1 de agosto de 2013

Crónica: Berlín

Isaac, mi amigo de Berlín*




Una mañana de junio de 2001, mientras revisaba mi correo electrónico, leí en la lista de literatura de la Red Científica Peruana unos comentarios acerca del canon del prestigioso crítico alemán Marcel Reich-Ranicki. Su autor: Isaac Risco Rodríguez. Me atreví a escribirle para expresarle mis opiniones, sin pensar que iniciaríamos una extensa correspondencia. Fue recién al llegar al aeropuerto de Berlín-Tegel, al año siguiente, que lo conocí en persona.
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, Berlín tenía 50 mil edificaciones destruidas y 75 mil millones de metros cúbicos de escombros. Su población había disminuido a dos millones 800 mil habitantes. Es decir, un millón y medio menos. Un buen retrato de la capital alemana de entonces es la película neorrrealista Alemania, año cero (Germania anno zero, 1948), del italiano Roberto Rossellini. Hoy, en cambio, es una ciudad moderna, cosmopolita y orgullosa, en permanente construcción a pesar de contar con numerosos rascacielos.
Al pisar suelo berlinés, entre tanta gente, pensé que sería difícil dar el uno con el otro. Sin embargo, no fue tan complicado por nuestro color de piel.
Me encontraba muy ilusionado en conocer esta ciudad. Así, apenas llegamos a su casa, dejé mis maletas y fuimos a recorrer la capital alemana. Pese a lo agotador del vuelo, no quería perder el tiempo.
«¿Qué es lo primero que quieres ver?», me preguntó Isaac. «La puerta de Brandeburgo», respondí sin dudar. Tomamos un metro que nos llevó al final de la avenida Unter den Linden, pero para mi mala fortuna el imponente monumento inaugurado en 1791 se encontraba en restauración. Estaba cubierto casi completamente. Pude observar apenas la cuadriga que conduce a la diosa de la paz, Eirene.
Por sugerencia de mi amigo, caminamos al Reichstag, sede del Poder Legislativo desde 1999, a pocas cuadras. Contemplé su enorme cúpula, mientras Isaac me comentaba que el incendio de este histórico edificio en 1933 le sirvió de excusa al canciller Adolf Hitler para disolver el Parlamento. Me sentía exhausto y era demasiado tarde, casi las dos de la madrugada, así que decidimos volver.
En el trayecto observé estatuas de osos distribuidas por el centro de la ciudad, de todos los colores y en diferentes posiciones. Me enteré por mi amigo que Berlín, según algunos, le debe su nombre a este mamífero.

Durante los días que pasé en la capital alemana no tuve mejor compañía que la de mi compatriota Isaac. Su conocimiento de los rincones de la ciudad, su dominio del idioma de Goethe (que aprendió en el colegio Alexander von Humboldt, de Lima) y su amplia cultura me ayudaron muchísimo.
Aunque sabe lo difícil que es, piensa ser escritor. Por lo pronto, alterna su trabajo de camarero en el McDonald’s de Alexanderplatz con estudios de Literatura en la Universidad Libre de Berlín. A los 25 años de edad prepara su primer libro de cuentos.
«Quiero que aproveches al máximo tu estadía», me comentó frente a un plano de la ciudad, mientras tomábamos unas cervezas tipo pils, aunque no soy muy aficionado al alcohol. «No sabes lo que te pierdes», insistió antes de que yo aceptara. Luego señaló cada punto de interés y elaboramos un cronograma.
Fuimos a Alexanderplatz, cerca de su centro de trabajo. Ahí le pedí que, por favor, me tomara unas fotos, con la torre de telecomunicaciones, la estación del metro y el Reloj Mundial como fondo. Advertí que muchos hacían lo propio. Cambié un rollo de fotos y, con el hambre encima, fuimos a un carrito de comida rápida. Devoramos un currywurstsalchicha cocida, que me supo a manjar, con una limonada.
El Museo Checkpoint Charlie, ubicado en el centro de la ciudad, es otro de los lugares más visitados por los turistas. Allá llegamos luego. Recuerda los horrores de la Guerra Fría y exhibe algunos de los objetos de los que se valieron las cuarenta mil personas que escaparon del régimen comunista: un automóvil, una maleta, un globo aerostático, entre otros.
Se calcula que unas 250 personas murieron en el intento de cruzar el Muro de Berlín, llamado también Muro de la Vergüenza, que fue edificado en agosto de 1961 por las autoridades soviéticas y de Alemania Oriental para detener el éxodo hacia Occidente. Sin embargo, su caída, en 1989, no fue completa. Hoy se puede observar varios kilómetros en pie, donde artistas de todo el mundo dejan sus dibujos. Con legítimo aprovechamiento, fragmentos de la derruida pared se venden en algunas calles como souvenirs. De la misma forma, inmigrantes de Europa del Este comercian objetos del extinto Ejército soviético: insignias, gorras o sobretodos.

