos, todos.
—¿Fue una broma eso de que el libro autografiado por Ciro Alegría lo cambió por cigarrillos? —dijo Luis Bullón.
—Ah, sí, eso lo cuento en «Solo para fumadores» (1987). Fue una exageración mía. (Sonríe).
—Estaba muy gracioso —dijo Bullón—. Le tuvo que aumentar el teatro de Antón Chéjov. (Julio Ramón está dedicándonos sus libros). ¿Últimamente tiene interés personal por algún escritor? —agregó Bullón—. Milan Kundera, de repente; ¿ha leído algo de él?
—Sí.
—¿Qué le parece? —dijo Bullón.
—Es bueno, eh. Aunque un poquito manierista.
—Sobre la muerte de Graham Greene, ¿qué puede usted decir? —le pregunté.
—Nada. (Pausa). La otra vez me preguntó por teléfono, hasta París, un grupo de periodistas: «Oiga, ¿qué opina usted sobre el Premio Nobel concedido a Octavio Paz?». (Gestos con las manos). No pienso nada, dije. (Risas). ¿Para qué? ¿Qué quieren que diga? «¿Ah, qué suerte, es un alto honor para América Latina?». Tonterías.
—¿Guarda aunque sea —dijo Bullón— una pequeña esperanza de que a usted lo reconozcan con ese premio?
—No, está muy difícil.
—¿Alguna vez —volvió a preguntar Bullón— lo pensó como posibilidad, aunque sea muy remota?
—No, con recibir el Premio Nacional de Literatura es suficiente.
—¿Y el Asturias? ¿Y el Cervantes? —le dije.
—No, no creo. (Breve silencio). Bueno, muchachos, creo que eso es todo.

Julio Ramón Ribeyro había hecho hablar al mudo. Era el momento de despedirnos. Le agradecimos sus atenciones. Sentí una fuerte emoción, inolvidable, cuando estreché su mano y cuando lo vimos cerrando amable, cortésmente la puerta de su departamento. Más tarde, cuando viajábamos en el automóvil del diario, con el corazón grande y alegre, abrí las Prosas apátridas y leí: «A Jorge Coaguila, que me atormentó durante horas con preguntas para una publicación en El Peruano, muy cordialmente, Julio Ramón».

1991





Tres






Puerta del Museo del Prado, Madrid, inicios de la década de 1950. Con el poeta Leopoldo Chariarse, con quien fue a entrevistar al español Vicente Aleixandre en 1953 y para quien escribió el prólogo de La cena en el jardín (1975).

En un chifa de Lima, 1960. De izquierda a derecha: el poeta Francisco Bendezú (segundo), el cuentista Carlos Eduardo Zavaleta (cuarto), Julio Ramón (quinto) y el novelista Francisco Carrillo (sexto). Aquí aparecen dos geniecillos: Carlos (Zavaleta) y Cucho (Bendezú).

París, 1963. Trabajando como traductor de noticias en la agencia France-Presse (AFP), donde laboró de 1961 a 1971. Algunas de sus Prosas apátridas (1975, 1978, 1986) se ambientan en este lugar. Además, es mencionado en «Las cosas andan mal, Carmelo Rosa» y «Solo para fumadores».

Europa, mediados de la década de 1960. Con Alida Cordero, su futura esposa. A ella le dedicó el cuento «El chaco», escrito en París, en 1961.

