1 de agosto de 2013

Las dedicatorias de libros

Con mucho cariño para…*




Cada vez que observo a una gran cantidad de personas tratando de arrancarle unas líneas a un escritor, me pregunto qué hechizo existe. Rastrear las dedicatorias de puño y letra es muy complicado, pues los autores firman decenas de obras, sea en presentaciones de libros, conferencias o ferias. Cuántos ejemplares deben haberse perdido con autógrafos de importantes literatos.
En cambio, las dedicatorias impresas son fáciles de hallar en cualquier librería o biblioteca. Ahora, si revisamos algunas, encontramos paradojas dignas de mención. Miguel de Cervantes Saavedra le ofreció una de las novelas más originales de la literatura universal, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605 y 1615), al duque de Béjar, Alfonso Diego López de Zúñiga y Sotomayor, curiosamente un tipo poco aficionado a las letras. Está escrita a la vieja usanza, es decir, a página entera y destaca las virtudes del homenajeado. Sin embargo, lo más sorprendente es que es un descarado plagio de las líneas que Fernando Herrera le escribió al marqués de Ayamonte en su Obras de Garcilaso de la Vega con anotaciones (1580).
Otra atípica dedicatoria aparece en La familia de Pascual Duarte (1942), novela de Camilo José Cela: «Dedico esta edición a mis enemigos, que tanto me han ayudado en mi carrera». No obstante, en la primera versión consignaba: «Para Víctor Ruiz Iriarte», un comediógrafo español a quien el futuro premio Nobel conoció en Madrid cuando eran jóvenes promesas. Ambos trabaron amistad, se preguntaron qué escribían y decidieron que el libro que preparaban por separado se lo dedicarían mutuamente. Así sucedió, pero no sé sabe bien qué pasó entre ellos, pues el primero modificó su texto.
Pese a que no todos acostumbran a dedicar sus libros, en la mayoría de los casos el autor se dirige a sus compañeras sentimentales, amigos o maestros. Los parientes cercanos, como los padres o hermanos, están casi siempre al margen. En muchas oportunidades, estos breves textos, generalmente colocados en las primeras páginas, ayudan a los biógrafos a rastrear los afectos de los escritores.
En las ediciones en lengua castellana de Cien años de soledad (1967) figura: «Para Jomí García Ascot y María Luisa Elío», pero en las versiones francesas se consigna: «Pour Carmen et Álvaro Mutis». Los cuatro homenajeados, los dos primeros catalanes y los dos últimos colombianos, visitaban con frecuencia al autor de esta clásica novela, Gabriel García Márquez, en su casa de Ciudad de México durante el año y medio que le demandó la escritura del libro. Así, quedó perennizada la amistad.
Del mismo modo, Alfredo Bryce Echenique no ocultó su fraternidad. En su caso con un banquero prófugo, en su breve novela La última mudanza de Felipe Carrillo (1988): «A Luis León Rupp, a quien siempre recibo en mi casa con una etiqueta negra en el whisky y el corazón en la mano».
Enrique Vila-Matas tiene por costumbre, en cambio, consagrarle todas sus obras de ficción a su cónyuge, Paula de Parma en la forma literaria. «Aquello fue una forma de imitar a Nabokov, cuyos libros siempre estaban dedicados a su esposa, Vera», explicó en una entrevista el autor de Bartleby y compañía (2000).
Una de las más bellas figura en La cifra (1981), poemario de Jorge Luis Borges: «Como todos los actos del universo, la dedicatoria de un libro es un acto mágico. También cabría definirla como el modo más grato y más sensible de pronunciar un nombre. Yo pronuncio ahora su nombre, María Kodama. Cuántas mañanas, cuántos mares, cuántos jardines del Oriente y del Occidente, cuánto Virgilio». Así, el autor argentino perennizó su afecto por quien sería su segunda esposa.