La mayor presencia extranjera, sin embargo, la constituyen los turcos, quienes llegaron a Alemania con contratos de trabajo en la década de 1960 a falta de mano de obra local, al iniciarse el milagro económico. Hoy van por la tercera generación y suman más de dos millones de habitantes, muchos de fe musulmana, lo que equivale al 2 por ciento de la población del país.
Algunos aspectos de la transformación racial de la sociedad alemana se evidencian en que el futbolista Mehmet Scholl, mediocampista del Bayern de Múnich; la actriz Jasmin Tabatai y el político Cem Özdemir, miembro del Bundestag (Parlamento Federal) de 1994 a 2002, quienes destacan en sus respectivos campos, son de ascendencia turca. No extraña, así, el gran consumo de un plato tradicional de este país, conocido en Alemania como döner kebab, llamado shawarma en árabe, que consiste en láminas de carne de cordero o pollo, verduras y pan pita.
Otro día estuvimos en los palacios prusianos de Potsdam, a media hora de Berlín. No puedo evitar sonreír al recordar que en el Sanssouci, residencia favorita del rey Federico II el Grande (1712-1786), donde asombran edificios de estilo rococó y amplios jardines, nos confundieron con mexicanos. «Ya, mi cuate, es tarde», rio Isaac. De retorno, nos sorprendió sin paraguas una fuerte lluvia. En otro momento, recorrimos el Deutsche Kinemathek, museo dedicado al cine alemán, en Potsdamer Platz, donde disfrutamos de fragmentos de los filmes expresionistas El gabinete del doctor Caligari (Das Cabinet des Dr. Caligari, 1920), de Robert Wiene, y Metrópolis (Metropolis, 1927), de Fritz Lang. La primera de terror y la segunda de ciencia ficción, ambas mudas. 
Un lugar especial es la Isla de los Museos. Ahí destaca el Museo Nuevo, donde quedé prendido del busto de piedra de Nefertiti (hacia 1370-1330 antes de Cristo), esposa del faraón Akenatón. Pese a los 3.500 años de antigüedad, conserva vivos sus colores. «Ya, mi carnal, no te vas a quedar toda la tarde aquí», me reprochó Isaac, que lo ha visto decenas de veces. 

Camino a casa, sobre todo en el transporte público, me sentí bajito con mis 170 centímetros, 5 más de la media de mi país. La estatura media alemana, en cambio, es de 1,80 metros (la misma talla de la supermodelo Claudia Schiffer). 
Otro apunte acerca de los germanos es su respeto a las normas. Cierta vez, Isaac y yo fuimos a caminar sin rumbo pasada la medianoche. A eso de las tres de la madrugada, cerca de la Columna de la Victoria, en la acera de una de las principales avenidas, vimos a un sujeto que esperaba que cambiara la luz del semáforo. «Este está loco. No se ve un auto por ningún lado. Debería cruzar», le dije a Isaac. «Así son los alemanes», me respondió mi amigo. «¿Acaso los contratan para dar una buena imagen?», agregué. Sonreímos.

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Días después, me encontraba en el avión de vuelta a Lima. A varios metros de altitud, recordé la célebre frase de John F. Kennedy, presidente de Estados Unidos, en un discurso de 1963 ofrecido en Berlín occidental: «Ich bin ein Berliner» («Soy un berlinés»).

2002




* Publicado como «Bajo el cielo de Berlín», en el diario El Peruano, Lima, 19 de junio de 2003, página 9.

1 comentario:

Angelica dijo...

Cuando tuve la posibilidad de ir a Alemania, Berlin fue una de las ciudades que mas me gusto. Ojala pueda regresar allí próximamente, aunque este verano tengo ganas de de ir a descansar a las playas y creo que obtener Pasajes al Caribe es la mejor opción para ello