«Julio es del pueblo», gritaba la multitud que no logró ingresar al auditorio de la Municipalidad de Miraflores cuando se presentaba el cuarto volumen de La palabra del mudo. ¿Qué imagen de escritor tenía cuando era joven? ¿Alguna vez esperó este contacto con el público lector?
—Cuando era joven no pensaba en ser un escritor que tuviera cierta popularidad como parece que ahora la tengo, a juzgar por esa manifestación que hubo ante la Municipalidad de Miraflores. Pensaba, si quiere usted, en una especie de fama pero puramente literaria, como la que tienen los escritores desaparecidos. No imaginaba ese contacto tan fervoroso con el público lector, como fue la experiencia que se desarrolló en la Municipalidad de Miraflores con la presentación de La palabra del mudo, cuarto tomo.
En la introducción de este cuarto volumen dice usted: «El mudo, además de los personajes marginales de mis cuentos, soy yo mismo. Y eso quizá porque, desde otra perspectiva, yo sea también un marginal». ¿Desde qué perspectiva se considera usted un marginal?
—Bueno, en cierta forma porque no me considero que estoy muy integrado dentro de la sociedad, dentro de la realidad en la que vivo. Siempre me ha gustado estar un poco al lado, un poco más como observador que como participante. He tenido, por ejemplo, muy poca actividad en el campo de la política. Es decir, no he tomado nunca ningún partido en forma radical ante las causas que se han venido desarrollando en mi época[12]. En cierta forma soy bastante individualista, en el sentido de que no pertenezco, no he formado parte de ninguna asociación, grupo, hermandad, secta, cofradía, sindicato. Estoy completamente al margen de todo tipo de organizaciones[13]. En ese sentido, puedo considerarme como un marginal. Es una marginación que depende de mí. Yo mismo he escogido esta posición de marginal.
En relación con Relatos santacrucinos, el primer conjunto de cuentos de este cuarto tomo[14], ahí usted tiene el deseo de proporcionarle un libro orgánico a Miraflores. En consecuencia, ¿dejó atrás su proyecto de darle a Lima una novela, como escribió en un artículo de 1953?
—Lo cierto es que Lima es actualmente una realidad extremadamente vasta, que comprende cantidades de Limas que están superpuestas unas a otras[15]. Superpuestas en el tiempo y además contiguas en el espacio. Hay una Lima histórica, una Lima prehispánica, una Lima republicana, como la Lima del periodo leguiista o como la Lima que empieza desde la década de 1950 a convertirse en una megalópolis. En consecuencia, para mí era ya más complicado y definitivamente imposible, dar en una obra novelesca una visión de la Lima total, desde el punto de vista temporal y espacial. Entonces, para mí era más fácil circunscribir en mis relatos urbanos Miraflores, una parte de Lima, porque es un lugar que he conocido perfectamente y en el cual he vivido durante toda mi infancia y mi adolescencia, como parte de mi juventud. Era, para mí, por lo tanto, más viable narrar lo que ocurría en ese espacio reducido, en el Miraflores de entonces, de esa época.
Tanto Mario Vargas Llosa como Alfredo Bryce, en sus cuentos y en algunas de sus novelas, también reflejan este mismo ambiente. ¿Cómo ha percibido usted a Miraflores de acuerdo con estos escritores?
—Sí, yo he leído algunos relatos de Mario Vargas Llosa que transcurren en Miraflores, sus primeros relatos, sus relatos juveniles... De Alfredo Bryce también recuerdo algunos que pasan en Miraflores, pero Alfredo Bryce no era miraflorino, o sea, si él ha utilizado a Miraflores es como a un barrio extranjero, si se quiere. En el caso de Mario Vargas Llosa, él sí vivió durante buena temporada en Miraflores, en el barrio de la calle Schell, por esa zona. Obviamente, cada cual pinta el Miraflores de acuerdo con la época en que vivió, con las relaciones que tuvo con sus familiares y amigos, con distintos periodos de la evolución de Miraflores. El Miraflores que yo pinto es el Miraflores que todavía era, si se quiere, un pequeño distrito donde toda la gente se conocía. Como lo digo en uno de los cuentos[16]: uno sabía quién era quién en Miraflores. Si alguien veía a una persona por la calle, sabía que era hermano de tal, que estaba en tal colegio, que tenía tantas hermanas. De modo que era como una especie de familia, una familia grande, si se quiere, pero en la cual todo el mundo se conocía y sentía, por ese motivo, una cierta solidaridad entre ellos. Ahora ya no ocurre esto. Miraflores es una ciudad grande en la cual la gente de un barrio no se conoce con la del otro, se ignoran; en la cual no existe ya la vida de barrio realmente como existía antes[17]. Las relaciones se han vuelto más impersonales y, por otra parte, Miraflores también es teatro ahora de visitantes masivos de otros barrios que vienen, por ejemplo, al parque Salazar. Antes no ocurría esto. Los miraflorinos vivían en Miraflores entre miraflorinos. Muy rara vez se aventuraba por ahí gente que venía del Callao o gente que venía de los nuevos barrios, como vienen ahora; vienen hasta de los pueblos jóvenes.
Por confrontar el Miraflores de los años cuarenta con el actual, algunos pueden interpretar que usted está en contra de la modernidad, puesto que presenta un Miraflores en un periodo bastante remoto y agradable.
—Sí, ocurre que cuando uno relata escenas de su infancia siempre se tiene un cierto tono de nostalgia, que se puede interpretar como que lo pasado fue mejor. Sin embargo, esta sería una interpretación errada. Pero, en efecto, como usted habrá notado, gran parte de esos relatos santacrucinos está hecho desde una perspectiva contemporánea, y esto simplemente para verificar los cambios y las transformaciones habidas. Creo que no es para lamentar la existencia de un Miraflores moderno, pienso que hay que aceptar esa transformación a la modernidad. Las ciudades no pueden permanecer idénticas a sí mismas; en ese caso no habría ningún progreso.
En Relatos santacrucinos se remonta usted a su niñez. ¿Cómo se recuerda en ese periodo y en ese «país de la infancia» que es Santa Cruz? ¿Era tímido tal vez?
—Seguramente sí. Yo creo que sí era bastante tímido. Pero tenía relaciones fluidas con mi grupo de amigos y, naturalmente, con los miembros de mi familia. La timidez que tenía entonces era por una sensibilidad tal vez un poco exacerbada, que me hacía ser prudente y cauteloso con lo que decía, con lo que hacía, por el temor de ser malinterpretado o de realizar o decir cosas desconsideradas.
De Relatos santacrucinos se puede decir, además, que ahí se coloca —esta vez— del lado de los que también sufrieron la transformación de la urbe limeña: los invadidos. Es decir, del lado de los auténticos limeños, y ya no, como en sus primeros cuentos, del lado de los inmigrantes. ¿Le parece esto correcto?