*
Hace algunos años, en un puesto de la feria de libros viejos de la avenida Grau, en Lima, encontré una gran cantidad de primeras ediciones de importantes obras. Todas dedicadas al reputado crítico literario Julio Ortega. Tiempo después, mientras tomábamos café en un hotel de San Isidro, el estudioso que reside en Estados Unidos me confesó resignado que fue la casera de su departamento limeño la que vendió sus valiosos ejemplares, porque el dinero de la renta no llegó a tiempo.
Durante ciertas visitas, algunos amigos me han mostrado con inflado orgullo ediciones autografiadas. Declarado fetichista, el cuentista Guillermo Niño de Guzmán me comentó que nunca ha pedido dedicatorias a escritores que no lo entusiasman. Uno de ellos: el argentino Jorge Luis Borges. Mientras revisaba los volúmenes de su biblioteca, me refirió que en 1981, después de la presentación de la novela La guerra del fin del mundo, se acercó a su autor, Mario Vargas Llosa, para arrancarle un autógrafo. Como es la norma ante un lector desconocido, el consagrado narrador le preguntó su nombre, pero —para desconcierto del admirador— escribió equivocadamente «Núñez» en vez de «Niño». Más tarde, ambos iniciaron una amistad que todavía perdura.
«No soy un cazador de autógrafos», me confesó en cierta ocasión el escritor Carlos Eduardo Zavaleta, quien conoció, entre otros, al argentino Julio Cortázar y al mexicano Carlos Fuentes. «Lo mejor de ellos se encuentra en su obra», sentenció. Sin embargo, muchos lectores piensan que es un estupendo recuerdo tener un ejemplar firmado por el propio autor. Acerca de los tipos de dedicatorias de puño y letra, el narrador de la Generación del 50 diferenció: «Cuando uno le dedica un libro a un amigo se piensa más, pues el asunto es tan personal como redactar una carta. En cambio, a un admirador se le muestra una sencilla gratitud por su interés en leer la obra».
En 1996, el cronista Julio Villanueva Chang y yo intentamos recolectar autógrafos. Fue una de tantas aventuras truncas. Años después, me sorprendió cuando me mostró un ejemplar de García Márquez: historia de un deicidio (1971), célebre ensayo que Mario Vargas Llosa consagró al escritor colombiano. Este libro no ha vuelto a ser editado después de la pelea entre ambos narradores, quienes llegaron incluso a los golpes.

«A Julio Villanueva Chang este libro de tiempos idos», escribió el novelista peruano en 1997. Dos años después, mi amigo viajó a Cartagena de Indias, Colombia, donde llevó un curso de periodismo con García Márquez, y aprovechó la oportunidad de pedirle un autógrafo al autor de Cien años de soledad. Este le anotó: «Y yo también, con otro abrazo».


* Publicado como «Con mucho cariño para…», en el suplemento «Identidades», del diario El Peruano, Lima, 19 de mayo de 2003, página 13.

Las diez mejores novelas peruanas

La memoria de un encuestador*



En agosto de 1994, mi amigo Alonso Rabí y yo nos reunimos en un café para trazar planes. Uno de ellos era la realización de una encuesta que indagara cuáles son las diez mejores novelas peruanas. Los participantes podrían citar dos o más obras de un mismo autor. El orden sería indiferente. Además, solo se considerarían los libros publicados hasta setiembre de ese año.
Elaboramos una larga lista con nombres de las personas que participarían, las más representativas de nuestra literatura: poetas, narradores, dramaturgos, críticos, editores. Tras seis meses y con la coordinación de la revista Debate, los resultados de la encuesta se publicaron en 1995. Si tardó en aparecer fue solo porque queríamos la mayor cantidad de participaciones. Al final tuvimos 93, lo que no está mal, pero pudo ser mejor.
Debo confesar que algunas personas nos resultaron difíciles de ubicar. Otras, como Jaime Bayly, Miguel Gutiérrez y Edgardo Rivera Martínez, prefirieron no participar. Al más célebre de nuestros autores, Mario Vargas Llosa, le enviamos cartas y faxes, pero nunca recibimos respuesta.
A quien más veces hemos llamado por teléfono es a Jorge Puccinelli. Después de asegurarnos su participación, pedía que le dejáramos unos días más. Sin embargo, nunca nos entregó su relación. Por respeto a las otras respuestas y para evitar opiniones maliciosas, los organizadores decidimos no participar con nuestras listas.
Sin subestimar a las personas, me pregunto si un peatón común sabrá quién es Miguel Gutiérrez o Gregorio Martínez. Apenas conoce a contados autores: Alfredo Bryce Echenique es «el que se presentó ebrio en un popular programa de televisión», José María Arguedas «¿no es ese escritor que se suicidó?» y Mario Vargas Llosa es «quien pretendió ser presidente del Perú». Lamentable realidad de nuestra educación.

*
Cada encuesta refleja el espíritu de determinada época. Pasados algunos años, creo que el resultado cambiaría. Y si un día se organizara una consulta acerca de las mejores novelas latinoamericanas, con la participación de los países de la región, ¿volvería a aparecer La casa de cartón (1928) delante de La ciudad y los perros (1963)? ¿Sería Un mundo para Julius (1970) la novela peruana predilecta?
Aparte de este asunto geográfico, está el de la intervención política. ¿Ha influido en los participantes la candidatura de Vargas Llosa a la Presidencia de la República? ¿Ha causado alguna antipatía a su obra literaria la publicación de sus polémicas memorias, El pez en el agua (1993)? Pienso que sí. Según este argumento, me parece que el novelista arequipeño sale un poco perjudicado en la encuesta.
Sin embargo, el autor de La guerra del fin del mundo tiene más novelas mencionadas: cuatro en esta lista de diez. ¿Acaso es difícil elegir qué novela destaca nítidamente de su copiosa producción? El continuo postulante al Premio Nobel de Literatura no tiene una preferida por los encuestados sino varias, lo que al final de cuentas le resta votos a un libro.
Los gustos literarios cambian, lo que está bien, pues sería monótono que no sucediera así. En la diversidad está la riqueza de la creación. Pero, además, una cosa es la calidad y otra, la preferencia. Hay muchas novelas que son éxitos de venta hoy, pero nadie se acordará de ellas mañana.
En «Sobre los clásicos», ensayo de la colección Otras inquisiciones (1952), el argentino Jorge Luis Borges escribió con acierto: «Clásico no es necesariamente un libro que posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad».
Un mundo para Julius, la mejor novela peruana. No me lo esperaba. Sin duda, es una obra de grandes méritos. Recuérdese que este libro de Bryce Echenique arrancó cálidos elogios de escritores tan prestigiosos como el chileno Pablo Neruda o el colombiano Gabriel García Márquez. Pero también es interesante observar cómo la crítica se dividió ante la aparición de esta obra. Para Abelardo Oquendo, «la novela podría haber ganado mucho si el autor le hubiera hecho perder páginas». En cambio, Wáshington Delgado aseguró que Bryce Echenique, en este libro, es «capaz de escribir 500 páginas apretadas sin embarullar el hilo argumental, sin torcer la psicología de los personajes».
Asimismo, curiosas son las interpretaciones que se desprenden de esta novela: para algunos es un ataque feroz a la oligarquía; para otros, el canto de cisne de esta clase poderosa. No hay que olvidar que este libro fue publicado cuando su autor tenía apenas 31 años.

En otro análisis se observa que solo tres libros de la lista se publicaron antes que La ciudad y los perros, obra que marcó una línea divisoria en nuestra narrativa. Es curioso también notar que cuatro de los siete autores que han creado las diez mejores novelas peruanas se encuentren vivos. Quizá mañana estos mismos escritores, u otros, publiquen una novela que merezca en otra encuesta la mayor preferencia. En este sentido, es bueno pensar que la mejor novela peruana siempre está por escribirse.