—Es posible. (Breve silencio). Es posible, sí, que haya sido un desplazamiento de mi manera de enfocar a los personajes y a las situaciones en mis relatos. Aunque los personajes de mis primeros cuentos no solamente eran migrantes pobres —migrantes pobres como se observa en mi libro Los gallinazos sin plumas  (1955) o en cuentos como «Al pie del acantilado» (1964)—, sino también de clase media o de la alta burguesía. Lo que ocurre es que el problema del inmigrante se exacerbó para mí, al punto que se convirtió en un fenómeno muy complejo, muy difícil de canalizar, de procesar literariamente. Por eso preferí circunscribirme a personajes más cercanos a mí, a personajes que me eran más familiares y que pasaran evidentemente por situaciones de pequeños dramas personales, cotidianos, que me sean más fáciles de interpretar literariamente. Pero, en fin, yo creo que esa distinción que hace usted es un poco académica. Porque lo esencial en mis relatos es que tanto unos personajes como otros siempre son víctimas de un chasco. Lo esencial en mis relatos obedece a una estructura en la que el protagonista sufre un chasco, algo que no le sale bien, algo que frustra sus deseos. Es una especie de desajuste entre lo que imagina, entre lo que aspira y lo que realiza. Por ejemplo, en «El marqués y los gavilanes», cuento del tomo tercero de La palabra del mudo, el protagonista, que es un personaje de la vieja aristocracia limeña, sufre también un chasco al final: no puede realizar la obra que él había imaginado, que era atacar y destruir a la familia que lo había ofendido.
También usted se ha referido, volviendo a Relatos santacrucinos, en anteriores cuentos al mismo ambiente de Miraflores de la década de 1940, al mismo ambiente infantil, como en «Los eucaliptos» o como en «Página de un diario». ¿Tenía ya ese deseo de escribir sobre esos ambientes antes mencionados?
—Sí, en efecto. Ocurre que muchos de mis libros son más bien como compendios de cuentos de diferentes tendencias, de diferentes épocas, de diferentes intenciones, como esos relatos que cita usted y que pertenecen a Cuentos de circunstancias (1958). Obviamente, si algún día tuviera que reeditar mis cuentos, los reagruparía de acuerdo con nuevos criterios. Por ejemplo, incluiría esos cuentos que ha mencionado usted en Relatos santacrucinos e ir así pasando cuentos de un libro a otro, para que constituyan series homogéneas.
En este cuarto tomo, de carácter autobiográfico, se observa que los chascos y las humillaciones los sufre ahora usted. En «Atiguibas» (1992), por ejemplo, usted es estafado o en «Solo para fumadores» (1987) es confundido, en cierto pasaje, con un ladrón. ¿Esa especie de autoironía no le incomoda?
—No, no creo. Yo pienso que siempre me he juzgado con mucha objetividad y nunca he tenido temor de pintarme, de ponerme en situaciones un poco grotescas, como ocurren en muchos de mis cuentos. Es decir, lo que antes les sucedía a mis personajes, ahora, en estos últimos cuentos, me sucede a mí.
Un aspecto curioso ocurre, por otro lado, en el cuento «Té literario» (1987), en que usted se encubre a través de Alberto Fontarabia para autoenjuiciarse. En realidad, en ese relato se discute sobre su obra, en especial sobre Crónica de San Gabriel (1960), y se habla también del humor y de lo trágico que existen en sus narraciones. En el fondo, usted mismo se está enjuiciando, pero no lo dice de modo directo.
—Sí, me complace que haga usted esta observación porque son muy pocas las personas —creo que ninguna de las que yo conozco— que se ha dado cuenta de que la novela que se comenta, en ese cuento, es Crónica de San Gabriel. Claro, figura con otro nombre, con el título de Tormenta de verano. Pero, en efecto, es una crítica que hago a mi propia novela a través del diálogo de los personajes de ese cuento. Creo que es un pequeño truco el hablar de sí mismo, pero sin mencionarse. (Sonríe).
Tanto en la novela como en el cuento no se esclarece de quién estaba embarazada Leticia.
—En realidad, eso no queda preciso. No olvidemos que se trata de una obra de ficción. En consecuencia, no tiene mucho que ver con la realidad. Yo mismo, cuando terminé de escribir el libro, no estaba muy seguro de quién podría haber sido el padre: si era el tío Felipe, si era Lucho (el protagonista) o si era alguna otra persona desconocida de la hacienda con la cual Leticia había tenido relaciones. O sea, preferí dejar cierta duda, cierta aura de ambigüedad.
En el relato «La casa en la playa», usted deja inconclusa la historia diciendo que continúa buscando aquella playa peruana y solitaria en la que piensa pasar el resto de sus días. ¿La encontró finalmente?
—No, la búsqueda continúa. (Risas y luego breve silencio). Ese cuento, en realidad, presenta un doble plano. Por un lado, es un homenaje, si se quiere, al paisaje de la costa peruana, que es un paisaje que a mí siempre me ha fascinado, como lo digo al comienzo del cuento. Por otro lado, es una especie de metáfora de la búsqueda incesante de un ideal, de una aspiración que uno trata perseverantemente —a pesar de todas las dificultades y de todos los contratiempos— de realizar. Puede interpretarse también como la metáfora del escritor que está tratando de escribir un libro perfecto o que lo satisfaga plenamente. En ese sentido, la playa no es sino una especie de símbolo de lo irrealizable, una especie de utopía o algo así como «el lugar retirado» del que hablaban los clásicos españoles.
Recientemente, usted ha declarado que su «deseo de retornar al Perú está ligado también a la necesidad de comprender al país desde cerca y no a la distancia, y con el objeto de seguir escribiendo». Pero esta afirmación no se siente en el cuento mencionado, «La casa de la playa», en que dice que el fenómeno social puede «tener un alto interés para sociólogos, antropólogos o politólogos», pero para usted no. Por último, ¿no se contradicen, en cierta forma, estas dos declaraciones?
—Bueno, no creo, porque esa observación es muy puntual. Cuando yo decía, en el mencionado cuento, que estaba buscando una playa desierta... Pero obviamente que el fenómeno es interesante y además me interesa —digamos— no tanto como escritor sino, más bien, como observador.
Muchos estudiantes de Sociología, de Antropología que leen sus cuentos con una visión distinta de la del lector común un poco que, al leer la anterior afirmación, se sentirán distanciados.
—Bueno, en fin, yo creo que lo que prima en una obra literaria no es tanto lo que el autor ha querido decir o ha tenido intención de expresar, sino lo que el lector encuentra. Eso es lo importante. Y si los lectores de mis cuentos son estudiantes de Sociología, de Antropología que encuentran un sentido distinto al que he querido poner, pues, tanto mejor. Eso quiere decir que el cuento es polivalente y se presta a muchas interpretaciones y que, además, puede tener un significado que el mismo autor ignora.

1992





Cuatro





Berlín, 1965. En un encuentro de escritores. En la primera fila destacan Ciro Alegría (segundo), Jorge Luis Borges (cuarto), Germán Arciniegas (quinto) y Augusto Roa Bastos (sétimo). En la tercera fila sobresalen João Guimarães Rosa (segundo) y Miguel Ángel Asturias (tercero). En la última fila, al centro, asoma Eduardo Mallea. Ribeyro se encuentra al lado de su traductor al alemán, Wolfgang A. Luchting (tercero y cuarto de la segunda fila). Como crítico, Luchting le dedicó dos libros al cuentista peruano: J. R. Ribeyro y sus dobles (1971) y Estudiando a Ribeyro (1988).

Departamento de la place Falguière, París, 1968. Con su único hijo, Julito, quien inspiró varios textos de Prosas apátridas, uno de los cuales dice: «Para un padre, el calendario más veraz es su propio hijo. En él, más que en espejos o almanaques, tomamos conciencia de nuestro transcurrir y registramos los síntomas de nuestro deterioro. El diente que le sale es el que perdemos; el centímetro que aumenta, el que nos empequeñecemos; las luces que adquiere, las que en nosotros se extinguen; lo que aprende, lo que olvidamos; y el año que suma, el que se nos sustrae».