Resultado

1) Un mundo para Julius (1970)                    76 votos
         Alfredo Bryce Echenique

2) Los ríos profundos (1958)                         73 votos
         José María Arguedas

3) El mundo es ancho y ajeno (1941)             60 votos
         Ciro Alegría

4) Conversación en La Catedral (1969)          54 votos
         Mario Vargas Llosa

5) La guerra del fin del mundo (1981)            48 votos
         Mario Vargas Llosa

6) La casa de cartón (1928)                          47 votos
         Martín Adán

7) La Casa Verde (1966)                              44 votos
         Mario Vargas Llosa

8) La ciudad y los perros (1963)                    40 votos
         Mario Vargas Llosa

9) Canto de sirena (1977)                             38 votos
         Gregorio Martínez

10) La violencia del tiempo (1991)                 30 votos
         Miguel Gutiérrez





* Publicado como «Las diez mejores novelas peruanas», en la revista Debate, número 81, Lima, febrero-abril de 1995, páginas 28-43.

9 de enero de 2013

Entrevista a Antonio Cornejo Polar



Entrevista a Antonio Cornejo Polar*

El crítico y maestro universitario Antonio Cornejo Polar (Arequipa, 1936) retornó brevemente al Perú para continuar su larga relación con las universidades de San Marcos (Lima) y San Agustín (Arequipa) mediante un posgrado y un seminario, respectivamente. También para presentar su nuevo libro, Escribir en el aire (1994). El exrector sanmarquino es hoy profesor en la Universidad de Berkeley.
Usted vive hace cinco años en Estados Unidos, donde es profesor en Berkeley. ¿Ha encontrado algún interés creciente por la literatura de América Latina en las universidades estadounidenses?
—Sí, hay un interés creciente, pero muy variable. En estados de gran presencia hispana como California, Nueva York o Florida es mayor. Pero, en todo caso, en casi todas las universidades hay departamentos con un nivel bastante alto para el estudio de la literatura de América Latina. Y los estudiantes buscan tanto aprender español como especializarse en nuestras letras.
Aparte de su caso, hay otros críticos peruanos como Julio Ortega, José Miguel Oviedo, Edgar O’Hara, Peter Elmore, etcétera, que enseñan en universidades de Estados Unidos. ¿A qué se debe esta presencia importante?
—No lo es tanto en comparación con los cubanos y argentinos. Pero, ciertamente, ha aumentado en los últimos años. Tiene que ver —me parece— con la situación económica de la universidad. Un profesor difícilmente puede vivir con lo que paga la universidad, especialmente estatal. Además, hay algo más preocupante: la crisis ha hecho que la infraestructura cultural se haya deteriorado mucho. Nuestras bibliotecas están muy descuidadas, lo mismo que las hemerotecas y archivos. Todo lo contrario de las universidades estadounidenses. Si esta miseria se siente en humanidades, cómo será en el campo de las ciencias.
Como rector de San Marcos, usted tuvo una gestión muy difícil. ¿Qué imagen tiene actualmente de la universidad nacional?
—Sigo pensando no solo que tiene futuro, sino que es absolutamente necesaria para mantener una democratización en el campo de la cultura y del saber. El gran problema es que se vive un marcado declive en los niveles académicos. Me parece una injusticia que a los estudiantes de universidades estatales se les ofrezca solo una educación mediana. Sin embargo, volviendo a San Marcos, hay mayor orden y puntualidad en los cursos.
Centrándonos en la crítica literaria, ¿no le parece que hay elementos que todavía perviven y que en otras partes han desaparecido?, ¿no observa cierto atraso en nuestro país?
—Creo que en todo el mundo la crítica literaria, como cualquier otra disciplina, tiene un desarrollo desigual, con grupos que están un poco fuera del tiempo. En nuestro país todavía se encuentra, por ejemplo, un cierto historicismo positivista, un cierto intuicionismo más estético que crítico, un impresionismo que no esclarece los verdaderos problemas de la literatura. Pero, al mismo tiempo, se encuentra gente que está muy al día.
¿Cree usted que hay una tradición crítica literaria en el Perú y, de ser así, quiénes representarían los puntos más elevados de ella?
—Uno de los problemas que tenemos es que somos poco propensos a instalarnos dentro de una tradición. Cada quien quiere comenzar una. Hay un gesto un poco adánico. A mi modo de ver, sí hay una tradición, y muy valiosa pero mal conocida. Los estudios literarios en el Perú se pueden rastrear inclusive desde la época colonial. No hay que olvidar que es en nuestro país donde se escriben las dos grandes poéticas de la época colonial: El discurso en loor de la poesía (1608) y El apologético en defensa de Góngora (1662), textos claves para el desarrollo del pensamiento crítico en América Latina. Y, ya en términos modernos, hay una tradición crítica que tiene una de sus grandes realizaciones en Mariátegui y, por otro lado, en la vastísima obra de Luis Alberto Sánchez. Y luego hay especialistas que han ido sumándose a esta corriente: Tamayo Vargas, Tauro del Pino, Aurelio Miró Quesada, Estuardo Núñez, etcétera.
¿Cuáles fueron los libros guías de sus inicios? ¿Recuerda qué textos lo formaron o fueron fundamentales para su desarrollo como crítico?
—Inicialmente fui filólogo, y esta especialidad me puso en contacto, en la década de 1960, con la estilística. Era el momento en que se difundía, en habla española, textos claves de la estilística alemana, como los de Karl Vossler o Leo Spitzer. Y al mismo tiempo los de sus seguidores en el campo español, como Dámaso y Amado Alonso, etcétera.
Mi primera formación fue de este tipo, pero al mismo tiempo tuve siempre gran curiosidad por aspectos, si se quiere, poco teóricos de la literatura. Recuerdo que en la década de 1960 me impactó mucho Mímesis (Mimesis, 1946), de Erich Auerbach, libro sobre la representación de la realidad en literatura. Un clásico que me sigue siendo útil hasta hoy.
En la década de 1960 hubo en Europa el boom de la literatura de América Latina, especialmente de la novela. ¿No le parece que esta promoción no estuvo acompañada de un aparato crítico a su altura?
—Sí, yo mismo he suscrito esa opinión. Cuando, en la década de 1960, vemos esa espléndida explosión de creatividad, que no solo se dio en la novela sino también en la poesía, en el cine y en el teatro de creación colectiva, los críticos fuimos tomados por sorpresa. Los materiales de ese momento no nos servían para dar razón de ese tipo de literatura, me refiero a la estilística y a la crítica fenomenológica.
Ninguna de las dos era suficiente para leer textos como Rayuela (1963) o Cien años de soledad (1967) o los poemas de Ernesto Cardenal. De manera que sí hubo cierto desfase. Pero en la década siguiente, al promediar la década de 1970, se dio una renovación fundamental. Creo que el gran crítico literario de América Latina fue Ángel Rama, quien me parece el sucesor de Pedro Henríquez Ureña y encarnó un momento muy lúcido del pensamiento crítico del continente. Y hoy ha surgido una corriente de renovación sustancial, con trabajos como los de Martín Lienhard, Rolena Adorno, Walter Mignolo, Julio Ramos, etcétera.
Centrándonos en un autor del boom, Mario Vargas Llosa, ¿qué opinión tiene acerca del comentario que él da sobre usted en El pez en el agua (1993), llamándolo «ejemplo viviente de cómo se progresa en la vida académica manteniendo las correctas opciones políticas en los momentos correctos»?