Aeropuerto Jorge Chávez, Callao, marzo de 1975. Con Josefina, su madre, Juan Antonio y Mercedes.

Cementerio de Montparnasse, París, 1979. Escucha atentamente al poeta Enrique Verástegui ante la tumba de César Vallejo. En Francia fue agregado cultural en la embajada peruana (1970-1972), luego representante alterno y más tarde delegado permanente ante la Unesco.

Primera pregunta: ¿por qué ese título general de su diario, señor Ribeyro, que bien puede ir de rótulo para sus cuentos: La tentación del fracaso?
—Bueno (enciende un cigarrillo, fuma), porque a lo largo de todo el diario —conforme me he dado cuenta cuando he leído fragmentos de las décadas de 1960, 1970, 1980 e incluso 1990[18]— siempre hay una especie como de insatisfacción con lo escrito, con lo publicado. Por momentos hay una especie de decepción o de obsesión por la imposibilidad de escribir obras de mayor envergadura, de mayor amplitud. Eso de sentirse un poco como fascinado y atraído por el fracaso es algo que regresa constantemente, por eso se llama La tentación del fracaso, solamente la tentación. Ahora si he fracasado o no, eso ya se sabrá luego. (Sonríe). Y también lo que decía usted, sobre que es un título que se le puede aplicar a mis cuentos, eso es cierto, porque entre mis cuentos y diarios hay una enorme afinidad. Ocurre que la personalidad de un autor tiñe toda su obra a través de diferentes géneros. Es decir, la tonalidad de frustración, de chasco, está tan presente en mis cuentos como en mis diarios.
En su diario se nota que usted era bastante extrovertido...
—¿Extrovertido?
Sí, bastante conversador, incluso bebía a veces con hampones, frecuentaba bulines...
(Risas).
Por ejemplo, cierto día usted escribe que toda la noche anterior estuvo con Paco Bendezú bebiendo y visitando bulines. Luego se volvió parco, introvertido. ¿Por qué? ¿Cómo se produjo este cambio bastante extraño?
—Probablemente fue un poco por el cambio de país, por mi partida hacia Europa. Mal que bien, en Lima, en los años cincuenta, llevaba una vida bastante bohemia y tenía un grupo sólido de amigos, a quienes frecuentaba y con quienes me divertía. Yendo a Europa, la situación cambió, viviendo en países donde conocía a muy poca gente, porque me era más difícil integrarme a sociedades que no eran las mías. En Europa viví de un modo un poco aislado, quizá eso pueda dar la impresión de que me volví parco, más reservado. Pero eso no es completamente cierto, ¿eh? Lo que sucede es que yo siempre me he movido, en Europa, en círculos bien restringidos, con amigos muy cercanos, en realidad con muy pocos amigos. No he explorado otras amistades, lo cual es explicable porque, cuando uno va envejeciendo, le es más difícil establecer nuevas relaciones.
De otra forma podría decirse que usted ha tenido una vida bastante aventurera, ya que ha sido profesor, vendedor de productos de imprenta, meritorio de abogado, portero de hotel, recogedor de periódicos viejos, cargador de estación de tren, traductor en una agencia de noticias. Ha tenido una rica experiencia vivida, y eso se siente en sus diarios.
—Sí, pero en realidad esa vida un poco aventurera y un poco errante solamente se dio hasta determinada época. A partir de los treinta y cinco años más o menos, cuando ya me radiqué en París y de ahí prácticamente no me moví, cuando ya me casé y formé una familia, entonces mi vida se volvió más estable y la aventura quedó, si no descartada, por lo menos, gravemente amenazada. (Risas). Pero, sí, yo creo que por momentos hay algunos raptos de la antigua tentación por la aventura. Aunque eso, en general, ha ido disminuyendo. Ahora soy todo lo contrario de un aventurero, soy un hombre muy hogareño, muy tranquilo. (Risas).
¿Trabajar como traductor de noticias durante diez años (1961-1971) en la agencia France-Presse cree usted que le sirvió en buena forma a su literatura?
—Para mí es un fenómeno muy inexplicable el hecho de que en ese periodo, trabajando como periodista en la France-Presse durante ocho horas diarias, traduciendo o reelaborando noticias, haya escrito más literatura. Pues durante esos años he escrito las novelas Los geniecillos dominicales (1965) y Cambio de guardia (1976), una gran cantidad de cuentos y casi toda mi obra teatral, además de mi diario, claro está. En consecuencia, desde el punto de vista de la producción literaria, fue una época muy fecunda para mí. Luego, cuando dejé el trabajo de la France-Presse y dispuse de más tiempo y de un poco más de tranquilidad, empecé a escribir menos. Es un hecho que no tiene para mí una explicación muy clara todavía. Quizá si escribía mucha literatura cuando trabajaba en la France-Presse era para compensar el haber utilizado mi inteligencia y mi capacidad mecánica de escribir en redactar noticias, acto que no me interesaba. Para desquitarme de eso, para compensar eso, escribía en casa cosas puramente de ficción y con intención literaria.
En La caza sutil usted tiene un artículo de 1953[19] en el que lamenta la carencia de diarios íntimos en el ámbito iberoamericano. ¿En los últimos años ha visto usted un mayor interés por los diarios íntimos?
—Yo creo que últimamente hay más interés por ese tipo de escritos, no tanto por los diarios, sino por escritos de corte autobiográfico, como las memorias. Hay ya muchos escritores latinoamericanos que han publicado sus autobiografías en vida, sin haber llegado a la madurez. Por lo general, la autobiografía es un libro que se escribe en la vejez, pero hay muchos escritores jóvenes —como repito— que han publicado autobiografías hasta determinada época de su vida.
En el mencionado artículo lamenta que la deficiencia de diarios se debe al aspecto religioso, al aspecto católico. El 24 de enero de 1954 escribe usted en La tentación del fracaso: «Todo diario íntimo surge de un agudo sentimiento de culpa» para depositar sus tormentos. ¿Usted, que se ha criado en un ambiente católico, piensa todavía lo mismo?
—Lo que yo sostenía en ese artículo de La caza sutil, que el diario íntimo probablemente no se había desarrollado tanto en los países católicos como en los países protestantes, es una observación hecha en ese momento, hace cuarenta años. Yo no me responsabilizo por las opiniones que he vertido hace tanto tiempo. (Risas). Ahora es posible que enfoque ese aspecto del diario íntimo de otra manera: por ejemplo, en el caso de América Latina ya no sería una cuestión de orden religioso, sino de tradición. Mientras no existan diarios íntimos, mientras sus autores no comiencen a publicar sus diarios íntimos, pues otros no lo harán. Entonces es una cuestión de ir sentando una tradición.
En el caso peruano está el diario de José María Arguedas, que posiblemente sea el más interesante, aunque es breve.
—En realidad, eso sería un fragmento de un diario, porque está muy circunscrito a una época muy determinada que son los últimos años de su vida, a la época en que escribía El zorro de arriba y el zorro de abajo. De modo que yo no lo consideraría como un diario puramente. En el caso del Perú, los diarios más importantes son: el diario que escribió siendo muy joven Pareja Paz Soldán, durante un viaje que realizó a Europa a mediados del siglo pasado, y que se publicó hace tres o cuatro años en Lima en un volumen bastante grueso. Pareja Paz Soldán es el primer caso de un diarista peruano del cual tengo yo conocimiento. Después ya no hay sino los diarios de Alberto Jochamowitz y de José García Calderón, de los que hablo en La caza sutil[20]. El diario de este último es interesante porque fue escrito cuando su autor estaba enrolado, como voluntario, en el Ejército francés, durante la Primera Guerra Mundial. Parte de este diario fue redactado en un globo aerostático en el cual estaba destacado su autor [José García Calderón] para observar las posiciones del enemigo.
Usted, como gran lector de este tipo de escritos, si tuviera que recomendar cinco diarios íntimos, ¿cuáles serían?
—Cinco sería poco, sería bastante arbitrario, pero creo que sí le podría llegar a decir cuáles son. (Breve silencio). Empezaría por el diario de Stendhal, que está publicado en tres volúmenes y que seduce mucho por la franqueza del tono y también por el sentido de autocrítica. Luego sería el diario de Kafka, que, evidentemente, es uno de los más extraordinarios que he leído. Después sería el diario de Ernst Jünger, el viejo autor alemán que actualmente tiene noventa y siete años y que es uno de los más grandes escritores vivos. Otro diario sería el de Jules Renard, escritor francés de fines del siglo pasado y comienzos de este siglo, quien fue —a pesar de ser un autor de segunda línea como escritor de relatos y de piezas de teatro breves— un gran diarista. Su diario es, probablemente, una obra magistral. El último diario que cito, ya un poco al azar, es el de los hermanos Edmond y Jules Goncourt. Es un diario muy extenso, tiene varias miles de páginas, y es muy singular porque está escrito por dos personas, por dos hermanos. Este diario es muy interesante porque es testimonio de la vida literaria, artística y política de Francia de gran parte del siglo XIX. En sus páginas figuran todos los grandes escritores de entonces: Flaubert, Maupassant, Daudet, Turguéniev, Renard, etcétera. Los Goncourt eran amigos de todos los escritores, y es muy interesante porque, en las reuniones que tenían en su casa, todos estos grandes escritores hablaban de temas vulgares y procaces, y casi no hablaban de literatura. Hablaban de comida, de mujeres; además había una cosa en común: casi todos eran sifilíticos (risas), tenían una enfermedad como es el sida actualmente. Hablaban de su enfermedad... Pero este diario no solamente es interesante por esta cuestión anecdótica, sino por ser documento, testimonio minucioso, muy agudo de toda la sociedad francesa del siglo XIX. Esos serían, entonces, en buena cuenta, los cinco diarios para recomendar, pero probablemente estoy siendo injusto con muchos otros.
En su caso, cuando se reunía con Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce, ¿es verdad que tampoco conversaban sobre literatura[21]?
—Quizá he exagerado un poco. Obviamente, cuando nos reuníamos había un momento que hablábamos sobre literatura, sobre lo que estaba escribiendo cada uno de nosotros. Pero después pasábamos a otros temas; casi el 90 por ciento de nuestras conversaciones era bien banal y cotidiana. Por otro lado, aparte de estos autores amigos, yo he frecuentado muy pocos escritores en París. De modo que no creo que en mi diario, al menos en los años posteriores del que voy a publicar ahora, se encuentren muchas referencias a escritores que he frecuentado, salvo un poco Cortázar, Scorza, Carpentier, entre los más conocidos. De quienes hay bastantes huellas, en mi diario, son de autores mucho más jóvenes.
¿Cómo se ha sentido usted como personaje de algunas novelas de Alfredo Bryce, pues él lo coloca en algunas de sus obras como personaje suyo? Por ejemplo, en la novela Tantas veces Pedro (1977), el protagonista lo reemplaza a usted en una entrevista televisiva, lo cual es un poco gracioso.
—Yo me he sentido muy bien, muy gratamente impresionado por esas apariciones fugaces en la obra de Alfredo Bryce. Sí, en efecto, tanto en Tantas veces Pedro como en La vida exagerada de Martín Romaña (1981), o como en El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz (1985), aparezco por ahí y se me menciona de vez en cuando. Es simpático y halagador. Después de todo, si mis libros no perduran, pues yo lo haré en los libros de Alfredo Bryce. (Sonríe).
Tanto en Prosas apátridas como en pasajes de su diario hay un aura de tristeza de parte suya. ¿Usted se consideraría, en todo caso, una persona triste en el fondo?
—No, no creo. Más bien yo pienso que tengo una gran capacidad para sobreponerme a situaciones de decaimiento. Simplemente un detalle: yo jamás en mi vida he tomado algún tipo de producto contra la depresión, ni somníferos ni ningún tipo de medicamento para combatir la hipocondría, la depresión. Tengo una salud física bastante frágil, es verdad, pero, desde el punto de vista moral, creo que soy bastante sólido. (Risas).
Respecto a su salud física: usted ha vuelto a fumar, lo que puede preocupar a muchos (Ribeyro enciende otro cigarrillo y fuma, esta vez con mayor entusiasmo). ¿No le ha vuelto a causar más problemas graves seguir consumiendo cigarrillos?
—En efecto, yo dejé de fumar durante cinco años, pero descubrí que cuando no fumaba escribía mucho menos. Como lo he escrito, en el relato «Solo para fumadores», el cigarrillo está para mí muy intensamente ligado al acto de escribir. Por eso recomencé a fumar hace algunos meses, meses en que pude terminar los cuentos que completan el cuarto tomo de La palabra del mudo. Pero creo que es una costumbre que voy a dejar definitivamente porque, obviamente, el cigarrillo me produce un terrible mal. O habría que elegir, pues, entre llevar una vida sana y fumar escribiendo. Es una elección muy difícil que debo resolver[22].
Última pregunta: en la presentación del cuarto tomo de La palabra del mudo dijo usted que tuvo un percance que luego contaría. ¿Cuál era la anécdota aquella? ¿Qué le ocurrió antes de ir a la presentación?
—Por supuesto, se lo puedo decir ahora. Una hora antes de la presentación del libro me ocurrió un incidente cómico: se me rompió un diente. Por lo que tuve que buscar desesperadamente un dentista en todo Miraflores. (Sonríe). Felizmente, media hora antes de que comenzara la función, encontré uno. De manera que, momentos antes de la presentación, estaba yo en un dentista de la clínica Angloamericana tratando de que me reconstruyera el diente que se me había caído, lo que hizo con una gran habilidad. Gracias a este dentista, por suerte, pude llegar a tiempo y con la fachada reparada. (Risas). Esa es una situación ribeyriana, como podrá ver, digna de un personaje mío. (Carcajada general).

1992





Cinco






Mediados de la década de 1980. Con el poeta Wáshington Delgado, uno de los geniecillos (Franklin) y quien prologó los libros de Ribeyro La palabra del mudo (1973), Los geniecillos dominicales (tercera edición, 1973) y Atusparia (1981).

Palacio de Gobierno, Lima, 6 de abril de 1986. Con Alan García, quien lo condecoró para su sorpresa con la Orden del Sol.


Casa de malecón Sousa 108, departamento 602, Barranco, abril de 1991. Con Jorge Coaguila. Foto: Lily Saldaña.

Auditorio de la Municipalidad de Miraflores, 16 de junio de 1992. En medio de la presentación del cuarto volumen de La palabra del mudo, el actor Eduardo Cesti aprovechó la ocasión para estrecharle la mano al cuentista. Observan el alcalde Alberto Andrade y el editor salvadoreño radicado en la capital peruana Carlos Milla Batres, quien publicó casi toda la obra hasta entonces de Ribeyro, tanto en primeras o nuevas ediciones.

En el texto 81 de Dichos de Luder (1989), usted escribe: «Hay un dios pero precisamente porque es dios no tiene que hacerse visible ni dar pruebas de su existencia. En eso reside la esencia de su ser y el secreto de su poder». ¿Es usted creyente? ¿Católico quizá?
—La creencia en un dios es algo puramente personal. Si uno cree o no cree, si existe o no existe, eso no lo obliga a ser budista, mahometano, judío o cristiano[23].
Pero, a lo que parece, usted se crio en un ambiente muy católico. En la novela Los geniecillos dominicales (1965), la madre de Ludo Totem (su álter ego) es muy fervorosa y muy beata.
—Pues no es tan cierto que haya crecido en un hogar muy católico. Mi madre en verdad era beata, pero yo me eduqué desde dos vertientes. Por un lado, la religiosidad de mi madre, que realmente fue una santa. (Algún día haré las gestiones para que la canonicen). Y, por otro lado, el ateísmo de mi padre. Tan ateo era que cuando estaba agonizando no quería recibir a ningún cura. Finalmente, mi madre lo convenció y vino uno que —después lo descubrimos— era un estafador, un miserable.
Hecho que faltó decir en su cuento «Página de un diario», en que relata el fallecimiento de su padre.
—Sí, faltó decirlo. No lo quise decir ahí, pero el cura que llegó era un austriaco que tenía una especie de internado de jovenzuelos, y que luego fue expulsado por pederasta. Claro que mi padre no sabía qué tipo de cura era su confesor.
Por otra parte, en su obra las mujeres tienen un lado negativo, un poco perverso. Por ejemplo, en Crónica de San Gabriel (1960), el tío Felipe le dice al protagonista, Lucho: «No creas en la honestidad de las mujeres. ¿Sabes que no hay mujer honrada sino mal seducida? Todas, óyelo bien, todas son en el fondo igualmente corrompidas» (capítulo 1). Otro caso: en el cuento «Al pie del acantilado», el personaje Samuel le dice al narrador: «Las mujeres, ¿para qué sirven las mujeres? Ellas nos hacen maldecir y nos meten el odio en los ojos».
—Bueno, no lo sé.
Por ejemplo, en la citada novela Crónica de San Gabriel, Leticia juega con los sentimientos de Lucho. En otra novela, en Los geniecillos dominicales, la prostituta Estrella se aprovecha y traiciona al personaje principal: Ludo Totem. En el drama Santiago, el pajarero (1960), Rosaluz deja a su novio, por razones económicas, para comprometerse con el duque de San Carlos. En el cuento «Alienación» (1977), Queca rechaza por racismo al zambo Roberto López; en el cuento «La solución» (1987), la esposa es infiel o, en el cuento «La juventud en la otra ribera» (1977), Solange se burla del doctor Plácido Huamán, el protagonista. Es decir, la mujer en su obra cumple un rol negativo.
—Negativo, pero ambiguo. Solange, por ejemplo, tiene cierta compasión por su víctima, pero no puede evitar entregarlo a sus asesinos. No sé... En todo caso, mi intención no ha sido ofrecer una imagen negativa de la mujer. Tampoco he tenido la finalidad de exaltar las virtudes femeninas. Sin embargo, es cierto, las mujeres han sido un poco como las malas de la película. De todos modos, yo creo que hay una presencia femenina atractiva. Leticia, por ejemplo, es un personaje atractivo, como puede serlo la prostituta Estrella. Son personajes femeninos que están bien trazados psicológicamente.
También reencontramos a los mismos personajes en algunas narraciones. Estrella y doña Perla aparecen en el cuento «El primer paso» y en la novela Los geniecillos dominicales. En la pieza teatral Fin de semana...
—Que en realidad es el cuento «La piel de un indio no cuesta caro», pero teatralizado. Es decir, el mismo argumento es abordado de dos modos diferentes, con los mismos personajes. Primero como cuento y luego como pieza de teatro. Ambos fueron escritos en París, en 1961.
Es curiosa también la presencia de Pedro Perucho Buckingham en algunos de sus libros. Está como Pirulo en Los geniecillos dominicales, como Pedro Bunker en el cuento «Sobre los modos de ganar la guerra», como Ángel Devoto en el cuento «El embarcadero de la esquina». ¿Quién fue realmente?
—Un gran amigo mío. Con él he compartido una amistad entrañable desde el colegio hasta que murió, hace unos diez años. Escribía también literatura, pero era un bohemio desenfrenado y loco. En los últimos años de su existencia estaba inutilizado para vivir. De él escribiré algún día cosas más importantes; era una persona extraordinaria.
En su obra también se advierte un interés por el género epistolar. No de un modo predominante, pero sí repetido.
—Sí, porque hubo una época en que era un gran escritor de cartas. Pensaba que era una forma literaria de expresarse. He escrito centenares de cartas a amigos y familiares. Mi hermano, por ejemplo, tiene una colección de quinientas cartas mías[24]. Pero llegó un momento en que me cansé y ahora ya no me animo a responder las pilas de cartas que recibo.
¿Las lee?
—Las leo, sí, pero ya no las contesto. Y si las contesto, mando una postal o acuso recibo. Pero no me doy el trabajo de escribir una carta larga, bien redactada. Ya eso desapareció de mis preocupaciones.
¿Ha tenido buenos corresponsales?
—Uf, los he tenido magníficos. Por ejemplo, Luis Loayza, que me ha escrito unas cartas geniales. Otro es Federico Camino, profesor de Filosofía en la Católica, un gran escritor de cartas. Otro es Alejo Sánchez Aizcorbe, escritor joven con quien he mantenido correspondencia durante cuatro o cinco años. Todas esas cartas las tengo bien guardadas.
¿Y su hermano?
—Mi hermano es un escritor informativo, pero tiene cartas muy divertidas, con un corte anecdótico y muy familiar.
¿Tal vez usted se anime a publicar sus cartas en vida?
—Le he dicho a mi hermano que me traiga las cartas que le he escrito por más de treinta años para hacer una selección. Pero hasta ahora no ha cumplido su promesa de hacerlo. Ignoro si se habrán conservado otras cartas mías, muchos las botan apenas las leen.
¿Algunas de sus enamoradas las habrán guardado?
—No sé, porque las mujeres con quienes he mantenido correspondencia son pocas. Una de ellas, Mimí, murió y no sé dónde estará su familia. Y la otra, C.[25], a la que veo, porque está en Lima, me devolvió tres o cuatro cartas cuando se casó en 1960. Las otras parece que las perdió. Con mi mujer, en cambio, no he mantenido correspondencia porque casi siempre hemos estado juntos, y las veces en que ello no ocurría he preferido llamarla por teléfono.
¿Cuál fue la reacción de C. al leer su diario íntimo? ¿Se sintió tal vez emocionada?
—No, al contrario, estaba furiosa. Además dice que todo lo que he escrito es mentira, falso. Vaya, qué frágil es la memoria. Un día, hace un mes, vino a cenar con unos amigos y, hablando sobre el diario, dijo: «Todo lo que dice ahí de mí Julio Ramón es mentira, producto de su imaginación».
Por otro lado, ¿qué autores de cartas le han impresionado?
Madame de Sévigné, Voltaire, Flaubert, Maupassant. Y en este siglo, André Gide, que, además de epistolar, era un buen diarista; Rainer Maria Rilke, uno de los más importantes poetas alemanes; Franz Kafka, que tiene la célebre carta a su padre y su extensa correspondencia a Felice Bauer y a Milena Jesenská.
Algo poco notado en su obra es que cuando se refiere a los pobres, en sus cuentos y novelas, habla de la gente de Surquillo. Ese lugar, para usted, es como la comarca de la clase baja.
—Lo que pasa es que pienso en el Miraflores de las décadas de 1930, 1940 y 1950. En esa época, Miraflores estaba separado de Surquillo por los rieles del tranvía, por donde ahora pasa el Zanjón. Esos rieles dividían, además, a Barranco de Surco, a Santa Beatriz de La Victoria. De los rieles para el mar estaban los balnearios de clase media o elegantes: San Isidro, Miraflores, Barranco. De los rieles para el otro lado estaban los barrios populares: La Victoria, Surquillo, Surco. En esa época la distinción era muy clara. Ahora ya no, porque la ciudad ha seguido creciendo y se han mezclado un poco las cosas. Pero en ese tiempo cruzar los rieles era entrar en los barrios populares, las cantinas, los prostíbulos, los antros de maleantes. Por eso todos mis cuentos donde se desarrollan situaciones un poco turbias transcurren en Surquillo.
De repente algún día prepare una colección de cuentos con el título de Relatos surquillanos.
—Es posible. (Sonríe). ¿Por qué no?
¿No le parece, por otra parte, que en sus cuentos y novelas se percibe un cierto racismo?
—No sé, puede ser. (Breve silencio). Puede ser que haya un cierto racismo, pero no es un racismo deliberado; es un racismo tal vez subconsciente que pueda haberse manifestado. Un racismo hasta físico. Una vez, en una reunión, un tipo me increpó que por qué mis personajes malos eran calvos y bajitos. Lo más gracioso del caso es que este tipo era, como esta clase de mis personajes: calvo y bajito. (Risas). Yo le expliqué que no era mi intención retratar a esas personas de manera negativa. Le conté, además, que había tenido dos o tres experiencias negativas con hombres calvos y bajitos. Por ejemplo, un tinterillo, que me enredó e hizo perder un juicio, era calvo y bajito. Se me ha quedado grabado eso.
Ese racismo subconsciente proviene, quizá, como dice Miguel Gutiérrez, de su «sensibilidad refinada, aristocrática»[26], quizá porque heredara eso de sus antepasados.
—No creo eso. Porque mis antepasados han sido hombres que, si bien es cierto han tenido una figuración en la vida intelectual peruana, no eran, de ningún modo, aristócratas[27]. Yo, de la misma forma, no tengo nada de aristócrata.

1993






Seis






Departamento de Barranco, 1994. Con el narrador Fernando Ampuero y el poeta Antonio Cisneros, quienes lo entrevistaron en distintas ocasiones. El primero para la televisión, el 27 de abril de 1986, y el segundo para el desaparecido semanario Sí, en 1992. Se aprecia detrás de ellos un cuadro del catalán Joan Miró.

Plaza de Toros de Las Ventas, Madrid, junio de 1994. Con el guitarrista Javier Echecopar, el periodista Fernando Carvallo, Alfredo Bryce Echenique y el crítico literario César Ferreira, quien —con Ismael P. Márquez— le dedicó el libro Asedios a Julio Ramón Ribeyro (1996).