—La verdad es que trato de no hablar sobre lo que Mario Vargas Llosa dice de mí en ese libro. Me resulta intolerable por varias razones. En primer lugar, me molesta que ponga entre comillas cosas que nunca dije. Cualquiera sabe que las comillas se usan para citar algo que se dijo o escribió, jamás dije lo que me atribuye. En segundo término, me preocupa que, en nombre de una concepción según él muy democrática y liberal, decida sobre la vida de los demás y establezca una supuesta división entre buenos y malos, que a la larga no es sino una entre los que son sus amigos y los que no lo son.
De modo que para mí el exabrupto de Mario Vargas Llosa no tiene importancia. Que le parezca mal que yo viva en Estados Unidos siendo un profesor progresista es bastante absurdo. En las universidades de Estados Unidos también hay gente progresista, y muy radical a veces. Es como si se acusara a Mario Vargas Llosa —y nadie ha tenido felizmente esa insensatez— de haber vivido, trabajado y publicado en España de Franco cuando era progresista. Finalmente, los juicios de su libro me parecen más hepáticos que intelectuales.
Usted ha desaprobado su posición ideológica en las novelas La guerra del fin del mundo (1981) e Historia de Mayta (1984).
—Mi estudio sobre La guerra del fin del mundo comienza por reconocer que es una gran novela. La observación que realizo es que su visión de la historia me parece profundamente escéptica. Se tiene la impresión de que la historia no es más que una trágica secuencia de equivocaciones y de que nadie sabe ni puede conocer las intenciones del otro. Todo proceso histórico, en consecuencia, es arbitrario y no tiene, en el fondo, ningún sentido. Pero mi comentario más fuerte no fue a esa obra sino a Historia de Mayta, que fue juzgada desde una óptica más política. Tal vez eso provocó la reacción hepática en Vargas Llosa.
Hay, en los últimos años, un alejamiento por parte de los críticos en centrarse en el estudio del texto. Algunos emplean el análisis de una obra como pretexto para promover opciones políticas.
—Hay, efectivamente, un problema. Sin embargo, en términos más generales, ocurre más bien que los contenidos políticos más explícitos han ido desapareciendo o diluyéndose en la crítica actual. En cambio, lo que sí me parece interesante es que hay una voluntad de asociar la literatura a todo discurso cultural. Es decir, se está trabajando más allá del texto. Esto es novedoso. Poder leer otras cosas: acontecimientos, planos de ciudad, formas de vida urbana o vida rural e incorporar todo ese material dentro de los estudios literarios. Tengo la impresión de que cada vez más la crítica literaria queda como envuelta en lo que precisamente se llama crítica cultural, y me parece muy excitante.
Hay una opinión que exige al crítico tener un vasto conocimiento, saber de toros para hablar de Fiesta (1926) o de Bolívar para tratar El general en su laberinto (1989). El crítico como sabelotodo sería el ideal.
—Eso es imposible. Pero, probablemente, el creador tenga un conocimiento aún más vasto y más intenso de la existencia humana en general. Los críticos debemos tener, en primer lugar, una buena y actualizada formación en nuestra propia disciplina: lo que incluye manejar, según el tema que estemos tratando, un número considerable de métodos de crítica literaria para aplicar. Pero, justamente, esta relación de la crítica con los estudios culturales hace que inevitablemente estemos cada vez más interesados en disciplinas más o menos cercanas. Me refiero a la antropología o a la sociología, que ahora forman parte del fondo del conocimiento que un crítico debe tener.
¿Cómo observa el desarrollo creador después del boom? ¿Piensa tal vez que existe una gran dispersión?
—Sí la hay. Pero tengo la impresión de que en América Latina hubo razones que nada tienen que ver con la literatura, sino con su historia. Hubo hechos que llamaron la atención del mundo en las décadas de 1960 y 1970: la Revolución cubana, el régimen de Allende, la barbarie de las dictaduras. Esos hechos pusieron al continente en primera línea y coincidieron con lo que llamé hace un rato «espléndida explosión de creatividad».