Flaco, parco, solitario, Ribeyro pasa una breve temporada en su departamento de Barranco. El célebre autor de La palabra del mudo, que se describe «envejecido y enfermo, aburrido y cansado» (texto 163 de Prosas apátridas), prepara una selección y traducción de cuatro cuentos de Guy de Maupassant. Además de un prólogo, todo con ocasión al primer centenario de la muerte de este narrador francés[28].
Sobre su escritorio, entre una copa de vino tinto y un cenicero del tamaño de un plato de sopa, una docena de libros de Maupassant y sobre él descansan luego de la jornada. Lamento interrumpirlo en su labor, pero generosamente dice que no, que desearía conversar. Tal vez, como el protagonista de Dichos de Luder, en estas visitas Ribeyro aproveche «salir de su aislamiento y asomarse, aunque fuese por momentos, a una realidad que le era cada vez más extraña y, en muchos aspectos, insoportable».
Hablemos sobre el estilo, que —como dice Marcel Proust— «no es una cuestión de técnica sino de visión». Usted escribe en el texto 182 de Prosas apátridas: «El artista de genio no cambia la realidad, lo que cambia es nuestra mirada». Tal afirmación me motiva a preguntarle cuál es su aporte al tratar los grandes temas, como el amor, el éxito, la belleza, la muerte, la historia, la literatura. ¿Usted podría precisar en qué consiste su estilo?
—Es una pregunta muy complicada. (Breve silencio). En primer término, creo que los críticos deben partir de sus propias deducciones, más que de las opiniones de los autores. En segundo lugar, muchas veces los autores se equivocan frente a aquello que ellos mismos hacen. En este sentido, mucho más cerca de la verdad pueden estar los críticos que los autores. Después de todo, cada lector es como un ejecutante de una partitura. La partitura está escrita, el lector es el que la interpreta.
Cierto, pero aquella preocupación por el estilo es frecuente en sus libros. Por ejemplo, su personaje Luder dice: «El gran arte consiste no en el perfeccionamiento de un estilo, sino en la irrupción de un nuevo estilo» (texto 46 de Dichos de Luder).
—En efecto, muchas veces he insistido en eso: en la importancia y originalidad de un estilo. En el cuento «Té literario», por ejemplo, digo: «Los grandes escritores tienen solamente un estilo». El estilo es un continuo; es lo que le da unidad a la obra. Para citar un caso: en la obra de Alfredo Bryce —trátese de sus cuentos, novelas, ensayos o textos periodísticos— encontramos siempre un mismo estilo, un estilo inconfundible. Claro que se puede imitar su técnica tan coloquial, oral, pero lo que no se puede copiar es su visión del mundo, que es algo muy profundo y que está en la raíz misma de cada escritor.
Por eso dice en el texto 98 de Dichos de Luder: «No hay que buscar la palabra más justa, ni la palabra más bella, ni la palabra más rara. Busca solamente tu propia palabra».
—Efectivamente. Para poner un caso distinto: Vargas Llosa. Él es un escritor que no tiene un estilo, es un escritor que tiene muchos estilos. Tanto es así que cuando escribe sus novelas y textos periodísticos no utiliza el mismo estilo. Y tampoco es el mismo estilo el de La ciudad y los perros que el de La guerra del fin del mundo. Él, más o menos, va cambiando estilos de acuerdo con los temas que va tratando o con el público al que va dirigiéndose. No me parece un defecto. Al contrario, es una cierta virtud. Sin embargo, eso lo hace, desde mi punto de vista, menos original que otros escritores.
En el «Prólogo a la tesis de Marc Vaille-Angles», texto que se encuentra en La caza sutil, dice usted que ha tenido la tentativa, al escribir los cuentos de La palabra del mudo, de representar la sociedad peruana. Pero, «como toda tentativa de esta naturaleza, se trata de un esfuerzo fragmentario, inconcluso y parcial». ¿Niega que la literatura pueda ofrecer una lectura total del mundo?
—Así es (enciende un cigarrillo, fuma), porque creo que esa no es la misión de la literatura, sino de la filosofía. Los filósofos tienen una forma de ejercer la inteligencia y el pensamiento con miras a una interpretación total de la realidad y del mundo. Yo pienso que esa es una función específica del filósofo y que al escritor le compete otra tarea. Una tarea que puede ir variando de escritor a escritor. Puede ser más ambicioso o menos ambicioso, pero da cuenta de hechos concretos que no van más allá de lo que quiere decir o, si van más allá, no es con la intención de hacer una interpretación global de la realidad. En mi opinión, las novelas totalizantes están en nuestra época algo dejadas de lado. Quienes han hecho el esfuerzo de ser totalizantes, como Vargas Llosa, creo que no lo han conseguido[29]. Salvo Robert Musil con El hombre sin cualidades. Esa sí me parece una novela que es una interpretación total de la realidad. Su autor toca allí todos los temas habidos y por haber. Hay referencias al psicoanálisis, al marxismo, a la locura, al estilo, al dinero, al poder. Su novela es un conglomerado de hechos y reflexiones sobre los hechos. Es, ciertamente, uno de los casos límite de la novela, en que el escritor expresa voluntariamente una visión del mundo que trata de ser total. El resto son simplemente visiones subjetivas, fragmentarias, parciales, discutibles.
En el texto 199 de Prosas apátridas usted afirma: «Lo que he escrito ha sido una tentativa para ordenar la vida y explicármela, tentativa vana que culminó en la elaboración de un inventario de enigmas». ¿Cree que esa visión escéptica del mundo pueda ser una de las claves de su obra?
—Sí, es posible, en la medida en que siempre he pensado que es muy difícil determinar dónde está la verdad; incluso en las investigaciones más profundas. Eso se nota sobre todo en algo a lo que presto mucho interés, que son los casos policiales, sea un crimen o una gran estafa. Allí hay tantos argumentos e indicios a favor de una posibilidad como de otra, hay una montaña de datos e informaciones que se contradicen tanto que uno termina con argumentos y contraargumentos, que uno se queda en la duda siempre. ¿Quién puede, verdaderamente, conocer la entraña de un asunto?
En el mismo texto dice también: «Si alguna certeza adquirí fue que no existen certezas. Lo que es una buena definición del escepticismo». La idea reaparece en el texto 97 de Dichos de Luder: «Es penoso irse del mundo sin haber adquirido una sola certeza».
—Naturalmente. (Breve silencio). Es que nunca se puede llegar a conocer la verdad, porque ni siquiera uno se conoce a sí mismo. Todo el esfuerzo que hacemos en nuestra vida es querer saber quiénes somos y por qué actuamos de una manera y no de otra. Por eso pienso que la coronación de la Sabiduría sería saber quién es uno mismo. Ya lo decía Sócrates: «Conócete a ti mismo». Ese viejo axioma es verdaderamente inmortal: conocerse será siempre el problema de todos los hombres.
Sin embargo, uno trata de aproximarse al conocimiento a través de diversos modos. Por ejemplo, mediante las conversaciones. En el texto 3 de Dichos de Luder dice: «Como ignoramos más de lo que sabemos, lo único que hacemos [al conversar] es canjear fragmentos de nuestra propia tiniebla interior».
—Sí, por supuesto.
Uno se acerca también a la verdad por los amigos. El 16 de enero de 1957, en su diario personal, escribe usted: «Los amigos desarrollan en nosotros nuestras virtudes potenciales. Una persona sin amigos corre el riesgo de no llegar jamás a conocerse. Cada amigo es un espejo que nos refracta desde un ángulo distinto. Perder un amigo significa muchas veces neutralizar un sector de nuestra personalidad».
—Claro, perdemos parte de nuestro ser con el amigo que desaparece.
La lectura permite aproximarnos a la verdad, pero también la redacción de un libro: «Escribir —anota usted en el texto 55 de Prosas apátridas—, más que transmitir un conocimiento, es acceder a un conocimiento. El acto de escribir nos permite aprehender una realidad que hasta el momento se nos presentaba en forma incompleta, velada, fugitiva o caótica. Muchas cosas las conocemos o las comprendemos solo cuando las escribimos». Del mismo modo, los viajes, las aventuras permiten acceder, hasta cierto límite, a la verdad. Eso es lo que se observa en su obra: tratar de conocerse desde diversos ángulos.
—Otra de las formas de conocerse es a través del amor, a través de la relación con una mujer. No solamente de conocerse, sino también de conocer. Siempre una relación amorosa es un libro donde uno aprende una cantidad de cosas sobre sí mismo y sobre el mundo. Es como una puerta que abre perspectivas que jamás había visto uno.
Hay algo muy curioso. En su novela Los geniecillos dominicales usted apunta que desearía concentrar la existencia en un juego de ajedrez: «Lo atractivo en este juego consistía en que nos daba una imagen simplificada de la vida, sometida a reglas estrictas y perfectamente lógicas» (capítulo X). ¿Usted concibe la vida como un juego sin sentido? ¿Por qué?
—La vida la concibo como algo completamente irracional, imprevisible, donde no hay lógica ni dirección u objetivo determinados; al menos, no perceptibles para los humanos. ¿Para qué existen los seres vivientes? Cada vez que veo un bicho en mi casa me pregunto para qué diablos existe, qué función cumple este ser viviente que se mueve, hace desesperados esfuerzos por sobrevivir y, de pronto, alguien le da un pisotón y ahí terminó su vida.
Eso pertenece a su «terca costumbre de añadirle a las cosas una significación o inversamente extraer de ellas un mensaje» (texto 170 de Prosas apátridas).
—Sí, justamente. Ese es uno de los aspectos de mi espíritu filosófico: tratar de interrogarme siempre, buscar un sentido a las cosas sin poder nunca encontrarlo, pero en fin...
Lo anterior tal vez influya en su sentido pesimista de la historia. Usted dice en el texto 12 de Prosas apátridas: «La Historia es un juego cuyas reglas se han extraviado. Filósofos, antropólogos, sociólogos y políticos las buscan, cada cual por su lado, de acuerdo con sus intereses o con su temperamento. Pero solo encuentran retazos de ellas. Lo terrible sería que después de tantas búsquedas se llegue a la conclusión de que la Historia es un juego sin reglas o, lo que es peor, un juego cuyas reglas se inventan a medida que se juega y que al final son impuestas por el vencedor». Se observa que hay un tono pesimista en todo lo que dice.
—Pero eso tiene asidero en lo que ocurre. En la historia no existen reglas, no hay un progreso que va desde lo más rudimentario hasta lo más desarrollado, no hay una perfectibilidad en el hombre, en la sociedad. Un caso concreto: en Occidente, la Comunidad Económica Europea, conformada por varios países, daba a entender, cuando se formó, que iba a un periodo pacífico, pero de pronto surgió la guerra intestina y feroz en Yugoslavia. Es un hecho que no estaba previsto. Tantos filósofos, sociólogos, economistas y politólogos que han escrito libros tan eruditos y que han dedicado toda su vida para prever lo que pasará se dan con algo que no habían siquiera supuesto. En ese sentido, la Historia es un juego donde no hay reglas o, en el mejor de los casos, las reglas están perdidas.
Se observa que usted tiene una idea de la historia pendular o circular, en aquello del eterno retorno. En la «Nota del autor» de Cambio de guardia escribe: «Las sociedades tienden a veces a efectuar movimientos pendulares o circulares y en estas condiciones lo pasado puede ser lo futuro, lo presente lo olvidado y lo posible lo real».
—Claro. Por ejemplo, se pensó en cierto momento que todos los países se iban a orientar al socialismo y, de pronto, a fines de la década de 1980, todo ese ideal terminó repentinamente. Es decir, todos los héroes, todos los mitos, todos los emblemas del socialismo fueron derribados de un momento a otro. Ver las estatuas de Lenin, que en determinada época eran consideradas sagradas, tiradas al suelo con cadena nadie lo iba a prever. Anoche, viendo un documental, observaba, cuando estalló la Revolución rusa, cómo las estatuas del zar eran exactamente derribadas al piso como las estatuas de Lenin setenta años después. Aquel sueño del socialismo desapareció y volvemos a un periodo de predominio capitalista, liberal. Pero eso no me convence mucho, porque Marx puede regresar. De pronto, las estatuas de Lenin, desde los depósitos donde se encuentran tiradas, pueden volver a ser erigidas. Puede ser, es posible. Ello llegaría a corroborar lo que digo: que la historia no es lineal, que hay el eterno retorno.
Como decía Friedrich Nietzsche.
—Como decía Friedrich Nietzsche y como decían muchos filósofos antes. Entre los orientales, incluso entre los pueblos precolombinos, siempre ha habido cierta tendencia, cierta línea de pensamiento en creer que la historia no es lineal sino circular.
¿Sigue considerando, como en el texto 12 de Prosas apátridas, que «la tentativa más coherente para rescatar los principios de este juego es probablemente el marxismo»?
—No, ya no, solo lo pensé en una época.
¿Cuando era marxista?
—Sí, pero solo era un marxista superficial, porque nunca he tenido la paciencia ni me he dado el trabajo de leer todo El capital, que me resultaba sumamente pesado, insoportable. He leído, en cambio, resúmenes que me han dado más o menos una idea del marxismo. Me parecía, entonces, que el marxismo era coherente, lógico, aceptable, y a lo mejor lo es. Puede ser que algún día retorne a la misma creencia.
Usted también piensa que, en esencia, ocurren las mismas cosas: «Los nombres cambian, pero las instituciones se perpetúan» (texto 17 de Prosas apátridas).
—Claro, creo que estamos regresando, por ejemplo, después de ser abolida, a la época de la esclavitud. Hay un retorno a los sistemas esclavistas desde una forma diferente. Un caso: todas esas personas que salen, emigran de sus países porque no tienen cómo vivir ahí y se van, clandestinamente, a Argentina, a Estados Unidos llegan a convertirse, de algún modo, en esclavos al ser contratados y colocados a trabajar en fábricas que les pagan el mínimo por jornadas de quince horas diarias. Hay una especie de retorno, en nuestra época, de ciertos estigmas que se creían superados. No pueden retornar en la misma forma, pero son equivalentes.
En el texto 26 de Prosas apátridas dice: «Toda revolución no soluciona los problemas sociales sino que los transfiere de un grupo a otro».
—La Revolución francesa, para citar un ejemplo, liberó, si quiere usted, los grandes problemas sociales que tenían en esa época los campesinos, quienes eran los que más sufrían, pero luego estos pasaron a ser obreros y a continuar padeciendo los mismos males.
A Luder, uno de sus personajes, se le podría reprochar que es un escritor reaccionario porque desdeña el aspecto social y el aspecto político. Él mismo dice: «Cuando la nueva clase imponga su ley me colgará. No sé si mi retrato en la galería de Hombres Ilustres o si vivo y pataleando en el primer poste público. Dos formas ignominiosas de matarme» (texto 90 de Dichos de Luder).
—No, no es reaccionario. Digamos que es un poco cínico. Si repasamos las tres grandes escuelas filosóficas de la antigüedad griega, encontramos a los cínicos, a los escépticos y a los hedonistas. Yo siempre he creído ser un escéptico, pero con el tiempo he descubierto que soy también un poco cínico y bastante hedonista. Soy bastante hedonista, en el sentido de que le doy en mi vida cada vez más parte al placer: al placer de beber (señala su copa de vino tinto que bebe con intervalos), al placer de comer, al placer de amar, al placer de fumar (señala su cigarrillo), etcétera. Me parece que es un componente muy importante y que no hay que desdeñarlo y que, por el contrario, hay que buscarlo. Hay que explotar aquellas posibilidades que tenemos para disfrutar de los placeres. Aparte de esto, y aparte de ser escéptico, soy un poco cínico, en el sentido de que el cínico es la persona que no toma muy en serio las cosas. No es como el escéptico, que considera que es muy difícil llegar al conocimiento de la verdad, que todo es relativo en buena cuenta. El cínico es un escéptico, en cierta forma, pero que adquiere ya un tono un poco burlón, que no toma en serio las cosas, que las grandes ideas le importan un pito. (Sonríe).
¿No le parece que el escepticismo es una manera cómoda de librarse de los problemas?
—No, no creo. Es la forma más honrada. ¿Por qué demonios uno va a defender una causa si no está, como escéptico, seguro de si es justa? Pero, obviamente, hay situaciones en que se toma partido. Por ejemplo, yo hace muchos años, desde que era joven, que no firmaba manifiestos ni intervenía en ningún tipo de actividad política militante. Pero cuando asesinaron a María Elena Moyano[30], fui yo quien redactó el documento y que motivó la firma de cien intelectuales que iban desde Miguel Gutiérrez hasta Mario Vargas Llosa. Ese crimen me pareció algo que me ofendió e indignó como ser humano, a extremo tal que creí necesario, en ese momento, decir algo. Naturalmente que después me di cuenta de que este documento no tuvo ninguna importancia, que fue publicado en dos o tres periódicos[31] y ahí quedó la cosa; pero, en fin, en ese momento me resultó imperioso hacerlo.
En relación con el escepticismo, usted en el texto 2 de Prosas apátridas escribe: «La duda, que es el signo de mi inteligencia, es también la tara más ominosa de mi carácter. Ella me ha hecho ver y no ver, actuar y no actuar, ha impedido en mí la formación de convicciones duraderas, ha matado hasta la pasión y me ha dado finalmente del mundo la imagen de un remolino donde se ahogan los fantasmas de los días, sin dejar otra cosa que briznas de sucesos locos y gesticulaciones sin causa ni finalidad». ¿A usted no le parece que la duda, el escepticismo, puede inutilizar los actos? Tanto se duda que no se hace.
—Claro, por supuesto.
¿Y eso no le parece un defecto?
—Claro que es un defecto. Entre duda y acción siempre hay incompatibilidad: las personas que dudan se abstienen. Había un filósofo griego que tenía como divisa: «Abstente». Pero no es por comodidad sino por inseguridad. Por ejemplo, es el caso de los diez desaparecidos de La Cantuta, que es una cosa indignante, pero sobre el cual no hay pruebas fidedignas, solamente indicios. Por desgracia, desde el punto de vista jurídico, los indicios no constituyen prueba. Yo no puedo condenar al general Hermoza Ríos, a Vladimiro Montesinos, al gobierno de Fujimori si no estoy convencido, si no tengo la prueba plena de que ellos son los culpables. ¿Cómo saber lo ocurrido? Nos basamos en presunciones creíbles, puesto que hay diez desaparecidos[32] y que no se sabe dónde están. Algo ha ocurrido ahí. Pero ¿cómo podemos culpar a las personas mencionadas? Es muy posible que hayan desaparecido por un comando del Ejército, pero caben otras presunciones. Pueden haber sido, por soltar una hipótesis, conducidos a otros planetas para ser estudiados por extraterrestres. (Sonríe).
Para terminar, en el texto 6 de Prosas apátridas anota usted que los genios son aquellos locos que encuentran «la solución de un problema saltando por encima de las dificultades intermediarias». ¿Quiere decir acaso que los genios no razonan mucho?
—Esa es la idea. (Breve silencio). Albert Einstein, por ejemplo, justamente por no entrar en un análisis más profundo, encontró la solución de pronto, sin razonamientos intermediarios. Lo mismo ocurre cuando uno escribe. Cuando uno escribe, por lo general, tiene una determinada cantidad de dudas y empieza a tachar cada frase, precisamente porque no es un genio. El genio encuentra la solución sin romperse la cabeza. Esto mismo ocurre en la pintura y en toda actividad del espíritu humano. «El genio no busca sino encuentra», decía Pablo Picasso. Un genio, claro.