De suerte que, efectivamente, disponíamos de una literatura de un nivel excepcionalmente alto y atractivo para un lector de cualquier nacionalidad. Sé que ahora hay una especie de disgregación. Es un poco como si hubiésemos vuelto al periodo anterior, pues, pese a una gran intercomunicación internacional, esta no se refleja entre los países de América Latina. Por ejemplo, si alguien se pregunta qué hay en Colombia después de Gabriel García Márquez, probablemente tenga ideas muy parciales. Se ha roto el sistema de comunicación de las décadas de 1960 y 1970, pero eso nada tiene que ver con la calidad literaria. Hoy en todos los géneros y todos los países del continente hay una creatividad muy intensa.
Como se sabe, la mayoría de intelectuales del continente tiene una tendencia progresista. Pero ¿encuentra actualmente un avance del pensamiento neoliberal en la crítica literaria?
—En cierto sentido, sí, aunque más que de pensamiento neoliberal yo hablaría de conservador. Hay una crítica que se basa en conceptos que, de una u otra manera, tienen su anclaje en esa concepción del mundo que posee como horizonte ideológico el neoliberalismo. Ahora, en el fondo, la crítica literaria nunca ha sido un movimiento homogéneo, nunca fue toda ella progresista o toda conservadora. Y esto tal vez sea más beneficioso.
¿Es este el conflicto que plantea en Escribir sobre el aire? ¿A grandes rasgos, está mostrando las contradicciones que existen en esta parte del continente?
—Efectivamente. Este libro lo he venido trabajando seis años y trata de desarrollar una categoría que empleo desde la década de 1970. Es la categoría de la heterogeneidad en la literatura de América Latina, cruzada de contradicciones de tipo étnico, lingüístico, histórico, etcétera. En él intento detectar los puntos de mayor conflicto en las literaturas del Perú, Bolivia y Ecuador.
La primera parte, que me costó gran trabajo, presenta el problema de la oralidad y la escritura en América Latina y cómo se relacionan estas tecnologías comunicativas. Para ello parto del choque entre Valverde y Atahualpa en Cajamarca (leyendo el acontecimiento como si fuera literatura), pero también trato todos los esfuerzos que se han hecho, desde Garcilaso hasta hoy, por construir imágenes heterogéneas de nuestra literatura.
La segunda parte del libro, en cambio, intenta ver cómo esos discursos que tratan de dar una imagen coherente, unitaria de América Latina terminan negándose y mostrando el grado de conflictividad que tiene nuestra literatura. Finalmente, el libro trata de la heterogeneidad y de los conflictos en relación con el problema de la modernización. No es muy extenso, pues solo he tomado determinados momentos de esta larguísima historia.
Para terminar, una observación: desde la aparición de Bryce, hace más de dos decenios, no ha surgido un autor peruano que tenga presencia internacional, pese a la visión optimista que hay de nuestras letras. ¿Qué perspectivas le ve a nuestra creación literaria?
—Ya hemos hablado de la dificultad de las literaturas nacionales para atravesar fronteras. Pero, aparte de esto, hay un cierto desinterés internacional por la literatura de América Latina que hace difícil que se repitan casos de consagración. Bryce sería el último, pero eso no quita que, para quedarnos en la novela, no exista una consistente e importante creación literaria en el Perú. Citaré, a riesgo de ser arbitrario, solo Patíbulo para un caballo (1989), de Cronwell Jara; La violencia del tiempo (1991), de Miguel Gutiérrez; y País de Jauja (1993), de Edgardo Rivera Martínez. Creo que son novelas de altísima calidad y que es solo fruto de las circunstancias el hecho de que no hayan tenido resonancia internacional.


* Publicado como «Nos conocemos mal», en el suplemento «Domingo», del diario La República, Lima, 18 de setiembre de 1994, páginas 25-27.