Pese a interrumpirlo tanto tiempo, le pedí, por último y como es natural, que me dedicara uno de sus libros: el primer volumen de La tentación del fracaso, su diario personal. No obstante, además, de que Ribeyro escribió en el cuento «La señorita Fabiola»: «Nada me incomoda más que poner dedicatorias». Aceptó gentilmente y, mientras anotaba algo, pasé a la terraza y contemplé el balneario con decenas de lucecillas. Nos despedimos finalmente y, luego de abandonar su departamento, leí: «Para Jorge, asombrado por el conocimiento que tiene de mi obra y compadeciéndolo por haber perdido tanto tiempo en ella. Muy afectuosamente, Julio Ramón».

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[1] En la novela El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz (1984) hay una apuesta entre los personajes Ribeyro y Bryce Echenique, ambos sentados en el bulevar Saint-Germain, de París. Intentan averiguar quién tiene más amigas bonitas, simpáticas e inteligentes.
[2] Fruto de su matrimonio con Alida Cordero tuvo su único hijo: Julio, de gran presencia en Prosas apátridas (1975, 1978, 1986).
[3] En una entrevista de 1993, Ribeyro recuerda que conoció personalmente a Arguedas: «Lo conocí en Lima en la casa del poeta Javier Sologuren. Cuando publicó Los ríos profundos, a los pocos días lo comenté elogiosamente. Arguedas lo apreció y me envió una carta muy calurosa y agradecida. Era muy formal en ese sentido».
[4] Error mío: Ribeyro jamás firmó documento a favor de la libertad de Hugo Blanco.
[5] Fue Miguel Gutiérrez, quien en su libro de ensayos La Generación del 50: un mundo dividido (1988) dice: «No pasaron tres meses desde que Ribeyro fuera condecorado cuando se produjo el espantoso genocidio del 18 y 19 de junio [de 1986] cometido contra los presos políticos y luchadores sociales de las cárceles de Lurigancho, El Frontón y Santa Bárbara. Más allá del horror que conmocionó la conciencia de todos los hombres de bien del Perú y el mundo, fue como si la Historia le brindase la oportunidad para que Julio Ramón Ribeyro se reivindicara del baldón que degradaba su trayectoria devolviendo la condecoración —y la Historia reciente del Perú ofrece un precedente—, pero Ribeyro no solo no se atrevió a cometer tamaña descortesía, sino que optó por el silencio: ni una declaración, ni un artículo de protesta, ni siquiera unas rayas rojas sobre una pizarra o un muro, acaso porque como escéptico dude que tal genocidio de verdad haya ocurrido y que fuera ordenado directamente por el mismo hombre que le impusiera la insignia [Alan García], que pertenece desde ya —como diría el viejo Engels— al basural de la Historia». Vargas Llosa, en cambio, publicó «Una montaña de cadáveres», carta abierta a Alan García, en el diario El Comercio, Lima, 23 de junio de 1986, en la cual dice: «La manera como se ha reprimido estos motines sugiere más un arreglo de cuentas con el enemigo que una operación cuyo objetivo era restablecer el orden». Se calcula que fueron trescientos los muertos.
[6] Esta experiencia lo inspiró a escribir la novela Los geniecillos dominicales (1965).
[7] En el cuento «La casa en la playa», el protagonista intenta huir de la urbe, de la civilización, pero no encuentra el lugar ideal.
[8] Fue en 1987, con el cuento «El benefactor».
[9] Lo que recuerda la famosa frase de su maestro Flaubert «Madame Bovary soy yo».
[10] La dejó inconclusa. Solo se conocen tres partes: «Introducción» (revista Quehacer, número 90, Lima, julio-agosto de 1994), «Ancestros» (Antología personal, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1994) y «Juegos de la infancia» (suplemento «Lundero», del diario La Industria, Chiclayo-Trujillo, 1 de enero de 1995).
[11] Bryce Echenique obtuvo el grado de bachiller en Letras por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos con la tesis Función del diálogo en la narrativa de Ernest Hemingway, en 1963.
[12] Ribeyro firmó tres manifiestos: 1) «Toma de posición», del 22 de julio de 1965, para apoyar la lucha armada iniciada por el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), 2) «Protesta de los intelectuales», del 10 de febrero de 1975, para respaldar al gobierno del dictador Juan Velasco Alvarado y para rechazar las acciones de universitarios apristas, y 3) «¡Basta ya!», del 10 de febrero de 1992, para condenar el asesinato de María Elena Moyano, perpetrado por Sendero Luminoso.
[13] Una parodia acerca de ello es su cuento «La insignia».
[14] A partir de la edición de Cuentos completos (Alfaguara, 1994), se invirtió el orden: aparece Solo para fumadores antes que Relatos santacrucinos.
[15] Según el censo de 1940, Lima contaba con 562.885 habitantes. En el año 2000 su población era de 6.723.130. En consecuencia, dejó de ser la Ciudad Jardín.
[16] Se trata de «Mayo 1940».
[17] En el texto «Autocrítica» (revista Caretas, número 564, Lima, 6 de agosto de 1979), refiriéndose a sus libros Los jefes (1959) y Los cachorros (1967), Vargas Llosa —quien pasó también su adolescencia en Miraflores— señala que el barrio, entonces, era «prolongación del hogar, reino de la amistad».
[18] Solo se ha publicado el diario comprendido de 1950 a 1978.
[19] Se trata de «En torno a los diarios íntimos».
[20] Véase «Dos diaristas peruanos», en el cual no incluye a Pareja Paz Soldán. También se puede revisar el discurso que ofreció Ribeyro en la presentación del primer volumen de su diario íntimo, La tentación del fracaso: «La tentación de la memoria», revista Debate, número 70, Lima, setiembre-octubre de 1992, páginas 56-59.
[21] Ribeyro declaró: «Los tres teníamos una especie de ritual, que consistía en almorzar juntos. Lo que yo recuerdo de esos encuentros, sin embargo, es que no hablábamos de literatura» (véase «Las letras nuestras de cada día. Conversación entre Bryce y Ribeyro», revista Debate, número 38, Lima, mayo de 1986).
[22] Ribeyro no volvió a dejar el cigarrillo. Falleció dos años después, el 4 de diciembre de 1994.
[23] Luego de recuperarse de las operaciones de cáncer en 1973, Ribeyro conservó una estampita de San Martín de Porres. En una carta a su hermano Juan Antonio, el 30 de marzo de 1975, dice: «Con este seguro [médico] y el apoyo de San Martín de Porres, ante el cual por mí intercedes, pienso salir adelante y aplastar al pernicioso ‘cangrejo’». El narrador llamaba «cangrejo» al cáncer.
[24] Una selección de ellas, unas doscientas cartas, se publicó póstumamente en el diario El Sol, del 7 de abril de 1996 al 22 de setiembre de 1999, en cuya gestión estuve involucrado. La primera es del 3 de marzo de 1953 (escrita en Madrid) y la más reciente es del 14 de setiembre de 1981 (escrita en París). Sin embargo, quedan muchas más por editar. Posteriormente, me encargué del cuidado de la edición en forma de libro: Cartas a Juan Antonio, cuyo primer volumen (1953-1958) apareció en 1996 y cuyo segundo tomo (1958-1970) se editó en 1998.
[25] Su nombre real es Cathy Herrera, identidad revelada en las cartas de Julio Ramón Ribeyro remitidas a su hermano mayor, Juan Antonio.
[26] En el citado ensayo La Generación del 50: un mundo dividido (1988), Miguel Gutiérrez dice: «Ribeyro posee —su prosa, todos sus escritos lo demuestran— una sensibilidad refinada, aristocrática, pero su lucidez, su decoro, más algo de resentimiento (¿pero quién en este país, aparte de las clases que detentan el poder, no tiene una conciencia agraviada?), lo llevaron a una suerte de apertura humana y democrática (por lo menos en su primer periodo) por las clases más explotadas de nuestra patria, y en especial por los grupos marginales».
[27] Acerca de sus antepasados, véase «Ancestros», el primer capítulo de su autobiografía.
[28] Se trata de Paseo campestre y otros cuentos (1993), que recoge «Paseo campestre», «Dos amigos», «La dote» y «Las sepulcrales».
[29] Hay que tener en cuenta que Mario Vargas Llosa acababa de publicar sus memorias, El pez en el agua (1993), donde en un pasaje critica a Ribeyro por haber servido con «docilidad, imparcialidad y discreción» a todos los gobiernos de turno, dictaduras o democracias, desde el régimen del general Juan Velasco Alvarado (1968-1975) para mantener su cargo de diplomático.
[30] Lideresa popular de Villa El Salvador que se opuso enérgicamente a Sendero Luminoso. El crimen se perpetró el 15 de febrero de 1992.
[31] En los diarios El Comercio y La República.
[32] El 18 de julio de 1992, dos días después de la explosión de un coche bomba en la calle Tarata, de Miraflores, un profesor y nueve estudiantes de la Universidad Nacional Enrique Guzmán y Valle (conocida como La Cantuta) fueron desaparecidos por el Grupo Colina, un escuadrón paramilitar. El 12 de julio de 1993 la revista , dirigida por Ricardo Uceda, publicó un croquis en el cual se indicaba el lugar donde había sido enterrada parte de los restos humanos pertenecientes a los secuestrados de La Cantuta.